ISSN 1390-0862

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Santa Teresa, Tierra Baldía, Estación Final
Santa Teresa, Waste Land, Final Station

Patricia Poblete Alday
U. Academia de Humanismo Cristiano. Santiago, Chile

E-mail: ppoblete@gmail.com

Resumen
La obra de Roberto Bolaño oscila entre el arquetipo vitalista de la

ciudad-laberinto (el DF, el Santiago de Chile, la Barcelona de su juven-
tud) y la imagen terminal de la ciudad que se desintegra en el desierto.
El siguiente artículo profundiza en este último arquetipo, identificando en
Santa Teresa aquellos rasgos que la definen como una geografía necesaria
e inevitable dentro de la poética del autor, como metáfora del propio texto,
y como manifestación palmaria de un final que es, a la vez, intra y extra-
textual.
Palabras clave: 2666 – Roberto Bolaño – Imaginarios urbanos.

Abstract
The work of Roberto Bolaño oscillates between the vital labyrinth-ci-

ty archetype (Mexico DF, Santiago de Chile, Barcelona - where the author
spent his youth) and the final image of the City that disintegrates itself in
the desert. The following article delves into this last archetype, identifying
in Santa Teresa those traits to the defined it as a necessary and inevitable
geography within the poetics of the author, as a metaphor for the text itself,
and as matter manifestation of a final that is at the same time, intra and
extra-textual.
Key words: 2666 - Roberto Bolaño -Urban imaginaries.

Revista Pucara, N° 22 (65-73), 2010

(Recibido: 11-11-2009) (Aceptado: 20-12-2009)

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¿Por qué candorosa intuición localizamos
en un infierno el mal que no tiene límite?

Gastón bachelaRd

Entre el DF, en el cual los realvisceralistas realizan su educación lite-
raria y sentimental; y los basureros de Santa Teresa/Ciudad Juárez donde
van apareciendo los cadáveres de mujeres, median unos dos mil kilóme-
tros, seis años, doce libros. Sin embargo, los parajes del desierto de Sonora
se encuentran presentes ya desde los primeros escritos de Roberto Bolaño:
en sus versos de juventud (reunidos luego en La universidad desconocida),
aquel paisaje severo, esa “tierra de moscas y lagartijas, matorrales resecos
y ventiscas de arena” (2007:383) se canta y anhela como el único teatro
concebible para su poesía, acaso porque la geografía se tornaba en el autor,
ya en ese entonces, un carácter y un destino. Hablamos, por supuesto, de
un proyecto escritural que se funde desde sus inicios con un trayecto de
vida, y que lamentablemente quedan truncos en su cénit; transmutándose
ambos en polvo del desierto.

Ambas ciudades, el DF y Santa Teresa, operan como dos extremos
del imaginario urbano que nutrió la vida y la obra de Bolaño: desde el
arquetipo vitalista de la ciudad-laberinto a la imagen terminal de la urbe
que se desintegra en el desierto. Aquí, la otrora ‘región más transparente’
(donde el autor residió entre 1968 y 1977; esto es, de los 15 a los 24 años)
se añora en tanto depositaria de los sueños y las esperanzas de la época de
juventud. Menos que amenazas, sus zonas oscuras, peligrosas o confusas
imponen pruebas de madurez que los protagonistas deben superar, como
Teseo a la caza del minotauro o como Belano desafiando al Rey de los
Putos de la Colonia Guerrero (1999:77 y ss). En esta misma dirección, Bar-
celona (ciudad a la cual Bolaño llegó en 1977) se recuerda con nostalgia
como una especie de paraíso terrenal, donde la vida era maravillosa y a los
problemas se les llamaba sorpresas (1998:471), y que funcionaba —en la
memoria ya del autor— como el engranaje de su particular bildungsroman:
“Para mí fue un descubrimiento y me quedé en Barcelona, me enamoré de
la ciudad. Fue un amor absoluto por Barcelona y una universidad. Aprendí
cosas que creía que sabía pero que en realidad no.” (Dés, 2005:140, las
cursivas son mías).

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Bolaño, Belano, B, García Madero, Ulises Lima, van aprendiendo la
gramática de la ciudad junto a la de la poesía: por ello es que esta última
se concibe como una forma de vida, como un ‘habitar’ antes que como una
práctica escritural concreta. A cambio, y sin que ellos lo sepan, la urbe exi-
girá los últimos restos de su inocencia, así como la soberbia de sus sueños
grandilocuentes (revolucionar la poesía, cambiar el mundo). En este esta-
dio, el telón de fondo ya será otro: el Santiago de Chile post golpe, sumido
en la dictadura, el miedo y el toque de queda. Esta otra megápolis hace de
gris escenario de la derrota política, y por lo mismo, viene a ser el sarcófa-
go de esa ingenuidad que subyace a toda utopía. “Chile y Santiago alguna
vez se parecieron al infierno y ese parecido, en algún sustrato de la ciudad
real y de la ciudad imaginaria, permanecerá siempre” (2003:217), afirma
Bolaño —el autor—, pero también Bolaño el narrador de “Encuentro con
Enrique Lihn”.

Si el DF fue el optimismo y el desborde de la juventud, Santiago es el
paso a la adultez, con toda la carga de dolor y decepción que ello supone.
Sabido es que Bolaño viajó desde México a Chile para ‘hacer la revolu-
ción’ en 1973, y que sólo alcanzó a vivirla unos días antes de que ocurriera
el golpe de Estado. Ansioso por probar su heroísmo, Belano/Bolaño se
embarca en un viaje largo, plagado de peligros, “el viaje iniciático de todos
los pobres muchachos latinoamericanos”, al decir de Auxilio Lacouture
(1999:63). “La experiencia del amor, del humor negro, de la amistad, de
la prisión y del peligro de muerte se condensaron en menos de cinco me-
ses interminables, que viví deslumbrado y a prisa”, en palabras del autor
(2004b:53). Por eso, cuando regresa al DF ya no es el mismo: ha crecido,
ha cambiado, ha visto al Horror de cerca.

Tras esta breve escala continúa el derrotero hacia la estación final.
Pero Santa Teresa despunta en el imaginario de nuestro autor mucho antes
de que su topografía adquiera consistencia narrativa. Se anuncia en dos
relatos de Llamadas telefónicas (1997, 2002): en “William Burns”, cuya
anécdota le ha sido referida al narrador, supuestamente, por Pancho Mon-
ge, “policía de Santa Teresa, Sonora”, y en “El gusano”, donde Belano
comenta que su abuelo provenía de dicha ciudad. En la respuesta de su
interlocutor comenzamos ya a distinguir los tonos apocalípticos que adqui-
rirá la localidad en 2666: “[El gusano] Dijo que cerca del pueblo pasaba
un río llamado Río Negro por el color de sus aguas y que éstas al bordear

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el cementerio formaban un delta que la tierra seca acababa por chuparse”
(2002:81).

En Los detectives salvajes (1998), Santa Teresa es la ciudad que debe
tomar el coronel Libbrecht con sus tropas, en el año de 1865; esto al me-
nos según el relato de Ulises Lima. La ciudad adquirirá más relieve en la
tercera parte, cuando Lima, Belano, Lupe y García Madero, recalen allí
para buscar a Cesárea Tinajero. El último rastro cierto de la fundadora del
real visceralismo ‘original’ se pierde en esa ciudad, donde ejerció como
maestra de escuela y vivió en la calle Rubén Darío, que “[…] por entonces
era como la cloaca donde iban a dar todos los desechos de Santa Teresa”
(1998:595). Belano y Lima recorrerán el Registro Municipal, la Oficina
del Censo y las del único diario local — El Centinela de Santa Teresa
en busca de la poeta perdida; registran las bibliotecas, la universidad, y
hasta se reúnen con el decano de la Facultad de Filosofía y Letras: Horacio
Guerra, “el doble exacto, pero en pequeñito, de Octavio Paz” (1998:569),
según las anotaciones de García Madero. En 2666, ya no será Horacio, sino
Augusto Guerra quien regente dicha Facultad: el hecho de que se mantenga
el apellido y su símil con el ensayista — en su “mezcla de campechanía
ilustrada y aire marcial” (2004a:256) — cimenta aún más esta homologa-
ción actancial, la que viene a complementar la prefiguración del universo
de Santa Teresa en las obras previas a 2666.

Finalmente, en el volumen de ensayos, críticas y discursos Entre pa-
réntesis
(2004b), Bolaño explicita el referente ‘real’ de esta localidad: Ciu-
dad Juárez, escenario de la ola de femicidios que se suceden en México
desde 1993. En el artículo titulado “Sergio González Rodríguez bajo el
huracán”, Bolaño no sólo elogia Huesos en el desierto —la investigación
periodística que el mexicano realizó acerca de los asesinatos de mujeres
en la frontera, y que fue publicada como libro bajo el sello Anagrama en
2002— sino que agradece la ayuda “sustancial” de su autor, quien lo nu-
trió de la información necesaria para escribir buena parte de 2666. La deu-
da terminará de saldarse al convertir a González Rodríguez en personaje de
su novela, manteniendo en ella su misma identidad y profesión.

Ya en La Parte de los Críticos, Santa Teresa se nos presenta como una
urbe eminentemente industrial, sin belleza, vegetación ni más vida que la
que se remeda en los locales nocturnos. Por la descripción que realizan los
tres académicos europeos a su llegada, sabemos que la zona más pobre se

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sitúa hacia el oeste, donde la mayoría de las calles carecen de asfalto y los
taxistas se niegan a ingresar. En el centro se localiza la parte antigua, con
calles empedradas; en el este, los barrios de clase media y clase alta; allí
también está la universidad (que según Amalfitano “parecía un cementerio
que de improviso se hubiera puesto vanamente a reflexionar”, 2004a:239).
En el norte se ubican las fábricas, y en el sur, las vías férreas y algunos
campos de fútbol rodeados de chabolas. Finalmente, en la periferia hay
más barrios pobres, lotes baldíos y los basureros clandestinos donde suelen
aparecer los cadáveres; entre éstos el más atroz y recurrido es el apodado
el Chile. Entonces, en Santa Teresa asistimos a la misma paradoja que se
observa en su referente real, Ciudad Juárez: son las orillas las que domi-
nan su centro (González Rodríguez, 2002). Lo que queda fuera, lo que se
margina o se oculta se enseñorea del imaginario urbano, contaminándolo
y resemantizándolo.

Santa Teresa, botón de muestra de la fealdad industrial, debe ser en-
tendida como una manifestación terrenal del infierno o del purgatorio; el
punto de fuga donde la libertad y el tedio terminan de desatarse y el mal se
vuelve intersticial, inaprehensible, parte integral de la vida (pos) moderna.
Tal como dice uno de los personajes de Los detectives salvajes respecto a
las aldeas africanas asoladas por la guerra: “una copia fiel del fin del mun-
do, de la locura de los hombres, del mal que anida en todos los corazones”
(1998:532). Resulta llamativo que en el estado de Sonora encontremos al
menos cuatro localidades con el nombre de Santa Teresa: una al suroeste
de la ciudad de Hermosillo; otra al este, en las Sierras El Maviro; una ter-
cera al noroeste de Ciudad Obregón, y otra al suroeste de Nogales, cerca
de la localidad de Magdalena de Kino. Por su cercanía con la frontera
estadounidense, esta última es la que más se acerca a la Santa Teresa de
2666; sin olvidar el carácter ficcional de ésta, el desierto de Sonora apare-
cería signado por el sino de esta ciudad desde los cuatro puntos cardinales,
como si de esta forma se indicara el epicentro del mal y el radio de su
influjo. Así, Santa Teresa puede ser considerada no sólo como un trasunto
de Ciudad Juárez; al ser metáfora física y moral del ‘basurero universal’,
es también una actualización de la Babilonia bíblica, aquella ciudad que
alberga todas las formas de corrupción y por lo tanto está destinada a des-
aparecer (Apocalipsis 17-18). Porque, como dice el investigador Kessler,
allí “todos, absolutamente todos son como los antiguos cristianos en el cir-

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co” (2004a:339), y lo mejor que podrían hacer es salir al desierto y cruzar
la frontera.

El desierto, que circunda Santa Teresa “como un puño de hierro”
(2004a:716), constriñe a sus habitantes en todos los sentidos posibles: sus
temperaturas los agobian; su soledad los aísla; su árido paisaje los entris-
tece; su rigor productivo los convierte en autómatas; su silencio los en-
loquece; sus espejismos, en fin, los confunden. Si en el Libro del Éxodo,
el desierto es la prueba que Israel debe atravesar hacia la liberación, aquí
parece ser un castigo por los pecados acumulados durante generaciones; un
estado de impotencia tanto humana como divina. Y es que en la narrativa
de Bolaño el desierto no es sino un espacio terminal, la tierra baldía que
metaforiza el destino de una región; es figura de la soledad y de la imposi-
bilidad latinoamericanas, “los espacios yermos de un continente sin salida”
(2004b:301); “el sitio adonde se va únicamente a morir o a dejar que el
tiempo pase, que viene a ser casi lo mismo” (2004b:254). En este sentido,
el desierto vuelve a ser aquí lo que era para las viejas religiones dualistas
maniqueas: “la morada del príncipe de los infiernos, el reino mismo de la
Nada o la emergencia sensible del abismo sin fondo y sin fundamento”
(Trías, 2006:35).

Santa Teresa, “un oasis de horror en medio de un desierto de aburri-
miento”, parece un espejismo que nos devuelve nuestra propia imagen, de-
formada “por la infame interpretación de la libertad y de nuestros deseos”
(2004b:339), como afirmaba Bolaño al comparar el infierno con Ciudad
Juárez. Un agujero negro que fagocita, sin llegar a sintetizar, las propias
contradicciones que la conforman: la opulencia de un sistema capitalista y
la pobreza extrema del Tercer Mundo; el pensamiento liberal y el machis-
mo recalcitrante; tecnología de punta y basura en las calles; las enormes
construcciones de concreto y la arena finísima del desierto. La localización
fronteriza no sólo remarca la transitoriedad como condición de vida y la
fragmentación de las identidades sino que, tal como plantea González Ro-
dríguez (2002), amenaza con convertir esta zona en un territorio inerme,
perdido para siempre entre algo y la nada.

Especie de “Comala posmoderna” (Cabrera, 2005:1999), “cemen-
terio urbano repleto de voces femeninas que no son más que huesos sinóni-
mos de lo invisible” (Fourez, 2006:36), el mapa de Santa Teresa es incapaz
de señalarnos el lugar desde donde emana el mal. Liberado de su contrario,

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aquél se banaliza, haciéndose inmanente e intersticial (Baudrillard, 1991,
1993): no está en ningún lugar, y a la vez los domina todos, como si fue-
ra un virus o una atmósfera. Por ello sus manifestaciones (el crimen, el
azar), dejan de ser una excepción reductible y controlable para convertirse
en la norma, para asentarse en la propia naturaleza humana. Entonces, y
en última instancia, si Santa Teresa es el antro de la perdición no es por
las drogas, ni por la corrupción, ni por la pornografía, ni siquiera por las
muertas: es por su impulso de normalizar la barbarie, de generar una falsa
transparencia. Es por esto que sus autoridades optan por la explicación del
asesino serial: la desviación de uno no pone en peligro la normalidad de
todos; es reductible, recuperable, readaptable. En cambio, al inscribirse
dentro de la ‘normalidad’ la patología deja de ser tal, y los crímenes se
vuelven síntoma no de una perversión individual y de carácter clínico, sino
de la adhesión a un sistema siniestro que por sí solo sintetiza el conjunto de
todas las perversiones posibles.

Paradójicamente, ese violento afán de blanquear nuestro lado os-
curo encuentra terreno fértil en el desierto. “El paso de cualquier persona
se cancela en aquella tierra suelta que repele la memoria”, resume Gonzá-
lez Rodríguez (2002:26), apelando tanto al hecho de que la arena emborro-
na las huellas como a la costumbre de los narcotraficantes de enterrar a sus
víctimas en sus propios ranchos. Junto a ello, la corrupción, la inoperancia
y la indolencia fomentan un negacionismo que resulta ser tan perverso
como el afán femicida, puesto que permite a quienes apelan a él perpetuar
la transgresión, convirtiéndola en un crimen perfecto, sin historia, ni hue-
lla, ni recuerdo, ni memoria (Roudinesco, 2009). La maquiladora es, en
este contexto, un símbolo de aquella voluntad de amnesia colectiva; un
gigantesco animal de fierro que se ‘traga’ los habitantes, su conciencia y
sus historias, tal como en la Metrópolis de Fritz Lang; tal como se lee en
este fragmento:

[…] la maquiladora EMSA, una de las más antiguas de San-
ta Teresa, (…) no estaba en ningún parque industrial sino en me-
dio de la colonia La Preciada, como una pirámide de color me-
lón, con su altar de los sacrificios oculto detrás de las chimeneas
y dos enormes puertas de hangar por donde entraban los obreros
y los camiones (2004a:564).

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En Santa Teresa, por último, van a morir no sólo las mujeres o
las esperanzas de un continente, sino también y sobre todo, el imaginario
narrativo del mismo Bolaño. Es en Santa Teresa, con 2666, donde acaba su
producción literaria, coincidiendo con su propio deceso. La inminencia de
su propio fin — y la conciencia que Bolaño tenía de ella — no pueden sino
traslucirse en su novela; el apocalipsis narrativo y colectivo que se delinea
en aquí coincide con el final de la vida del escritor. Así como el rastro de
Belano y Lima se pierde en los desiertos de Sonora, en él se detiene la evo-
lución del mundo posible creado por nuestro autor; se detiene y — pese a
sus riquísimas posibilidades de sentido — se clausura. El fin del manuscri-
to aquí no sólo es el final de una ficción, sino que significa — implicándolo
sin denotarlo jamás — un final que es real e individual: la muerte del autor.

Si el criminalista estadounidense Robert Ressler — modelo del
Kessler bolañiano — llamó la ‘dimensión desconocida’ a la zona fronteriza
de Ciudad Juárez (González Rodríguez, 2002), Santa Teresa bien podría
ser llamada una especie de ‘Triángulo de las Bermudas’, donde quien entra
jamás vuelve a salir. Ni las mujeres asesinadas, ni el autor, ni sus lectores,
quienes seguimos — y seguiremos, qué duda cabe — planeando por sobre
sus maquiladoras, sus basureros, sus calles sin asfaltar, en busca de una
clave interpretativa que guíe futuras re-lecturas. Porque hoy sabemos con
certeza, tal como los cuatro críticos intuyen respecto a Archimboldi, que ya
no habrán más libros de Bolaño (al menos no de factura contemporánea).

Tal como sucede en el libro del Apocalipsis, tenemos aquí que el fi-
nal de una biografía queda férreamente unido al término de la historia del
mundo y de su imaginario. La muerte física, acaso la forma más rotunda
y dramática del fin, siempre nos habla de una totalidad perdida, y 2666
refracta esa catástrofe con la ironía y la ambigüedad que pueblan toda la
obra de Bolaño, dando fe, por última vez, de que todo lo que empieza como
comedia acaba como un responso en el vacío.

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