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Estoa. Revista de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Cuenca

versión On-line ISSN 1390-9274versión impresa ISSN 1390-7263

Estoa vol.7  supl.14 Cuenca oct. 2018

https://doi.org/10.18537/est.v007.n014.ai01 

Firma invitada

Introducción: Breves consideraciones históricas sobre la educación académica en arquitectura

Introduction: Brief Historical Considerations on Academic Education in Architecture

Alberto Pérez-Gómez1 

1 McGill University, School of Architecture, Canadá, alberto.perez-gomez@mcgill.ca.


Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la construcción se ha aprendido en la práctica. Únicamente a partir de la cultura Greco-Romana, como es evidente en la obra de Vitrubio (ca. 25 AC), el arquitecto ha debido poseer una cultura humanística y filosófica, no para prescribir, sino para orientar a la práctica. A modo de introducción a la presente edición monográfica Enseñanza en las Facultades de Arquitectura: visiones futuras, de ESTOA, el presente ensayo intentará una breve contextualización histórica del tema como apertura a nuestros futuros posibles, tomando en serio el imperativo articulado por Friedrich Nietzsche en 1876 quien, en vista de la ausencia de creencias, religiones o mitologías colectivas, rechazó el mero instrumentalismo tecnológico consagrado por el positivismo y postuló a la historia, a la “razón histórica,” como el único vehículo autentico para discernir nuestros futuros más apropiados.

La educación en arquitectura inicia como práctica académica a principios del siglo XIX, y desde entonces se ha visto en constante revisión. Desde aquel momento se la categoriza como afín ya sea a la ingeniería civil o las Bellas Artes, y desde entonces esa clasificación aparece como problemática e inadecuada. Hoy día las escuelas de arquitectura alrededor del mundo tienen diversos énfasis, encontrando posiciones diversas dentro de las universidades, buscando todo género de soluciones entre el arte y la ciencia, pero el debate aun marca la constante revisión y definición de los programas. La introducción de métodos digitales de representación y producción en la práctica, ha perpetuado la premisa de que la mejor alternativa es una educación entendida como la transmisión de una metodología, haciendo a la arquitectura una ciencia aplicada, con una vaga expectativa de creatividad subjetiva, entendida como la producción de formas novedosas y sorprendentes. A raíz de los cuestionables resultados de nuestro común proyecto de globalización y, más específicamente, en vista de los fracasos de todo tipo de teorías instrumentales que naufragan, una tras otra, en su intento de construir un mundo auténticamente resonante con los valores y tradiciones de las diversas culturas humanas, los paradigmas centrales de la educación establecidos en el siglo XIX deben ser no solamente modificados, sino cuestionados radicalmente.

La introducción en el pensamiento arquitectónico de posiciones filosóficas derivadas de la fenomenología y la hermenéutica continental durante las últimas cuatro o cinco décadas, ha abierto otras posibilidades que aún no han sido del todo reconocidas. Entre arquitectos y teóricos, es especialmente problemática la miopía histórica relacionada a estos temas, que incluye una ignorancia casi total de un sentido crítico de la práctica que emerge ya en el siglo XVIII con la filosofía de Giambattista Vico y en los proyectos teoréticos de Giovanni Battista Piranesi y de Claude-Nicolas Ledoux, y que el escritor y arquitecto Charles-François Viel hace explícita justo después de la creación del nuevo paradigma instrumental en la École Polytechnique (Escuela Politécnica de Paris) y en la Escuela de Bellas Artes. A continuación, basaré mi argumentación inicial en la aguda crítica que hace Viel a Durand, el profesor epónimo del Politécnico de París1.

Jean-Nicolas-Louis Durand fue sin duda el más influyente teórico de la arquitectura a inicios del siglo XIX; era un apasionado de la educación, y fue el maestro más importante en la nueva École Polytechnique del París postrevolucionario. Sus dos libros de texto, su Précis des Leçons d’Architecture (de 1809, una metodología para el diseño eficiente de edificios) y su Recueil et parallèle des édifices de tout genre anciens et modernes (de 1800, un compendio de “historia de la arquitectura”, reduciendo la disciplina a una colección de planos y elevaciones de edificios de todas las culturas organizados tipológicamente), reflejan precisamente los valores del nuevo programa educativo. En lugar de la educación tradicional basada en la relación maestro-aprendiz del Ancien Régime, la nueva escuela esperaba que los estudiantes se convirtieran en arquitectos asistiendo a conferencias y aprendiendo metodologías apropiadas para diseñar edificios, representándolos por medio de dibujos capaces de dictar su construcción con total precisión, evitando al máximo toda ambigüedad. Lo radical de esta nueva forma de enseñanza no puede ser excesivamente enfatizada, al comparársele con lo que había sido una educación arquitectónica en todos los siglos precedentes.

Estos cambios coinciden con una fascinante transformación en el mundo de la música análoga a la arquitectura y que ilumina nuestro tema. Es interesante observar la obsesión de Beethoven por la precisión en la anotación musical de sus partituras. Esta obsesión es nueva. Algunos musicólogos han puesto en evidencia que compositores anteriores a esta época consideraban que su obra se actualizaba no en el papel de la partitura sino durante su representación, es decir, la obra solamente existía realmente cuando era tocada, en una función específica, para un cliente en particular, en un momento y lugar determinado. La “partitura” no era la “obra”, era tan solamente como un esquema de ésta, la idea que debía hacerse real durante la interpretación, crucial (y no secundaria) en el acto de creación. Esta conceptualización de la composición musical fue siempre tácita, y empezó a cambiar con el corpus de la obra de Beethoven, quien empieza a asumir que su “obra” musical es la partitura, pese a todo lo que la interpretación implica.

Quisiera sugerir que un cambio análogo sucedió en la arquitectura durante el periodo de la Revolución Francesa. Aunque la obra arquitectónica es por definición el producto de una colaboración entre muchos individuos, y las intenciones del diseño se habían venido expresando en dibujos y modelos desde el Renacimiento, la responsabilidad del arquitecto era el edificio y su participación en la vida social, su talento consistía en la habilidad de “ajustar” la idea diseñada a la realidad específica, al sitio y al programa, una operación que debía enriquecer el resultado y no menoscabarlo. Así el edificio sería capaz de dar lugar a un espacio armónico, apropiado a situaciones significativas para la cultura; la arquitectura solamente podía entenderse en función de estos eventos, y no era nunca simplemente un diseño sobre el papel. En la época de Durand, sin embargo, la obra empezó a existir en el plano arquitectónico, sin importar que fuera un proyecto teórico (como el Cenotafio de Newton, de Boullée) o un proyecto eficiente de la École Polytechnique y, más adelante, una “obra de arte” de la École des Beaux-Arts. A partir de ese momento, la existencia de la arquitectura empieza a residir en el “dibujo” (el trabajo de un autor/arquitecto), delegando su ejecución material a otros profesionistas de los cuales se espera una transcripción más o menos literal del edificio dibujado. Un importante resultado de este cambio en la concepción de la disciplina fue la desvalorización de la arquitectura como un oficio que se hace con las manos, de aquel conocimiento ganado a través de la experiencia y del hacer, llevando eventualmente a las obsesiones actuales por la fabricación digital y por la posible construcción de edificios con procesos cada vez más industrializados.

Ya consciente de los problemas que implicaba una fallida concepción de arquitectura como objeto de juicio estético (cuya dimensión ornamental era meramente secundaria con respecto a la función utilitaria de la estructura), Durand postuló un modelo discursivo que llegaría a ser dominante en los dos siglos siguientes: una teoría arquitectónica positivista en la cual el valor de la arquitectura debía ser juzgado exclusivamente en razón de la utilidad y eficiencia del edificio, y no en vista de algún género de capacidad expresiva. Durand pensaba que al arquitecto no debía interesarse en determinar o controlar el significado de su obra, éste era en su opinión un objetivo totalmente inútil, pues el edificio sería automáticamente signo unívoco de su propósito, una simple y clara demostración de valor tecnológico.

El programa pedagógico de Durand institucionalizó la enseñanza de la arquitectura como un aprendizaje basado en la escolaridad. Una vez que la “ciencia aplicada” adquirió su estatus de verdad en virtud de su evidente productividad, desposeída ya de razones religiosas y relaciones simbólicas, la enseñanza de dichas teorías en ambientes escolares pudo finalmente sustituir al concepto de oficio dominante hasta entonces. El “mecanismo de la composición” de Durand, operando en el “nuevo” espacio cartesiano de la geometría descriptiva, fue un proceso reduccionista que intencionalmente cuestionó la validez del conocimiento tradicional del hacer corporal. Es importante recordar que la nueva ciencia de la geometría descriptiva, una sistematización e instrumentalización de la geometría cartesiana inventada por Gaspard Monge (1746-1818), fue la que hizo posible tanto la Revolución Industrial como la generación eventual del “espacio moderno”, el cual ha fascinado a los arquitectos hasta nuestros días (y que sigue siendo el “espacio” geométrico objetivado en la pantalla de nuestras computadoras cuando utilizamos programas de diseño arquitectónico). Mientras que en las prácticas tradicionales los arquitectos hacían modelos y dibujos bajo la suposición de que al traducirlos en edificios éstos serían siempre enriquecidos a través del oficio de los constructores, la nueva arquitectura desprecia la mano de obra y espera dictar en vez, con precisión absoluta, la ejecución del edificio, esperando no “perder” nada o casi nada en el proceso. Se esperaba que el nuevo arquitecto pudiera aprender la disciplina en la escuela como una ciencia teórica y que fuera capaz de dictar sin ambigüedades, y sin conocimiento previo del oficio, la ejecución de construcciones de varia complejidad. Solamente necesitaría una retícula y unas reglas sencillas de diseño para ajustar en planta la distribución de cualquier edificio. El volumen sería simplemente extruido, su expresión correspondería a su función y la precisión geométrica de la operación garantizaría su transcripción precisa a la tercera dimensión (3-D) gracias al poder de la geometría descriptiva (Fig. 1).

Fig. 1 Plancha ilustrando “templos romanos” de Durand (1800), Recueil et parallèle des édifices de tout genre anciens et modernes). 

En este contexto, la teoría de la arquitectura, entendida desde entonces como mera metodología, se hizo totalmente especializada y auto-referencial, excluyendo cualquier especulación sobre la expresión y el significado cultural o filosófico de las obras del arquitecto (Fig. 2). reconocida pero racionalizada y reducida a una taxonomía de tipos de edificios (organizados a través de su “función”), o a una progresión histórica de estilos, entendidos como sintaxis visual. Esta concepción de la “historia” de la disciplina contribuyó a una falsificación de las tradiciones arquitectónicas vivas, representadas en el Parallèlle de Durand, como una colección de cuerpos inertes: planos descontextualizados y elevaciones representadas como dibujos lineales, todos a la misma escala. Esta forma de entender la historia excluyó toda posibilidad de interpretación desde la cultura misma, y consecuentemente restringió la capacidad de la disciplina para lograr innovaciones significativas en el presente.

Fig. 2 La retícula como “mecanismo de la composición”, de Durand, Précis des Leçons d’Architecture (1809). 

El concepto de una serie progresiva de edificios (cada vez más racionales, económicos, y eficientes) como sinónimo de la historia de la arquitectura se hizo predominante en el discurso teórico del siglo XIX, y a pesar de argumentaciones críticas recientes, sigue siendo dominante en la enseñanza de la arquitectura, implicando que lo más novedoso y reciente es necesariamente mejor. Este “presentismo” equivale en realidad a una cancelación del auténtico sentido histórico. El concepto de “precedente”, cuando se evoca en arquitectura, se entiende generalmente como algún edificio extraído de una amplia reserva, hoy casi siempre moderna o contemporánea. La historia de la arquitectura durante el siglo XIX y gran parte del XX asumió asimismo la transparencia de los lenguajes estilísticos, discernibles a través de sus propiedades racionales, capaces de expresión clara, más o menos elegante, pero sin dejar de ser una prosa científica. El estilo o la combinación de estilos para algún proyecto eran generalmente elegidos en función de su capacidad para comunicar con claridad una identidad nacional, religiosa o ideológica; su expresión era valorizada frecuentemente en relación a una experiencia temporal lineal ―la promenade architecturale― tal que visita turística con ojos expertos, asociada con la apreciación estética del edificio: lo que le quedaba hacer al arquitecto era tan solamente una cuestión de “composición”.

El marco conceptual establecido en la École Polytechnique y manifestado explícitamente en los dos libros de Durand, se volvió la base de la mayoría de los programas modernos de educación en Europa y en Norte América, y fueron exportados más allá a través del colonialismo francés. Irónicamente ―y este es un tema complejo que no podemos desarrollar aquí― casi la totalidad de las premisas e ideas pedagógicas de la teoría de Durand fueron también adoptadas inmediatamente en la École des Beaux-Arts, la institución que aparentó representar una reacción “artística” en contra de la reducción de la arquitectura a la ingeniería civil. A pesar de la aparente polémica que hubo durante el siglo XIX entre la “arquitectura como arte” y la “arquitectura como ingeniería”, la mayoría de los presupuestos más críticos del modelo instrumental se mantuvieron y fueron dados por hechos por ambos “bandos”. Este debate improductivo continúa hasta nuestros días con la división de la disciplina en posiciones funcionales o formalistas, ambas siendo incapaces de producir obras significativas para nuestra compleja realidad cultural.

Es significativo, sin embargo, que de la misma coyuntura epistemológica que culminó en el positivismo decimonónico, emergieran también posiciones más profundas. Charles François Viel, un contemporáneo de Durand cuya obra no ha sido muy estudiada, intentó desde un inicio imaginar una alternativa diferente, distinta de la reducción de la arquitectura a ciencia aplicada, pero también muy consciente de los riesgos involucrados en la estetización de la arquitectura y su manifestación como fantasías personales, las cuales creía carentes de significado y socialmente intrascendentes (Fig. 3).

Fig. 3 Página titular del libro de C.F. Viel sobre la educación en arquitectura, 1807. 

Es importante notar que Viel ―aunque excepcional como teórico en arquitectura― no estaba solamente en su posición crítica del modelo instrumental: basta recordar la importancia de las contribuciones de la filosofía Romántica en las obras de Shelling, Novalis, Richter y Schlegel, entre otras, las cuales constituyen una verdadera proto-fenomenología2. Viel se preocupaba igualmente sobre educación, y fue probablemente el primero en hacer pública una crítica de las limitaciones de los nuevos programas para formar arquitectos en la École Polytechnique. En su opinión era imposible, aun absurdo, garantizar que los jóvenes, sin las habilidades adquiridas en los oficios y en la construcción de obras, fueran capaces de diseñar edificios complejos en pocas horas, como se esperaba en las nuevas escuelas. Este ideal de eficiencia en el diseño era parte del dogma de Durand, asegurado por su “mecanismo de la composición”, que eventualmente dio lugar a nuestros “concursos” con tiempo limitado. Viel pensaba que los conocimientos aprendidos en un salón de clase sobre física, química y geometría no eran suficientes para construir adecuadamente. El juego de planos arquitectónicos sistematizado y con especificaciones no era tampoco garantía para producir una arquitectura significativa. Por otro lado, la imaginación exacerbada de arquitectos que actuaban como pintores también le resultaba problemática. Para Viel, producir un buen edificio implicaba necesariamente la experiencia corporal real involucrada en el oficio de la construcción, así como una articulación discursiva, una verdadera teoría, una posición (ética, filosófica) para la acción, y no una mera metodología. Es significativo que Viel criticara también el mal uso de la historia, derivado de un relativismo, una actitud ecléctica irresponsable y una confusión que involucraba a las raíces históricas propias. Creía que la arquitectura no debía ser enseñada ni como ingeniería ni como una de las Bellas Artes. (Fig. 4) Entró en un debate sobre la posibilidad de crear una nueva École speciale d’architecture enfatizando una educación con fuertes bases en las humanidades: ni pintores, ni matemáticos ni ingenieros eran capaces de enseñar arquitectura apropiadamente. Esta notable intuición nunca ha sido reconocida plenamente y el significado de una educación arquitectónica avocada principalmente a las humanidades permanece como un reto para nosotros.

Fig. 4 Página titular del libro de C.F. Viel sobre la incapacidad de las matemáticas para garantizar la estabilidad y durabilidad de los edificios, 1805. 

Viel fue el primero en identificar la importancia del estilo para el significado arquitectónico; este asunto nunca había aparecido en los tratados anteriores, aun cuando hubiese una consciencia sobre la relación de las formas y ciertos periodos históricos. El significado arquitectónico nunca se conceptualizó, antes de esa época, como dependiente de una sintaxis formal. Este concepto de estilo como una gramática básica cuya sintaxis coherente es garantía de la significación (como en el caso de Viollet-le Duc, por ejemplo) cobró una importancia central durante los siglos XIX y XX. Viel lo entiende como fundamento de la creatividad, pero no lo reduce a un sistema formal generado a priori. En su opinión, el estilo estaba relacionado con naciones y regiones específicas, al igual que nuestros diversos “estilos de vida,” siendo también un vehículo necesario para la expresión personal. Viel reconoció la nueva responsabilidad histórica del arquitecto como autor de obras que debían perdurar, en contraposición de los arquitectos pre-modernos, quienes trabajaban esencialmente en un tiempo “cósmico”, pero también insistía que su labor no podía reducirse a la producción de “planos predictivos” o “anotaciones prescriptivas”. El estilo apropiado solamente podía ser descubierto en la práctica a través del hacer: el significado (como la consciencia humana) no se encontraría únicamente en el cerebro, como postula el racionalismo cartesiano, y el papel del arquitecto sería revelar esas epifanías, tanto emocionales como cognitivas, a través de su obra.

Fig. 5 Uno de los proyectos arquitectónicos de Viel, el hospicio de SS. Jacques and Philippe-du-Haut, 1780, ilustrado en C.F. Viel, Principes

Consecuentemente, Viel insistió en que una educación verdadera solamente se podía dar en el contexto de la práctica, donde el arquitecto desarrollaría sus habilidades ante el material, a través de un “hacer poético” ―en el sentido original del verbo griego, poiein, un hacer que revela significados que existen de antemano y no son impuestos por el artista/artesano‒. El futuro arquitecto cultivaría así la comprensión de los significados que aparecen en el mundo natural y cultural, fundamental para un dialogo productivo entre la obra y el lugar, en vez de asumir que su propio genio es el origen del significado. Todo esto en vista de un discurso teórico basado en la historia que guiaría todas las decisiones en el qué-hacer, desde la programación de las situaciones vitales enmarcadas por la obra, hasta la articulación de trazos y molduras, a los que llamó las “letras” del arquitecto. La historia, para él, era un saber discursivo crucial y no una colección de monumentos (como para Durand). Entendió la arquitectura esencialmente como una actividad política, que requería del arquitecto una posición ética bien articulada, por lo que deploraba el caos de una Francia post-revolucionaria. Este punto de vista, fácilmente calificable de reaccionario, posiblemente contribuyó en gran medida a que se le condenara al olvido. Y, sin embargo, lo guiaba una convicción, casi una obsesión, de que la arquitectura pudiera ser de otra manera, fundamentada en su pasado, pero innovadora, respondiendo a un presente y futuro distintos (Fig. 5). Su crítica, si la entendemos como complementaria a la “teoría poética” de Boullée (aunque conscientemente en conflicto) nos puede servir como un punto de partida para especular sobre posibles alternativas para la arquitectura y su enseñanza en nuestro tiempo3.

Abundar en detalles históricos es innecesario para los propósitos de este ensayo. Mi intención ha sido mostrar cómo nuestros cuestionamientos actuales en torno a la educación del arquitecto tienen profundas raíces históricas, y cómo una mejor comprensión nos revela alternativas importantes.

Se requiere nada menos que una revisión radical de las expectativas convencionales asociadas con la educación, tanto dentro como fuera de la escuela. De partida, la noción de que la escuela debe necesariamente simular a la práctica es totalmente equivocada; incluso en nuestro mundo tecnológico, ese modelo nunca ha funcionado. Aun cuando algunos países requieren un aprendizaje legislado después de terminar el grado profesional y antes de poder obtener la licencia de arquitecto, la culminación es generalmente un examen profesional “universal”, y también una gran falacia. Por otro lado, la presunción de que los practicantes no tienen responsabilidad de educar a las generaciones futuras más allá de los períodos de práctica obligatorios o de la actualización de información técnica, también contribuye a la problemática. Las dificultades no terminan con la legislación de las prácticas de campo; los organismos profesionales necesitan involucrarse en una discusión para definir verdaderos modelos de “educación continua”. Existen talleres de arquitectos alrededor del mundo conscientes del problema, capaces de invertir en este aspecto “improductivo” del trabajo cotidiano, donde se dedica tiempo y espacio a la discusión de cuestiones éticas, filosóficas y culturales. Lamentablemente, sin embargo, se trata de verdaderas excepciones.

En otros textos he tratado sobre la importancia de la especificidad cultural de las prácticas en nuestra aldea global. A pesar del efecto homogeneizador de los medios de producción tecnológicos, la praxis implica la comunicación real, cara a cara, que involucra los valores en la narrativa (en lenguajes locales) que dan razón de los actos en las distintas culturas. Esta sabiduría es transmitida y heredada evidentemente en la práctica. Por ello, la responsabilidad pedagógica de los practicantes más experimentados es esencial. Las posibilidades reales que se abren a la práctica se aprenden mejor en dichos contextos: tanto aspectos constructivos como particularidades políticas apropiados a la obra en su contexto local.

La problemática para una educación académica es muy diferente. La necesidad que se impone al arquitecto de operar en el mundo tecnológico requiere de una vasta información técnica, y la sociedad, por intermedio de sus asociaciones profesionales, espera que esa información se imparta en las aulas. Aun aceptando este requisito pragmático, los programas educativos deben considerar seriamente estrategias para responder más auténticamente a los valores culturales en la práctica, considerando incluso ciertas alternativas radicales. Es esencial reconsiderar el papel que juega el agente creativo en el diseño tomando en cuenta los hallazgos de la fenomenología y, más recientemente, de la neurociencia. Sin evadir la responsabilidad y la necesidad de implementar una imaginación creativa como guía de nuestros proyectos, es importante entender las consecuencias de estar involucrados en el mundo en tanto consciencias encarnadas: no somos nuestro cerebro (no somos “egos” cartesianos), ni somos capaces de generar significados de manera descendiente, sino que debemos reconocer que una arquitectura significativa, evocadora y resonante se “encuentra” en el diálogo con las situaciones y no es dictado por la genialidad.

La uniformidad legislativa de los mecanismos de acreditación profesional es cuestionable. El aprendizaje de la arquitectura tiene que darse a través de intereses que emergen del trabajo personal y la escuela debe proveer el espacio necesario para que esto suceda. Es imposible educar a un arquitecto para el mundo “real” a través de las teorías instrumentales que se ofrecen en las escuelas en todo el mundo. Este tipo de enseñanzas ―derivadas, como hemos establecido, del modelo de la École Polytechnique― continúan constituyendo poderosos medios de colonización cultural, frecuentemente invisibles e insidiosos. Mientras el uso de la computadora contribuye a acelerar estos procesos, es interesante remarcar que la misma herramienta puede ofrecer también los medios para acceder a la información técnica, siempre en flujo, en relación a aplicaciones específicas, posibilitando la liberación de horas de estudio para dedicarlas a una comunicación “cara a cara”, para dar lugar a una autentica educación que solamente ocurre a través del diálogo y el debate. Podemos así imaginar que es posible revertir la tendencia hacia la especialización que también empezó a darse a partir del siglo XIX, culminando en lo que Ortega y Gasset llamó la era del “especialista bárbaro” (Ortega, 1966, pp. 179-187). La educación no se da de manera mágica cuando un estudiante “sintetiza” cierta información en su mente. Este es un modelo ingenuo asumido en base a una psicología cartesiana, ya que la conciencia humana no se reduce a la mente, y mucho menos a una computadora 4. En particular los cursos técnicos deben ser rediseñados tomando en cuenta los cuestionamientos más amplios que enfatizan la importancia de adquirir habilidades psicomotoras y artesanales que luego enriquecen nuestra percepción (que nunca es pasiva, sino algo que “hacemos” a través de la motricidad pre-reflexiva de nuestros cuerpos y a través de nuestros conceptos y actos conscientes). Es importante recordar que las herramientas digitales tienden a hacernos “incompetentes”. Por ejemplo, al usar el GPS uno realiza una tarea con precisión, podemos llegar al lugar deseado por la vía más corta, pero esto es a costa de interactuar de una manera muy limitada con el mundo real. Evita que preguntemos a la gente, que nos fijemos en los detalles específicos de la ciudad y, por lo tanto, la realidad aparece como más plana y menos significativa. La enseñanza del futuro arquitecto no deberá enfocarse a proporcionar información sobre soluciones preconcebidas, sino a la discusión de los orígenes de los problemas mismos, a la determinación de las preguntas cruciales para la práctica en nuestra coyuntura ecológica y cultural, y a desarrollar tácticas para cultivar un pensamiento crítico y meditativo que le permita eventualmente establecer una posición ética en su práctica.

El objetivo del diseño en arquitectura no es simplemente “resolver problemas” para un cliente, ignorando el imperativo del bien común. Si comprendemos que el diseño no debe ser dictado por funciones, algoritmos u otro tipo de mathésis compositiva, puesto que la problemática arquitectónica nunca es solamente tecnológica o estética, la preocupación principal del maestro de taller debe ser el preparar al futuro arquitecto para que pueda usar su imaginación en la generación de artefactos poéticos, mucho más que “imágenes” de edificios, involucrando así otras dimensiones de su conciencia que tienden a ser ignoradas por nuestros paradigmas educativos actuales. No se trata de una operación intuitiva o irracional, sino más bien de la continuación de una filosofía práctica. Debe proponerse al estudiante la posibilidad del hacer en múltiples registros, celebrando todo género de habilidades, desde la imaginación lingüística y literaria hasta las posibilidades ofertadas por medios plásticos y digitales, todos capaces de revelar significados en el hacer mismo a quien los busca pacientemente, en pos de la magia de las coincidencias y la epifanía del orden. Gianbattista Vico escribió, en el siglo XVIII, que la poesía (como artefacto o palabra) es una forma de metafísica. Las verdades que aparecen a través de ella no se dan como un juicio, en el lenguaje de la lógica científica, sino a través de la imaginación emocional ―consciencia, cuerpo y memoria unidos―; incluyendo ese inefable sentido interno que los filósofos llaman “el vacío”, y que nos hace evidente un propósito existencial. La humanidad crea, hace poesía, arquitectura, hace instituciones, aunque de manera muy diferente a como las hace Dios (o la tecnología). Cito: “Dios sabe cosas con su inteligencia pura y al saberlas, las crea; mientras los (humanos), en su ignorancia robusta, crean por virtud de una imaginación exclusivamente corpórea, que es propensa a perturbar por su exceso.” (Vico, 1979, p.75)

Es pues necesario revisar las prioridades de la educación académica. Para incitar al hacer poético se tiene que partir de lo poético y nunca de lo prosaico. Lo bello genera belleza, como cuando nos entusiasma una gran obra literaria, una pintura, o una película sublime; lo bello que no es una cualidad de “juicio” estético, sino significado emocional y cognitivo, y que nos da propósito ―que es salud psicosomática en la arquitectura‒. Para exponer al futuro arquitecto a la experiencia de la belleza, los proyectos teoréticos son idóneos. Se debe enfatizar que a partir de las mismas condiciones culturales de la modernidad temprana que dieron lugar a las tendencias reduccionistas dominantes (las cuales esbocé anteriormente refiriéndome a la obra de Durand), emergió también la posibilidad del proyecto teorético: propuestas de diseños “autónomos” que serían inherentemente críticos de las condiciones tecnológicas que pudieran trivializar su significado poético durante su transcripción al mundo “real.” Esta tradición empezó con los grabados de las Carceri de Piranesi, los cuales conscientemente niegan la posibilidad del espacio cartesiano (tridimensional) como el sitio de la imaginación poética del arquitecto. Las Carceri ―en particular su transformación dinámica de una primera serie dibujada bajo las normas de la perspectiva “tridimensional”, a una segunda etapa expandida hacia un espacio misterioso― inauguran una tradición de modelaje en arquitectura ejemplar para nuestra era de obsesiones digitales. Las obras de Piranesi, grabados que él mismo denomina como su “arquitectura”, son tanto objetos como modelos a escalas variables; lugares habitables por la imaginación, que nos guían hacia una revelación poética: la experiencia de la profundidad como una dimensión primordial provista de temporalidad, totalmente diferente a la representación banal y “objetiva” de la profundidad en la perspectiva óptica. Al cuestionar implícitamente su posible traducción al mundo del espacio cartesiano ―resulta imposible construir los espacios propuestos como si fueran coherentes con sus planos ortogonales y elevaciones a escala― los proyectos rechazan el instrumentalismo de la representación y la misma suposición, tan común hoy día, de que la realidad del mundo pudiera accederse a través de una imagen “óptica”. Las Carceri revelan en vez a la “imagen” humana verdaderamente significativa (la imagen poética) como una construcción, una metáfora, una ficción en el sentido de Paul Ricoeur y Octavio Paz ―” hecha” por cada uno de nosotros, en tanto “hacemos” nuestras percepciones, en tanto actuamos en el mundo‒; cada uno de nosotros una consciencia encarnada insertada en el lenguaje. Esta fue la primera instancia en la cual la arquitectura, inspirada por Vico, cuestionó el dualismo cartesiano y sus consecuencias, abriendo así nuevos horizontes para la práctica arquitectónica.

A partir de las posibilidades que surgen del trabajo poético y del pensamiento crítico de Piranesi y Viel respectivamente, la educación académica en el taller debe tomar ventaja de su autonomía de la práctica para demostrar, a través del hacer, la dimensión ética y poética de la disciplina. Me permito enfatizar que la educación de la arquitectura nunca debe simular la práctica. Una pedagogía basada en tal premisa es en primera instancia una pérdida de tiempo, particularmente tomando en cuenta los cambios tan rápidos en la tecnología que convierten este intento en algo fútil, pero es también, y más fundamentalmente, una tragedia: la pérdida de una oportunidad única de dar al futuro arquitecto no un “adiestramiento” sino una verdadera educación. La educación arquitectónica no debe ser dirigida por la “industria” ni por mega-prácticas arquitectónicas que subsidien las escuelas, ni por “competencias” dictadas por los gobiernos.

Esta autonomía poética y humanista debe ser el punto de partida de los programas específicos de cursos y proyectos, presentando deliberadamente los temas de taller de manera que se evite su fácil objetivación ―usando por ejemplo narrativas en lugar de listas de partes con dimensiones para especificar programas de proyectos, o requiriendo mapeos creativos en vez de reducciones cartográficas para representar el contexto urbano o natural‒. El objetivo general deberá ser una toma de consciencia sobre las “posibles realidades” que la arquitectura abre a los Otros y el desarrollo de una actitud crítica en el uso de las herramientas de representación. Particularmente en el contexto académico, el proceso de diseño deber ser plenamente valorado por su capacidad de revelar significados en el hacer mismo, en vez de presuponer que las representaciones son “neutrales” y sirven únicamente como medios de la planificación, para una finalidad preconcebida. Es posible cultivar la consciencia del asombro, de las coincidencias significativas que tales procesos son capaces de revelar, siempre inesperadas e imposibles de predecir. Se requiere paciencia y apertura en el diseño, cultivando siempre las preguntas importantes, en vez de algún método compositivo que asegure la eficiencia y termine con alguna ilusoria imagen de un supuesto edificio. Cada instante de una búsqueda puede convertirse en una revelación poética capaz de ser traducida a diferentes dimensiones, llevando a la edificación del futuro arquitecto a la definición de una visión, tácticas y estilos para su práctica.

Es esencial que la escuela proporcione al futuro arquitecto los elementos para desarrollar su praxis: la práctica entendida como posicionamiento ético y político, para lo que necesita poder hablar en forma apropiada y dar razón de las posturas que generan sus proyectos. Es con este fin que debe impartirse una “historia filosófica” capaz de hacer que artefactos ajenos a nuestro presente nos relaten sus historias a través de un proceso hermenéutico. Este uso de la historia, entendiendo cómo nuestros ancestros han dado respuesta a través de la arquitectura a las más perennes preguntas de la humanidad, es un dialogo cortés y nunca cínico, crucial para identificar los precedentes que pudieran fortalecer a los estudiantes, motivando su imaginación.

Permítaseme enfatizar: cuando hablamos de historia como hermenéutica nunca se trata de copiar el pasado, sino al contrario, se trata de reconocerlo como tal: el resultado es una apertura hacia el futuro, una “reconstitución” de la tradición a través de nuestras historias. Criticando el nefasto efecto homogenizante de las lecturas deconstructivistas, George Steiner ha insistido en la importancia de reconocer la primacía de nuestra experiencia cuando nos mueve emocionalmente alguna obra del pasado, en los momentos en que objetos ajenos revelan la presencia de lo sagrado más allá de todo dogma y de toda otra motivación. En el espíritu de Friedrich Nietzsche y de Hanna Arendt, la historia de la arquitectura debiera ser enseñada como una historia para el futuro, una historia que intente amplificar nuestra vitalidad y creatividad, en lugar de inmovilizarnos con la acumulación de datos inútiles o de modelos inalcanzables. La arquitectura, y en particular las palabras que han articulado la praxis de otros tiempos y lugares, deben ser presentadas a los estudiantes a la luz de nuestros propios pre-juicios, de nuestras preguntas, pero en el contexto del lenguaje y la cultura de sus creadores, respetando las suposiciones culturales que originalmente les dieron lugar. El proceso de interpretación, reconociendo lo que es propiamente distante, hace posible representar esas voces en nuestro propio contexto político y social, en vez de asumir que existe un lenguaje universal o una teleología progresiva.

La enseñanza de la “historia filosófica” y del “hacer poético” requiere una considerable experiencia y una cultura por parte del profesor. En un enfoque hermenéutico, lo acertado de las preguntas es más importante que las posibles respuestas que pudieran emerger durante un ejercicio de diseño particular, o a través de la comunicación oral en una clase o seminario. Esto requiere una transformación de la actitud de maestros y estudiantes, paciencia y espacio para pensar, en vez de ansiedad con respecto a la comunicación eficiente de información que frecuentemente resulta intrascendente para el auténtico conocimiento. Necesitamos abandonar nuestras obsesiones por culminar todo taller con la producción de “edificios” supuestamente terminados. Nadie “hace” edificios en la escuela. El educador debe cultivar en vez una apertura vigilante y una perspicacia crítica, junto con una dedicación apasionada hacia todo aquello capaz de general atmosferas emotivas: el propósito mismo de la representación arquitectónica.

Usando una analogía lingüística, es posible relacionar la enseñanza del “habla” con la práctica, y la enseñanza de la “poesía” con la escuela. Se aprende a hablar “actuando”. El hablar involucra un sistema de “reglas” tácitas que es consistente, aunque invisible o sin-sentido, fuera del acto del hablar mismo. La poesía emerge “en contra” de la prosa, como producto de la imaginación del autor desde el siglo XIX. Está arraigada en una visión crítica e histórica de la cultura, y celebra la imaginación individual. Paz y Steiner, entre otros, han descrito el importante cambio de paradigmas que afectaron a la poesía durante el siglo XIX, un cambio que afortunadamente coincide con nuestra herencia de una educación académica arquitectónica. La entrada de aquel siglo dividió una teoría de la arquitectura que aún compartía su discurso con la ciencia, incluyendo su metafísica (como las teorías de Laugier, por ejemplo), de la teoría instrumental inaugurada por Durand, cuya prosa, desprovista de toda metafísica, excluye toda expresión intencional de significado. En esa coyuntura, el lenguaje metafórico (la poesía) se presenta como única esperanza. Dicha percepción es muy clara en los escritos y proyectos teoréticos de Etienne-Louis Boullée, maestro y contemporáneo de Durand, y fue transformada en programas arquitectónicos en los diseños de Claude- Nicolas Ledoux para su ciudad ideal de Chaux. Enfatizando el carácter de la disciplina arquitectónica como una forma de ficción literaria, aparece en ese momento otro aspecto crucial de la educación arquitectónica: el futuro arquitecto imagina, en palabras, las posibilidades para involucrarse en la realidad política, proponiendo nuevos programas de vida guiados por un sentido ético y así aprende a hacer promesas responsables. De la tensión dinámica entre el habla cotidiana y la poesía, debe surgir una arquitectura que encarne la “poesía de la razón”, que sea plenamente respetuosa de las diferencias culturales, pero también capaz de ser entendida por otros.

Este modelo de educación arquitectónica no es fácil de implementar, pues nuestra civilización tecnológica y capitalista tiende a resistir muchas de sus premisas. Es evidente, sin embargo, que el cambio es necesario. El arquitecto debe ser educado para poder articular posiciones éticas y comprender íntimamente la importancia de la belleza, de la comunicación emotiva, que es el significado. Una práctica meramente reactiva a las circunstancias del mundo consumista, sin distancia crítica y fundamentación filosófica, solamente continuará a debilitar la legitimidad de la disciplina, mientras el mundo construido seguirá en su proceso de deshumanización, contribuyendo a nuestras comunes patologías psicosomáticas, cada vez más universales.

Notas del autor: Alberto Pérez-Gómez (24 de diciembre de 1949) es un eminente historiador y teórico de la arquitectura con una orientación enraizada en el enfoque fenomenológico. Desde 1987 ostenta la cátedra Profesor Saidye Rosner Bronfman de Histo ria y Teoría de la Arquitectura de la Escuela de Arquitectura de la Universidad McGill (Montreal, Canadá). Este ensayo fue publicado inicialmente con el título “Early Debates in Modern Architectural Education: Between Instrumentality and Historical Phronésis”, en Phenomenologies of the City, Studies in the History and Philosophy of Architecture, libro editado por Henriette Steiner y Maximilian Sternberg (Farnham UK: Ashgate, 2015), y ha sido adaptado por su autor para la presente edición monográfica de Estoa.

Referencias

Durand, J. N. L . (1800). Recueil et parallèle des édifices de tout genre anciens et modernes. Pa ris, France : De l’Imprimerie de Guillé Fils. [ Links ]

Nietzsche, F. (1876). Unzeitgemässe Betrach tungen. Leipzig, Deutschland: verlag von Ernst Schmeitzner. [ Links ]

Ortega y Gasset, J. (1966). La Rebelión de las Ma sas, Madrid, España: Revista de Occidente ed. [ Links ]

1Este trabajo está editado en tres volúmenes, de los cuales dos contienen escritos publicados por separado bajo el título Architecture de C. Viel (Paris, 1797). Consulté una copia en la colección Vaudoyer en el Centro Canadiense de Arquitectura (CCA), en Montreal.

2. La importancia de la filosofía Romántica para la teoría arquitectónica contemporánea es un tema que desarrollo en Attunement, Architectural Meaning after the Crisis of Modern Science (Cambridge MA: MIT Press, 2016), caps. 3 y 5.

3En Lo Bello y lo Justo en Arquitectura (Xalapa, Universidad Ve racruzana, 2014), cap. 7, explico más ampliamente esa relación, particularmente comparando las teorías de Charles-François Viel con las de su hermano, Jean-Louis Viel-de-Saint Maux, quien ex puso un sistema teórico afín al de Boullée.

4Además de los conocidos argumentos fenomenológicos a este efecto en las obras de Husserl y Merleau-Ponty, la neurobiología reciente y la neurociencia de tercera generación lo han reconocido en la Teoría Enactiva de la percepción. Ver, por ejemplo, Alva Noë, Out of our Heads. Why you are not your Brain, and Other Lessons from the Biology of Consciousness (New York: Hill and Wang, 2009); Antonio Damasio, Descartes’ Error (Toronto: Penguin Books, 2005) y Evan Thompson, Mind in Life (Cambridge MA: Harvard University Press, 2007.

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