Recibido: 06-09-2010. Aceptado: 13-11-2010. 65

Resumen
Memorias de España. 1937 de Elena Garro (1992) es un texto que está

atravesado por el conflicto del yo y la Historia. Efectivamente, construidas
estas memorias en una relación inestable entre un explícito entonces (1937)
y el ahora de la escritura (probablemente 1986 ó 1987), los desplazamientos
de sentido entre ambos momentos atraviesan la cultura del siglo en un es-
pacio disperso: las ciudades españolas en conflicto y ámbitos altamente po-
litizados y sofisticados de México, París y Nueva York enlazados por un
proceso autobiográfico de demorada publicación.

Palabras Clave: Heterodoxia, Elena Garro, memorias, subjetividad.

Summary
Memories from Spain. 1937, by Elena Garro (1992), is a text that is

traversed by the conflict of the self and the History. Effectively, these me-
mories were built within an instable relation between an explicit then (1937)
and the now of the writing (probably 1986 or 1987); the sense movements
between both moments traverse the culture of the century in a disperse space:
the Spanish cities that were in a highly politicized and sophisticated conflict
and spheres from Mexico, Paris and New York, connected by an autobio-
graphic process of delayed publication.

Key Words: Heterodoxy, Elena Garro, memories, subjectivity.

Heterodoxia, subjetividad y desencanto
en las Memorias de España de Elena Garro

Heterodoxy, subjectivity, and disenchantment in Memories from
Spain by Elena Garro

Celina Manzoni
Universidad de Buenos Aires, Argentina

e-mail: celina.manzoni@gmail.com

Heterodoxia, subjetividad y desencanto en las Memorias de España de Elena Garro / Celina Manzoni

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Revista Pucara, N.º 23 (45-64), 2011

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36Una lectura postergada hasta 1970 cuando, acusada por el Estado mexicano de
ser uno de los jefes de una conjura comunista, decide cumplir una ardua tarea para al-
canzar finalmente una revelación irónica: «También descubrí que los marxistas no han
leído a Marx ni a los marxistas» (Garro 10, 91).

que despliega el texto, arrastra de manera casi inevitable formas de autoa-
firmación. Una proclamada ignorancia se contrapone a un saber de los grie-
gos, los romanos, los franceses, los románticos alemanes y los clásicos
españoles aprendidos en la Facultad de Filosofía y Letras y en la casa; a un
saber de los modernos T. S. Eliot, André Gide, Joyce, Malraux, Mallarmé,
aprendidos con Salvador Novo, Xavier Villaurrutia y la revista Contempo-
ráneos
; un saber de Gerardo Diego, Federico García Lorca, Rafael Alberti
y María Teresa León al que accede, junto con la participación en manifesta-
ciones políticas, de la mano de uno u otro amigo. Los círculos del hogar, la
academia, la revista cultural y la política, van ampliando, desde lo íntimo a
lo público por definición un campo de saberes que aunque esté muy lejos
de la insignificancia no incluye todavía a Carlos Marx36.

De allí que la insistencia en construir la narración a partir del sintagma
“Yo no sabía” y una variante más recurrente y categórica, “Yo ignoraba”,
resulte desde el principio un evidente locus retórico asimilable en parte a la
“captatio benevolentiae”: «intento de seducción del auditorio al que inme-
diatamente se trata de captar con una prueba de complicidad» (Barthes 67).
Como la intensidad en el uso de esta figura retórica varía en virtud de la
mayor o menor identificación del discurso con la doxa, y este texto va a que-
brantar la arrogancia de más de un saber común, natural y evidente, los
modos de la seducción también varían.

En el cruce entre uno de los acontecimientos más relevantes de la pri-
mera mitad del siglo, no solo para la cultura hispanoamericana, y una auto-
biografía que la constituye en testigo privilegiado, el texto de Elena Garro,
como, por otra parte el Diario de Anaïs Nin –que en las Memorias se men-
ciona de manera fugaz aunque no innecesaria– se propone engañosamente
casi como una crónica social al estilo de las popularizadas en esos años por
revistas llamadas femeninas. El texto avanza en parte por el entramado de
anécdotas, chismes y nombres estelares; la familiaridad y el desparpajo insi-
núan el torbellino de una danza de hombres célebres y de mujeres bellas. Un
juego que vuelve especialmente sugerentes a estas memorias en un momento

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Lo escondido es el otro lado de una presencia.
Si intentamos describir el poder de la ausencia,

nos lleva al poder que ostentan, de manera
bastante desigual, algunos objetos reales: designan,

detrás de ellos, un espacio mágico; son el indicio
de algo que no son.

JEAN STAROBINSKI

La fotografía de la tapa muestra a una joven vestida a la moda de los
años cincuenta (aunque sobre esto puede haber discrepancia), de blanco, con
enaguas de puntilla y zapatos chatos. Los ojos entrecerrados miran hacia afuera
del cuadro. Ni el vestido ni la pose parecen coincidir demasiado con la estruc-
tura de madera sobre cuyo borde está sentada al aire libre. La puesta en rela-
ción de la foto con el título, Memorias de España. 1937 (Garro 1992), subraya
la extrañeza. Construidas estas memorias en una relación inestable entre un
explícito entonces (1937) y el ahora de la escritura (probablemente 1986 ó
1987), los desplazamientos de sentido entre ambos momentos atraviesan la
cultura del siglo en un espacio disperso: las ciudades españolas en conflicto y
ámbitos altamente politizados y sofisticados de México, París y Nueva York
enlazados por un proceso autobiográfico de demorada publicación.

Así, como en la lanzadera de una tejedora eficaz, el texto recupera,
unos cincuenta años después, los hilos sueltos de la niñez en Puebla, anterior
pero no tan lejana al momento de la experiencia de la guerra: un desvío del
tradicional viaje iniciático como experiencia del mundo de la juventud do-
rada latinoamericana. Una escritura en zig zag en la que tiempos, espacios
y personajes se cruzan en asociaciones inesperadas y a veces modélicas en
relación con los procesos psíquicos por los que se construyen el olvido y el
recuerdo estudiados por Freud (1973). Más allá de los vínculos entre la es-
critura del yo y la Historia o de las disputas del género, con esta lectura me
propongo apenas un acercamiento a un texto fascinante, entre otros motivos,
por su heterodoxia y el manifiesto desdén hacia las buenas maneras.

La dialéctica entre saber/no saber
La narración se abre con una negación: «Yo nunca había oído hablar

de Karl Marx» (Garro 1, 5) que, como muchas otras de las tajantes negativas

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Heterodoxia, subjetividad y desencanto en las Memorias de España de Elena Garro / Celina Manzoni

Heterodoxia, subjetividad y desencanto en las Memorias de España de Elena Garro / Celina Manzoni

de imágenes en torno al vestido que se vuelve altamente productivo. Esa
misma noche las otras mujeres, que bajan abrochándose las blusas negras,
la devuelven escandalizadas a su habitación donde Paz, sin perder la calma,
se ata las alpargatas. En otra escena, contigua y casi banal, completa el “sis-
tema de la moda” cuando aparece exigiéndole a Paz que use corbata. Inte-
resa por la nota de humor que introduce pero también porque parece
expresiva de una situación de desacomodamiento que entre otros pliegues,
pasa por el vestido:

‘¡Vístete como Dios manda! ¡Ponte corbata!’, le dije a Paz.
‘¿Corbata? ¿Corbata? ¡Tú vas a provocar que me fusilen!’, contestó
Paz. Era una opinión. Vicente Huidobro, Julien Benda, André
Chamson, Claude Avelin y hasta el mismo Ilya Ehrenburg usaban
corbata (Garro 3, 20).

El no lugar
Otra escena particularmente ridícula acentúa la figura de la incomodi-

dad. En medio de la multitud reunida en Valencia en ocasión de la inaugu-
ración del II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, se le acerca
un hombre “parecido a un duende gordo” quien le pide ayuda porque ha per-
dido su cigarro. Mientras ambos lo buscan por entre las patas de las mesas,
el duende, que resultó ser un músico chileno, le pregunta: «‘¿Oye, tú quién
eres?’ [...] ‘¡Nadie!’, dije» (Garro 2, 14). La imagen de descentramiento, la
sensación de estar fuera de lugar se acentúa porque entonces casi ya no tiene
nombre. Su respuesta recupera el miedo de Ulises, “Nadie”, en la cueva de
Polifemo, pero además su astucia.

La imagen de la cueva de alguna manera viene sugerida también por
el tratamiento de las zonas de sombra y de luz que funcionarían más como
metáforas que como elementos del mundo natural. Si la figuración por ex-
celencia de la luz es el sol, en el movimiento del texto los espacios luminosos
y abiertos se contraponen a los espacios oscuros y cerrados. Algunos perso-
najes como el poeta Luis Cernuda o la narradora parecerían hijos de la luz,
mientras que otros, los denominados “martillos categóricos”, los “fantas-
mones” o los “intermediarios de la cultura” pertenecerían al reino de las ti-
nieblas del cual, en un juego al que no es ajena la dialéctica entre saber y no
saber, participan en ocasiones “los intelectuales”.

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que, como el actual, busca en los periódicos pero también en el libro, la re-
cuperación de la crónica de lo menudo y lo cotidiano, en general, amable.

Y, sin embargo, el texto se resiste a la banalización por la intensidad
de los procedimientos de escritura que escenifica. En su modo de articular
pensamientos y sentimientos en torno a la relación entre saber/no saber, el
segundo término es atribuido a un “yo” que voluntariamente se separa del
saber atribuido a “los intelectuales”, a “los escritores”; de ese modo cons-
truye una estructura que entrelaza ambos elementos en una tensión tan in-
estable como la que rige el par entonces/ahora. Aunque el saber de entonces
se presente como privado, individual y heterodoxo, el de ahora ratifica las
amargas conclusiones a las que una intelligentsia desilusionada llegó algu-
nos años o muchos años después, según los casos.

Sin embargo, la tensión entre entonces y ahora sobre la que se articula el
eje saber y no saber, nunca es transparente; el tiempo tampoco trae sabiduría.
La primera experiencia de la guerra en Barcelona produce rechazo y pánico:

Es difícil olvidar la impresión terrible que me hizo esa ciudad.
Era como si una capa de plomo pesara sobre ella, plomo ardiente,
pues además hacía mucho calor. Las ramas de los árboles estaban
rotas y las calles casi desiertas. El ambiente era pesado, trágico, me
dio miedo, nunca había visitado una ciudad como esa [...] no había
tropas victoriosas, solo un silencio tristísimo (Garro 2, 13).

« [Octavio Paz] se indignó ante mi estupidez: ‘¡No sé por qué te traje!’,
dijo. Yo tampoco lo sabía, ni lo sé hasta el día de hoy» (Garro 2, 13).

Si el tópico de la modestia se construye en torno a la falta, la ausencia
de dominio sobre saberes prestigiosos o eventualmente oportunos, la exa-
gerada insistencia en las desventajas que supone su condición de inexperta,
caprichosa, estúpida, “inconsciente” y “pequeñoburguesa” –las dos últimas,
modalidades corrientes de la injuria entonces– se revierte en el desarrollo
del relato por la superación heroica de esas mismas debilidades. Es como si
el énfasis puesto en la dificultad acrecentara una heroicidad escondida a los
otros pero revelada por la escritura.

Numerosas anécdotas tematizan el miedo, pero una de ellas, la escena
del bombardeo nocturno en la que huye “descalza, con las trenzas sobre la
espalda y metida en un camisón de gasa lila muy escotado”, urde un sistema

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37Una mirada muy cercana a la de Pablo, el marido de la protagonista en «La culpa
es de los tlaxcaltecas» (Garro, 1964).

quías pero servirá para la crítica de actitudes que se despliegan en el esce-
nario español: pequeñas traiciones, odios, desprecios y prejuicios serán mi-
nuciosamente recordados en una operación que hace del chisme y del rumor
también un estilo de construcción.

Pero, además, el ojo con que los otros miran a los viajeros va señalando
diferencias; se reconstruye una mirada que se supone extrañada de las viejecitas
tejanas que, en el inicio del viaje, los observan pasar y se recupera una fabula-
ción sobre el grupo atribuida a Juan de la Cabada: «Juan de la Cabada distri-
buyó los papeles: Gamboa era el mánager [sic], Susana Steel, su compañera,
era la forzuda, Revueltas el gordo, Chávez Morado el payaso, Octavio Paz el
galán joven, Mancisidor el domador, Juan el trapecista y yo la caballista» (Garro
1, 8). Un modo de ver que imagina a estos viajeros como un circo en el que la
asignación de los papeles sin embargo, no es fija. La écuyère que, como en las
mejores fantasías, siempre será bella y joven, cumple su rol de niña mimada
bajo la mirada severa y la censura del padre-esposo37. Entonces Paz no sería a
cabalidad ni todo el tiempo el galán joven aunque Silvestre Revueltas sí será
el gordo sucesivamente odiado y entrañable. Entre la caballista y el trapecista
habría una complicidad y Mancisidor, «Manci», el jefe del grupo, quien supo
defenderla de los ataques de la ortodoxia (el mánager, la forzuda y el payaso)
será salvado de la burla y la ironía reservadas a otros personajes.

Aun cuando la narradora simularía estar plegándose al espacio que le
otorga la institución matrimonial y la mirada y la palabra de los otros, a
partir de la imagen de la écuyère conforma también el rol de independencia
y desparpajo que la confirma como constructora de las Memorias y en con-
secuencia como la que finalmente distribuye los roles. Como el niño de la
fábula, proclamará no sin malicia, la desnudez del rey. Una construcción
que corrobora finalmente el lugar retórico adoptado quizá tras los pasos de
Juana de Asbaje: una relación entre saber/no saber que se constituye en la
serie que liga los diversos niveles de la memoria.

Cuando ser comunista era dramático
Aunque quizá nunca haya dejado de serlo, la memoria de Elena

Garro opera sobre la dramaticidad de entonces casi sin respiro; su gesto en-
cierra algo más que capricho, malevolencia o eventualmente, venganza.

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A través de esas escenas parecería que el relato corrobora la imagen
de una figura fuera de foco, en el borde o en los bordes de un espacio de di-
fícil definición (España en 1937). El texto va corrigiendo esa imagen hasta
que la protagonista alcanza un descentramiento, un reacomodamiento que
se podría ir pautando en relación con las gradaciones de la luminosidad y
de las sombras que la narración en su andadura va ahuyentando. El viaje de
regreso es un momento fundamental en la edificación de la obra que alienta
toda autobiografía; la narradora no solo ha pasado a convertirse en la figura
indispensable sino que descubre el sol de Cuba, la alegría y una confianza
capaz de soportar lo insoportable:

–¡Octavio, los muelles son giratorios! –le dije asombrada.
–¡Idiota!, es el barco el que maniobra... (Garro 18, 154).

Y, ya en Veracruz, la recuperación de la imagen luminosa y su melan-
cólica puesta en valor en otro contexto: «¡Qué diferencia con los muelles
giratorios de La Habana!» (Garro 18, 158). La inflexión implícita sobre la
relación niño/adulto, se condensa apenas unas líneas después en la imagen
de la madre recibiendo a su hijo en la estación de México: «–¡Ya lo sabía!...
Ya lo sabía... que iban a llegar en tercera. ¡Cuántas tonterías hace este hijo
mío!... –suspiró Pepita, la madre de Octavio, que muy elegante, vestida de
negro y con sus dormilonas de diamantes, estaba guapísima y enojadísima...
» (Garro 18, 159). La combinación de la voz propia con la voz de los otros
mediante la inclusión de numerosos diálogos –deudora quizás de su voca-
ción por la dramaturgia–, le permite realizar la tensión entre lo individual y
lo social y recortar el espacio en el que se confirman la voz, las intuiciones
y la escritura.

El ojo que ve y el oído que oye
No solo reconstruye un coro en el que destaca la voz de la joven her-

mosa que fue, que habría sido o que le hubiera gustado haber sido, sino la
mirada de quien para no saber resulta que sabe bastante. Desde saberes dis-
persos diseña las diferencias no solo de edad sino culturales y de clase que
la distinguen en el grupo de intelectuales mexicanos que viaja al Congreso.
Si Octavio Paz, Carlos Pellicer y José Mancisidor fueron “invitados”, la con-
dición de “espontáneos” de otros, no será suficiente para establecer jerar-

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38La cita del título en francés y con seguridad la lectura en la lengua original del
polémico libro de Gide, Regreso de la U. R. S. S. de 1936, cuya traducción por la edi-
torial Sur en Buenos Aires ya había alcanzado el mismo año la duodécima edición, des-
miente una vez más la ficción de la ignorancia que parece constitutiva del relato.

presencia de asesores soviéticos en el frente republicano, el miedo a la cheka,
la política de desapariciones en España, las purgas en la Unión Soviética de
las que todos hablan «en voz baja y en clave» (Garro 2, 11), y un clima pa-
ranoico parece constitutivo del espacio que crean las Memorias. Es como si
no hubiera lugar para el heroísmo, la sensatez o la bondad excepto en las fi-
guras populares: los campesinos que les ofrecen protección y comida bajo
el bombardeo de los Junkers o los desconocidos milicianos como el que se
le acerca casi de puntillas en el frío de la noche y la cubre con su capote:
«Nunca olvidé ese gesto y ni siquiera recuerdo el nombre del muchacho»
(Garro 9, 77). En medio de la fiesta de nombres, el olvido connotaría la ju-
ventud pero, sobre todo, una generosidad genérica del pueblo español muy
superior a la de muchos de los individuos brillantes que constelan el relato.

En otra escena característica del clima opresivo en que se cruzan los
saberes, en Madrid una noche se reúnen los delegados en un sótano para dis-
cutir una propuesta de declaración contra André Gide atribuida a Mancisidor.
La defensa encendida de Gide por parte de Malraux y de Jef Last, las pala-
bras que musita José Bergamín y el silencio de la protagonista de las Me-
morias
, casi una espía («yo no dije a nadie lo que había oído»), culmina con
una afirmación de saber: «Recordé que Gide había escrito un famoso librito,
Retour de l’URSS, en el que criticaba al sistema soviético y entendí por qué
Mancisidor quería hacer una declaración en contra de él. Fue casi lo único
que entendí en el Congreso» (Garro 4, 23)38.

Las rivalidades son terribles
A través de la reconstrucción de detalles nimios y por senderos capri-

chosos que no siguen una lógica ni una cronología estrictas, aunque el re-
sultado final sea el de un orden y un sentido, en las Memorias podría llegar
a leerse, como una de las figuras escondidas en el envés, una historia atípica
de la literatura hispanoamericana lograda por el despliegue de rasgos bio-
gráficos que aunque no siempre resulten sorprendentes, destellan entre otros
motivos por la malicia del dibujo.

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Desde una perspectiva desencantada, pone en crisis tradiciones y devalúa
héroes, pero sobre todo se re-presenta animada por un espíritu de justicia y
de misericordia hacia los derrotados: las mujeres, los niños y los campesinos
del pueblo español que pasan hambre, los heridos sin esperanza, las ciudades
tristes bajo la metralla, los poetas pobres.

Proclama que una parte de su aprendizaje consiste en el descubrimiento
de que entre los comunistas también hay ricos y pobres, así como hay co-
munistas aburridos y comunistas divertidos aunque los intelectuales parecen
en general bastante aburridos sean o no comunistas: «Estos intelectuales ni
bailan ni duermen». También, y quizá en esto resida el carácter dramático
del relato, en España hay comunistas que persiguen a otros comunistas. El
episodio en el que Paz lee en un teatro de Barcelona su poema «¡No pasa-
rán!» dedicado a Juan Bosch, el camarada muerto en el ardiente amanecer
del mundo», «ante un Juan Bosch inexplicablemente resucitado y huyendo
de la persecución desatada contra el POUM, le contagia su congoja y la llena
de «una ira inexplicable» (Garro 4, 35), precisamente porque es inexplicada:
“Paz estaba muy angustiado, pero fue inútil que le preguntara por qué era
tan grave ser del POUM”.

La sombra del silencio o de las palabras dichas a medias, se cierne
sobre los intelectuales quienes parecen estar inmersos en misterios si no in-
sondables, peligrosos, que afectan a España y que permanentemente inducen
a la perplejidad acerca de la URSS, «ese país en el que se jugaba la suerte
del mundo» según creían, no sin razón (todo hay que decirlo), Paz y muchos
con él (Garro 15, 126).

Los intelectuales eran tan misteriosos que me habían hun-
dido en la confusión. No eran claros como Cervantes o como Pepe
Bergamín que hacía frases brillantes, o Cernuda que permanecía
plácido en la playa, o Miguel Hernández que hablaba de Josefina.
Los demás eran personajes raros y hablaban un idioma inconexo y
siempre tenían un secreto que guardar. Los mexicanos teníamos una
gran desventaja: Trotski vivía en México y eso los ponía pensativos
y desconfiados (Garro 7, 57).

El ambiente conspirativo en medio de la guerra, las acusaciones de es-
pionaje a los periodistas enviados a investigar la muerte de Andrés Nin, la

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Heterodoxia, subjetividad y desencanto en las Memorias de España de Elena Garro / Celina Manzoni

Es como si la sociabilidad en París desatara una máquina de narrar
mucho más movida y en la que el espacio del chisme, de las anécdotas más
o menos ligeras se abre también a una maledicencia que nunca es gratuita;
podría decirse más bien que se constituye en sistema. De ese modo, mientras
Marinello y Mancisidor pueden estar tristes porque no los han nombrado
“presidentes de algo”, Guillén estará siempre contento y cuando Ballagas
se burla de “Balada de los dos abuelos” y se pregunta “cuál fue la abuela
blanca de Guillén”, Pellicer le responde con dureza: “Me parece, compañero,
que hoy se ha puesto demasiado talco en la cara [...]”. Un duelo verbal en el
que la cita desviada de “abuela” a “abuelo” en el poema de Nicolás Guillén,
se proyecta en el contexto más allá de un mero error de atribución mascu-
lino/femenino: «Emilio Ballagas enrojeció y se hizo un silencio embarazoso.
En efecto, Ballagas pertenecía a los cubanos bien vestidos, peinados con es-
mero y perfumados. En ese tiempo los cubanos eran conocidos por su afecto
a la coquetería masculina [...]» (Garro 17, 147). Es a todas luces un párrafo
equívoco no por el lado de la rivalidad estética entre los dos poetas cubanos,
sino por una doble imputación implícita en la reacción de Pellicer: al ra-
cismo, por un lado y, probablemente, por otro, a la escondida homosexuali-
dad de Ballagas. Si bien la narradora, tan locuaz otras veces, se silencia, la
inclusión de la escena está mostrando que el tratamiento del sexo transita
zonas de ambigüedad.

Una palabra indecente
Las menciones a la sexualidad son escasas: un chiste que juega en el

nivel del significante en torno al nombre de un ministro impulsor de la edu-
cación sexual en las escuelas de México, el relato de las fiestas de los surre-
alistas en la casa de Robert Desnos (decorada con “objetos horribles, que
‘ellos’ llamaban ‘eróticos’”) a la que llegan invitados por Carpentier y en la
que se exhiben actitudes vanguardistas, y una discusión reveladora por lo
menos de la confusión existente en relación con la homosexualidad; un “mis-
terio” que contabiliza entre las contradicciones que esos intelectuales se
plantean pero no logran resolver.

Cada uno de los episodios que narra culmina de maneras quizás ines-
peradas pero siempre represivas (los maestros mexicanos encargados de
brindar educación sexual son desorejados por los padres indignados de que
en la escuela se enseñen indecencias a sus hijas e hijos). En las fiestas donde

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Se ríe arteramente de muchos intelectuales que hoy son próceres de
la cultura continental –y que ya lo eran en el momento probable de escritura
de las Memorias–; llama a Juan Marinello, quizá con afecto, “Martinelo”,
recuerda a Carpentier “muy flaco y muy joven”, cuando ya no era ni lo uno
ni lo otro, viviendo en uno de los barrios más elegantes de París y a Pablo
Neruda con verdadera inquina: «Yo había leído Veinte poemas de amor y
una canción desesperada
y esa noche comprobé su parecido con los tangos
de Gardel... ¡Qué diferencia con Garcilaso! Juan Ramón escribió un artículo
en el que decía: ‘La poesía lugonesca y nerudona...’» (Garro 1,10). Tanta
aversión, además de fundarse en motivos estéticos, recupera un disgusto
sin atenuantes por supuestas actitudes abusivas de Neruda y, sobre todo,
por los chismes que inventa contra Huidobro y los intentos de discriminarlo
al punto que habría tratado de impedir que los otros delegados le hablaran
–otra forma de la injuria propia de la época–, mientras que Pellicer, por el
contrario, al tiempo que se proclama independiente y católico lo llama “el
Gran Huidobro”.

Un tema recurrente en las Memorias es la “manía” que Neruda le tenía
a César Vallejo. En opinión de Bergamín, “La Chirimoya” (apodo con el
que se refería a Neruda y que Garro paladea), habría actuado por pura envi-
dia: «‘¿No recuerdas que era muy envidioso? Y como los dos eran poetas
de América, pues no se lo perdonaba, sobre todo que Vallejo era mucho
mejor poeta que él, ¡’La Chirimoya’ no era tonta y lo sabía...!’ » (Garro 16,
139). Admira la estética de Vallejo y su bondad, lamenta la situación de pre-
cariedad en que viven el poeta y su mujer Georgette: «Los mayores conocían
a fondo el drama de Vallejo pero preferían el mutismo y hacerle el vacío».
Atribuye al poder de Neruda la capacidad de hundir a Vallejo en la desgracia:
«Su muerte me produjo una impresión extraña. Los comunistas tenían razón:
unos eran demasiado ricos y otros demasiado pobres, y esto se daba entre
los propios comunistas» (Garro 16, 140).

En ese cruce de estéticas y de políticas, es notable la ironía hacia la
URSS en el episodio en el que Alejo Carpentier guía a los viajeros en la Ex-
posición de París; lo muestra como un oficiante ante la estatuaria soviética
y la “maquinaria aburrida” pero, sobre todo, ante «un mapa de Rusia hecho
de jade, diamantes, esmeraldas, rubíes, perlas y oro. El mapa era una joya
deslumbradora. “Las joyas son para el pueblo”, me dijo Alejo. «’¡Ah, como
en la Iglesia!’, contesté» (Garro 2, 11).

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larga y su pañoleta bien colocada sobre la cabeza y, para mí, la
madre de los Machado quedó como la imagen de España, a la que
todos iban a fisgar, a comentar, para luego decir: «Yo la he visto...»
y después ¡nada! (Garro 13, 113-114).

Ambas escenas son expresivas de una de las fracturas a través de las
cuales se realiza el aprendizaje que narra el recorrido de las Memorias y re-
cuperan también una relación compleja con el vestido presente ya en las pri-
meras páginas (y, ¿por qué no? en la fotografía reproducida en la cubierta
del libro); tanto en la fiesta de los intelectuales disfrazados (Alberti de co-
chero, María Teresa con un traje de época), relatada sin énfasis e incluso
con melancolía, como en la imagen de los Machado que luego “murieron
caminando en la huida”, la ropa se carga de sentidos. La inconveniencia del
camisón lila en la escena del bombardeo en Barcelona se ha modificado
cuando finalmente parten de España; entonces se pone unos pantalones
“pues siempre los usé”, una tricota que le presta León Felipe y “una boina
española, como me la colocaba mi padre cuando íbamos a los títeres”. No
quiere contradecir la imagen errada de los últimos milicianos que la con-
funden con un muchacho porque, dice, es superior a todo un sentimiento
que comparte con León Felipe: «–Me duele España, chiquilla, me duele...»
También a mí me dolía» (Garro 14, 117).

En un texto completamente diferente, María Zambrano también re-
cuerda el antiguo palacio de Heredia Spínola, las reuniones de la Alianza de
Intelectuales Antifascistas que allí se realizaban y los cuidados brindados a
la magnífica Biblioteca. Un recuerdo recoleto que no recupera bailes de dis-
fraces sino la entrega febril a un arduo trabajo intelectual, uno de cuyos frutos
es El Mono Azul: «pequeña hoja volandera, donde íbamos imprimiendo nues-
tras emociones y nuestros pensamientos de las horas de congojas y esperan-
zas» (Zambrano 1998). Quizás no estuviera de más recordar que el «mono
azul» más allá de imprevisibles connotaciones surrealistas, es la ropa de tra-
bajo de los obreros y que en algún momento también se convirtió en moda.

Es posible, por otra parte, que la apelación a la imagen de María Zam-
brano funcione como ese modo de memoria oblicua que tiñe toda la trama
y que aquí podría leerse como una mirada sobre la propia vejez en la medida
que la relación entre entonces y ahora se dobla también sobre el cruce tópico
entre juventud y vejez. Entonces, María Zambrano en su primera aparición

77

«[s]e bailaba a media luz, [y] solo se hablaba de sexo, palabra indudable-
mente indecente» (Garro 16, 136), es donde registra por primera vez la pa-
labra «voyeur» y en la que se le explican minuciosamente las prácticas
clandestinas de «voyeurismo» que se cumplirían en los hoteles de París.
Responde con un gesto más que defensivo: apaga todas las luces de su ha-
bitación cuando se acuesta. La discusión sobre la homosexualidad entre los
intelectuales, es por lo demás característica del sistema de asociaciones que
despliega el texto y que en la ocasión anuda y potencia en torno a conceptos
más o menos abstractos: las contradicciones del capitalismo, las de los in-
telectuales, las del socialismo; un encadenamiento de problemas para los
que las respuestas resultan insuficientes y que, como consecuencia, anula
de manera autoritaria sus preguntas y sus objeciones.

«¿Callar? ¿Y qué significa la libertad de expresión?» Ese término
me gustaba, era como en mi casa, pero diferente...si estaba condenada
al silencio tenía derecho a exigir silencio y quedar libre del ruido de
sus palabras. ¡Eso no! Debía escuchar sus discusiones, que no eran
discusiones ya que todos estaban de acuerdo [...] (Garro 10, 89).

Una revancha melancólica
En la sociedad brillante de los intelectuales de París incorpora al

Guernica y sibilinamente subraya que el cuadro le fue encargado y pagado
a Picasso por don Luis Araquistáin embajador de la República en París; tam-
poco se priva del sacrilegio de opinar que ese verdadero icono de la izquierda
y de indudable carga simbólica, le «pareció hecho con recortes de periódi-
cos» (Garro 2, 11). Los mismos personajes que nunca son mostrados en las
sesiones públicas del Congreso, aparecen disfrazados con la ropa de los du-
ques de Heredia Spínola en el palacio expropiado para el funcionamiento
de la Casa de la Cultura en Madrid. Es como si el texto reafirmara su con-
vicción de que esos intelectuales no tienen relación ni con el pueblo español,
ni con los poetas pobres como César Vallejo o Miguel Hernández o como
Antonio Machado y su madre:

¡Dios mío!, los dos parecían muy pobres, muy abandonados,
muy fuera de lugar. [...] [Ella] [e]ra una pequeña figura goyesca,
con su falda acampanada hasta los tobillos, su blusa negra de manga

Revista Pucara, N.º 23 (65-82), 2011

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Heterodoxia, subjetividad y desencanto en las Memorias de España de Elena Garro / Celina Manzoni

- Julián Marías - José Bergamín -Victoria Ocampo -Adolfo Bioy Casares.
Aunque la lógica nuclear de la serie es la guerra de España, de pronto se
produce más que una ruptura, un punto de flexión: Bioy Casares ingresa
porque sí (o no tanto, si se recuerda el sonado romance entre ambos), pero
también por el lado de su parentesco con Victoria Ocampo y le sirve además
para expresar su molestia por una observación de María Zambrano que quizá
en su momento calló pero que ahora dice: «En el café de Pont Royal, en
París, cuando le presenté a Adolfo Bioy Casares, me enfadé con ella porque
no le gustó «‘Ese señorito literato’» (Garro 4, 24).

El escenario en el que se dispara el mecanismo asociativo puede coin-
cidir con espacios que el recuerdo privilegia por su luminosidad: el comedor
del hotel Victoria en el que también se escenifica el episodio con Malraux.
A veces no se trata tanto de un espacio físico como de escritura; el nombre
y la figura luminosa de María Zambrano parecen surgir del vacío tipográfico
que se crea después del diálogo sobre la exclusión de Gide en un sótano pe-
numbroso.

Los sentimientos de miedo, frustración, desacomodamiento, descon-
cierto o ira se constituyen como una estructura que alcanza gran complejidad
por su capacidad de enlazar sentimientos y saberes individuales y sociales
en perpetua tensión. La inestabilidad, las contradicciones y ambigüedades
en que se desenvuelve el relato del yo que quiere constituirse en escritura,
acechan a la crítica que participa de una incertidumbre semejante. En pala-
bras de Sylvia Molloy, «La incertidumbre de ser se convierte en incertidum-
bre de ser en (y para) la literatura» (12).

La escenificación del acto de escritura
La escenificación del acto de escritura, escribo que escribo, parece in-

herente a la retórica de la autobiografía, a una textualidad consciente del
ademán cultural que realiza; en algunos textos como los diarios de guerra,
la escena tematiza fuertemente el riesgo: se escribe en la incomodidad, el
barro, el ruido, los insectos, el peligro. Aunque las Memorias de Elena Garro
proponen otro gesto, no deja de ser sugerente que la escenificación de la es-
critura como acto se condense en el momento en que el grupo realiza el viaje
al frente. En las condiciones de riesgo de un terreno peligroso en un frente
móvil y cambiante casi por horas, por primera vez re-presenta la actividad
de escritura como propia:

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es una mujer moderna, elegante, sofisticada y amable, «Ahora nadie la re-
cuerda o solo hablan de sus gatos... » (Garro 4, 24; énfasis mío). Si la con-
dición de la escritura de memorias es el ocio y si son siempre, según Georges
Gusdorf (1991), una revancha sobre la historia, se podría decir que, en todo
caso, el desquite que se propone Elena Garro está atravesado por la melan-
colía; la suya sería una revancha melancólica.

La máquina de la memoria
Estas Memorias, como cualquier otro acto de escritura, modulan un

conjunto de estrategias textuales cuyo movimiento he tratado de seguir sin
encerrarlo en esquemas preconcebidos ni en fórmulas de aplicación en
parte por un criterio crítico pero también por la dificultad implícita en la
reflexión sobre un texto que pretende, en palabras de Sylvia Molloy, «re-
alizar lo imposible» (1996 11): narrar la historia de un yo que solo exis-
tiendo en el presente de su enunciación pretende recuperar el pasado. Las
estrategias habituales de escritura se violentan y el recuerdo apela a pro-
cedimientos que tienen algo o mucho de compensatorio: fantasías, asocia-
ciones y sentimientos.

Una de las ilusiones a la que recurre casi obsesivamente re-produce las
expresiones de admiración que despierta en hombres, mujeres y hasta niños
el reconocimiento de su peculiar belleza rubia: contabiliza (cuenta) gestos
tan extravagantes como el de André Malraux llamándola “Angelito” y po-
niéndole en la cabeza una peineta con tres pequeñas esferas azules, o el del
soldado ruso que le regala una muñeca, o el del batallón en el frente que la
designa su madrina mientras uno de sus jefes, el temible pintor mexicano
David Alfaro Siqueiros, le canta con intención “Tengo una muñeca vestida
de azul” (una canción en la que el significante muñeca se cruza con el sig-
nificante de color que es el de su vestido). El homenaje estaría operando así
como compensación de una situación de desacomodamiento, entonces, y de
una pérdida, ahora.

Otro procedimiento es el de las asociaciones de sentido como, por
ejemplo, la lógica que rige el encadenamiento de los nombres propios, tan
importantes en la construcción de esta textualidad. La evocación de María
Zambrano: «Una señora vestida de negro, con el cabello cortado a ‘la gar-
çon’ y fumando una boquilla larga [...]», funciona como disparador de otras
evocaciones que constituyen una serie: María Zambrano - Ortega y Gasset

Revista Pucara, N.º 23 (65-82), 2011

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Heterodoxia, subjetividad y desencanto en las Memorias de España de Elena Garro / Celina Manzoni

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Williams, Raymond. Marxismo y literatura [1977]. Barcelona: Edicio-
nes Península, 1980.

81

Yo llevaba un cuaderno y le escribía recados a Juan [de la Ca-
bada] que él contestaba también por escrito. Así surgió «El romance
del queso de bola que rueda por la Mancha». Yo hacía un verso y
Juan el otro y nos partíamos de risa [...] Adelante, Octavio y Pla y
Beltrán preguntaban de cuando en cuando: «¿De qué se ríen?», y
escondíamos el cuaderno, mientras el inocente Silvestre continuaba
roncando (Garro 8, 62-63).

En una escena relativamente tardía en el recuento que son las Memo-
rias, por primera vez se asigna un lugar en el espacio de la creación que pa-
recía reservado a una zona exclusivamente masculina (el poema de Paz, “No
pasarán”, el cuento de Juan de la Cabada y la música de Silvestre Revueltas).
Ahora participa de la escritura en un cuaderno que le pertenece y que “lleva”,
un verbo que puede leerse en el doble sentido de portar consigo (casi even-
tual) y también en el de seguir algo (la permanencia), y que como toda ac-
tividad verdaderamente seria se presenta como un juego y que también como
todo juego que merezca la pena, es secreto, inquietante y pasible de censura:
«Con los saltos del auto, la escritura era más bien «endemoniada» y luego,
«los versos se volvieron violentos»» (Garro 8, 63 y 64). La figura de la cen-
sura ya había sido ejercida por Paz sobre sus cartas, pero aquí, en el mo-
mento en que más se exhibe, en el interior de un género que hace de la
exposición pública un arte, es cuando más se esconde. Así como la autocen-
sura se ejerce sobre zonas del texto que rozan la sexualidad, aquí el silencio
opera sobre lo más entrañable que no se confiesa, la escritura como una ac-
tividad deseada pero además deseante. Se escribe un romance, un romance
secreto entre Juan de la Cabada y ella (el trapecista y la caballista); es casi
la culminación, al promediar el texto de las Memorias, de la apropiación de
saberes conscientemente heterodoxos y subjetivos: elecciones personales,
estéticas y políticas muy a contrapelo de la pretendida ortodoxia y objetivi-
dad de los lenguajes cifrados.

Buenos Aires
1 de octubre de 2010

Revista Pucara, N.º 23 (65-82), 2011

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Resumen
La novela El amor es una droga dura de Cristina Peri Rossi, y otras

de la misma autora, tratan la problemática de la identidad de género con
maestría. En las siguientes páginas revisaremos esta novela a la luz de los
postulados que Judith Butler hace en su ensayo El género en disputa. El fe-
minismo y la subversión de la identidad.

Javier y Nora, los protagonistas de esta historia, transitan incómodos
por las concepciones arraigadas en la cultura que se les atribuyen a hombres
y mujeres. Para Javier será el deseo lo que lo llevará a los límites de su con-
figuración como sujeto-hombre. Nora, el objeto de deseo de Javier, se mueve
con desparpajo impulsada por el arbitrio de sus desordenadas pasiones. A
medida que avanza el relato se introducen fisuras en ambos, fisuras que van
desdibujando los límites de su identidad.

Palabras Clave: Peri Rossi, Género, Performatividad, Butler.

Summary
The novel El amor es una droga dura by Cristina Rossi and others

from the same author, deals with problems of gender identity with mastery.
In the following pages we are going to check this novel on the basis of the
postulates that Judith Butler does on her essay El género en disputa. The fe-
minism and the subvercitivity of the identity.

Javier and Nora, the protagonists of this story transit uncomfortably
through the rooted conceptions in the culture which is attributed to men
and women. To Javier, it will be the desire which will lead him to the limits

La subversión de la identidad en El amor es una droga dura de Cristina Peri Rossi / Cristina Álvarez

83Aceptado: 12-11-2010.Recibido: 9-08-2010.

Zambrano, María. “La Alianza de los Intelectuales Antifascistas”, Los
intelectuales en el drama de España y escritos de la guerra civil.
Madrid:
Editorial Trotta, 1998.

Revista Pucara, N.º 23 (65-82), 2011

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La subversión de la identidad en
El amor es una droga dura de Cristina Peri Rossi

Subversion of identity in Love is a tough drug by Cristina Peri Rossi

Cristina Álvarez
Universidad de Concepción, Chile
e-mail: elenaalvarez0@gmail.com