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Nudos blancos. Acerca de la relación mito-memoria
cultural en La ciudad ausente (1992) de Ricardo Piglia

“Nudos blancos”. On the relationship myth-cultural
memory in La ciudad ausente (1992)

by Ricardo Piglia

Pablo Molina Ahumada
Universidad Nacional de Córdoba (Argentina)

e-mail: pablomolinacba@hotmail.com

Resumen

A partir de una reflexión situada desde la Semiótica de la Cultura de Iuri Lotman
en diálogo con algunas reflexiones sobre la crítica del mito y su traducción
literaria, este trabajo busca explorar la potencia de la metáfora del “nudo blanco”
que propone la novela La ciudad ausente (1992) de Ricardo Piglia para pensar la
compleja relación entre mito y memoria de la cultura, indagando el modo en que
podría ser leído el diálogo entre mito y literatura y cómo esa relación da cuenta
de un mecanismo más abarcativo, que alude a la diámica misma de un sistema
cultural. Así, la hipótesis que maneja nuestro estudio es que determinados textos
culturales, al traducirse entre sí (el mito como sustrato literario y la literatura
como vehículo del mito) permiten dar cuenta de ese dinamismo a través de
metáforas que, lejos de constituir un mero ornato literario, permiten captar el
modo de funcionamiento de un sistema cultural.

Palabras clave: mito, literatura, memoria cultural, metáfora.

Abstract

From a reflection located in the Semiotics of Culture of Yuri Lotman and in
dialogue with some considerations on myth criticism and its literary translation,
this paper looks to explore the potency of the metaphor of “nudo blanco”
[white knot] proposed by the novel La ciudad ausente (1992) by Ricardo Piglia,

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in order to think about the complex relationship between myth and cultural
memory. Inquiring the way in which the dialogue between myth and literature
could be read, we explore how that relationship shows a more inclusive
mechanism, which refers to the dynamics itself of a cultural system. Thus, the
hypothesis in our study is that certain cultural texts translate each other (myth
as literary substrate and literature as a vehicle of myth), allowing to account for
this dynamism through metaphors that, far from being a mere literary ornament,
enable to capture the mode of functioning of a cultural system.

Keywords: mith, literature, cultural memory, metaphor.

Recibido: 11: 01: 2015 Aceptado: 26:02:2015

***

1. El mito como memoria invisibilizada

En Cultura y explosión, Lotman recurre a la metáfora cosmológica para captar
el dinamismo de la cultura en términos de un proceso en el que se anudan, a la
vez, directrices o ejes temporales y espaciales. Reproducimos la cita completa
porque allí se sintetizan puntos fundamentales sobre los cuales quisiésemos
apoyar nuestro argumento acerca del mito como relato-nudo o núcleo de
memoria en toda cultura, incluso en aquellas asumidas como no míticas o
antimíticas. Señala Lotman:

Uno de los fundamentos de la semiosfera es su heterogeneidad.
[…] Muchos sistemas chocan con otros y mutan de golpe su aspecto y su
órbita. El espacio semiótico se halla colmado de fragmentos de variadas
estructuras, los que, sin embargo, conservan establemente en sí la memoria
del entero, y, cayendo en espacios extraños, pueden, de improviso,
reconstituirse impetuosamente. […] Contemporáneamente, el espacio
semiótico constantemente expulsa estratos enteros de la cultura. Estos

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forman entonces una falda de sedimentos más allá de los confines de la
cultura que esperan su hora para irrumpir nuevamente en ella, a tal punto
olvidados ya en ese momento que pueden ser percibidos como nuevos
(Lotman 159-160).

De lo dicho se desprenden dos propiedades que acotan la definición de mito que
propondremos: por una parte, la intuición de encontrarnos frente a un texto de
alta densidad simbólica, lo que explica la “paradoja informacional” (Lotman,
1996) que lo caracteriza al ser un relato conocido que se presenta, sin embargo,
como cantera inagotable de significados e informatividad cultural. En esta
línea, resulta irrelevante tanto la idea de “mito original” como así también la de
“versión definitiva” porque nos enfrentamos más bien a un relato inmerso en
un sistema dinámico, proceso isomorfo a la propia movilidad de la cultura en
su conjunto. De hecho, más que un único relato, quizá convenga interpretar al
mito como una constelación de relatos, lo cual permite atisbar, a lo sumo, cierto
“estado mítico de la cultura” en función del mapa de relaciones simbólicas que
se establezcan y puedan ser cartografiadas en esa dinámica constante.

Pero la densidad de significados no radica solamente en esta constante interacción
sino también en la capacidad del relato mitológico de reconstruir capas enteras
de la memoria cultural a través de mecanismos que recortan su lugar como
pivote para descifrar y generar otros textos. Esta segunda propiedad, entonces,
nos lleva a afirmar la plena vigencia del mito como operador cultural en la
actualidad, a pesar del proceso plurisecular de desactivación epistemológica
y filosófica al que ha sido sometido como forma de conocimiento, según lo
analiza Gilbert Durand (1971). Es en este sentido que hablamos de un relato
invisibilizado, llamando la atención acerca de este proceso de desautorización
del mito en tanto forma de conocimiento y su confinamiento al lugar de lo
fantasioso y falso según la racionalidad impuesta.

Desde nuestra perspectiva, entendemos al mito como un sistema de relatos que
cartografía un mapa complejo de la cultura, en cuyo diseño es la propia memoria
la que aparece como un elemento en disputa, es decir, sometida a la tensión de
versiones contrapuestas que pugnan por imponerse como relato dominante (más
que la oposición memoria/olvido, la tensión memoria/memorias).

La otra cuestión a tener en cuenta tiene que ver con las posibilidades de
traducción del mito y el despliegue de las capas de memoria condensadas en él.

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La novela, el cine, el periodismo o el videojuego, por citar algunos ejemplos,
ponen en evidencia el carácter inexacto de esa tarea de traducción que recorta
zonas o “manchas de sentido” (Lotman y Mints, 1996) en torno a la palabra del
mito, irremediablemente ambigua y pregnante para nuestra conciencia actual no
mitológica. La consecuencia directa de esa trasposición “impertinente” del texto
mítico a los textos actuales de la cultura radica, por otra parte, en el desarrollo de
una reactivación selectiva de porciones de la memoria cultural condensada en
él, de acuerdo a las necesidades y particular sensibilidad imaginaria de la época
en que se actualice.

De allí que, por inexacta, toda traducción contemporánea del mito sea metafórica;
y por selectiva, podamos pensar también que todo proceso de memoria implica
un núcleo mítico o relato-nudo sobre el cual pivotea.

1.1. La memoria y el mito

François Hartog (1999) propone concebir al personaje mítico de Ulises como
un héroe-frontera, tanto en un sentido espacial (en tanto es el protagonista de
La Odisea el que establece mediante su viaje los límites de lo conocido en la
antigua Grecia) como en un sentido temporal, porque es el relato de ese viaje
el que delimita la frontera entre lo pasado desconocido y lo futuro conocido, a
partir del acto presente de viajar y conocer. Lo curioso es que incluso la talla
heroica de un héroe clásico como Ulises pueda ser pensada como un efecto del
modo en que las culturas construyen y relatan la memoria.

Es Paolo Montesperelli (2004) quien llama la atención acerca de este punto,
al afirmar que los protagonistas “fuertes”, “desmesuradamente grandes” y
sometidos a situaciones de “fuerte pathos” representan un recurso mnemotécnico
de las culturas orales para garantizar el recuerdo de los relatos durante mucho
tiempo. Con el desarrollo la cultura escrita, sin embargo, tales recursos se
vuelven innecesarios y «gradualmente desaparecen los héroes, se redimensionan
los grandes personajes, se ‘democratizan’ los protagonistas» (26). Esto vendría
a significar que a medida que se modifica la sensibilidad epocal frente al mito
heroico, varía el modo en que se construye la memoria en torno a él, y viceversa:
es decir, que a medida que cambia el modo en que la cultura rememora, el mito
heroico adopta un nuevo perfil.

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La recurrencia de héroes derrotados en la actualidad estaría dando cuenta, según
Savater (1992), de un vacío social en derredor de la figura y cometido del héroe
mítico tradicional, lo que podría reinterpretarse entonces como la expresión de
una conflictividad de la memoria cultural. Así, elementos míticos recurrentes
del mito heroico (como la necesidad de reintegración social, el desinterés o
la infalibilidad) son criticados por otras versiones míticas que elogian, más
bien, el individualismo, la soledad y la renuncia como acciones posibles y
hasta dignificadas. La memoria con mayúscula que enarbolaba aquel héroe
triunfalista del mito rector, convive conflictivamente con aprendizajes modestos
e individuales que arrostran sujetos apenas distinguibles del resto de la sociedad.
La novela contemporánea representa un campo fértil donde vislumbrar este
fenómeno.

Tomemos apenas un ejemplo de la narrativa argentina, La ciudad ausente
(1992) de Ricardo Piglia, para conjeturar que este cambio de escala no implica
la anulación de la mítica heroica ni mucho menos del proceso de memoria
implicado en ese derrotero, sino más bien un cambio de perspectiva que
mitologiza lo cotidiano y lo construye metafóricamente como relato-nudo que
enriquece la memoria cultural.

Podríamos reconocer aquí cierto efecto paradójico de “actualidad persistente”
que la crítica del mito ha definido en términos de palingenesia −múltiples
nacimientos−: traducciones contemporáneas del mito contribuyen a su
sostenimiento como núcleo de la memoria cultural, a la vez que generan la
sensación de hallarnos ante un relato perenne.

Desde una lectura mítica, la peripecia del protagonista en la novela de Piglia se
afilia a un esquema recurrente en el mito heroico tradicional: un personaje busca
un objeto y se interna en un laberinto que lo transforma. Lo novedoso radica
en convertir ese esquema en un relato que habla, a la vez, de la literatura y la
función del arte, de la dictadura aquí o en otro lugar, del complot como clave de
lectura de la historia y la literatura argentinas, junto con un larguísimo etcétera.
El argumento de la novela relata la peripecia de Junior, un periodista que se
propone indagar, en una Buenos Aires futura sumida bajo intensa represión,
el paradero de una misteriosa máquina cuyo desperfecto, según el Estado,
consiste en “filtrar datos de la realidad”. El sentido de realidad impuesto y la
memoria oficial estallan ante el meandro de narraciones que descubre el héroe,
fluencia que acaba fagocitando su propio derrotero como un relato más en el río

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inagotable de narraciones que la máquina produce sin cesar. La vigilancia en
esa ciudad futura que recuerda tanto a las de la última dictadura militar radica
en que lo dicho coincida palabra por palabra con lo decible y la memoria no se
escabulla más allá de los límites de lo memorable. Se trata de imponer un único
relato o mito de realidad.

Pero el derrotero del héroe sirve para iluminar un modo de funcionamiento
que subvierte ese relato, un hacer conspirativo (o de complot, para decirlo en
términos de Piglia, 2007) que arroja una visión más fidedigna del intrincado
funcionamiento de lo social en esa ciudad. Lo que no puede ser dicho en clave
literal o requiere ser traspuesto a otro lenguaje para ser comprendido, encuentra
en las metáforas artísticas un canal (o un cauce) de enunciación, como ser las
metáforas en cada uno de los relatos de la máquina que el héroe va recopilando, y
también las metáforas que la propia novela de Piglia, como totalidad de sentido,
propone (la máquina, la ciudad, la isla, el río, etc.).

La peripecia mítica del héroe, recurrentemente signada en el mito tradicional
por el encuentro con ayudantes y oponentes, descensos a los infiernos y acceso
al saber, se traduce aquí como una travesía de un héroe que lee: Junior lee los
relatos de la máquina, pero también aprende a leer lo que acontece desde la
óptica del conspirador; su lectura lo aproxima a la máquina, pero también él
mismo es atravesado por esos relatos que lee. La peripecia mítica del héroe
reconstruye capas antiquísimas de la memoria cultural, a la vez que sostiene y
potencia la imagen del héroe lector.1

Pero uno de los hallazgos más valiosos de esta novela de Piglia para pensar la
relación mito-memoria radica en la metáfora artística de los “nudos blancos”.
Se los describe en la obra como aquellas “zonas de condensación” o “mitos”
que definen la gramática de la experiencia, inscriptos en el cuerpo de los seres
vivientes (Piglia 75). De allí la importancia que reviste intervenir sobre ellos,
tanto para los agentes de la represión como para los agentes del complot, aunque
con fines disímiles.

1 Según apunta Piglia en El último lector (2005), los dos grandes mitos del lector
en la novela moderna son aquel del que lee en la isla desierta (Robinson Crusoe de Defoe) y
el que sobrevive en una sociedad donde ya no hay libros (1984 de Orwell, Farenheit 451 de
Bradbury o Un mundo feliz de Huxley).

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1.2. La ciudad ausente y sus metáforas

La novela narra la peripecia del periodista Miguel “Junior” Mac Kensey, en
su búsqueda por interpretar las “transmisiones defectuosas” y el paradero de
una misteriosa máquina que desperdiga relatos por toda la ciudad. La novela
se ambienta en una Buenos Aires del futuro, inscripta en un tiempo impreciso
que amalgama el clima represivo de la dictadura militar de 1976, alusiones a las
décadas del 80 y 90 en Argentina y referencias a un tiempo futuro que vacila
entre 2004, 2039 y el siglo XXIII.2

La máquina es la primera metáfora recurrente en la novela, objeto buscado que
se revela, conforme avanza la trama, como el motor profundo que anima todo el
mundo ficcional. Como apunta Manuel Villavicencio (2011), podría ser pensada,
a su vez, como metáfora del escritor contemporáneo pues «esa máquina insiste
en su función social bajo el miedo de ser invadida y subyugada por los relatos
estatales a los que opone la resistencia de la creación literaria» (109).

Tanto los personajes como los espacios son configurados a partir de su relación
con ese artefacto, invención de “Mac” (Macedonio Fernández personaje) para
eternizar a través de ese autómata a Elena, su esposa fallecida. La máquina
posee forma de mujer y, según se presume, quiere ser neutralizada por las
fuerzas del Estado porque, en su delirio narrativo, ha empezado a sugerir datos
que contradicen la versión oficial. Los contrarrelatos de la máquina “en mal
funcionamiento” se tornan subversivos porque “filtran datos de la realidad” y
buscan decir otra cosa inesperada o inadmitida: «No revelaba secretos porque a
lo mejor ni los conocía, pero daba señales de querer decir otra cosa distinta de la
que todos esperaban» (Piglia 90). Esta idea, desarrollada por Piglia en Teoría del
complot
(2007), aporta una primera línea de interpretación de la ciudad en esta
novela como arena de lucha, territorio de enfrentamiento entre fuerzas de control
y focos de desorden por medio de relatos que operan saturando imaginariamente
el “aparato óptico” impuesto –relato estatal o “ficción de Estado”3 - y poniendo

2 Esta ambigüedad temporal y la remisión al futuro son los indicadores que le per-
miten a Reati (2006) incluir a esta obra en un corpus de novelas de anticipación que imaginan
un futuro posible para la Argentina transformada por efecto del neoliberalismo y la globali-
zación. Reati destaca en su estudio la condición panóptica de la ciudad como rasgo distintivo
de esta visión futura de Buenos Aires.

3 Según la define Piglia en “Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco di-
ficultades)”, la “ficción de Estado” es «una forma cerrada para explicar una red social com-

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de manifiesto su carácter relativo y arbitrario. Podría pensarse incluso que a
través de este argumento la novela hace efectiva la confabulación que los
personajes de Museo de la novela de la Eterna (1967) de Macedonio Fernández
(autor) habían pergeñado para conquistar Buenos Aires.

En líneas generales, La ciudad ausente plantea una oposición entre espacios
claramente diferenciados. Por una parte, el mundo urbano a través de la metáfora
de la ciudad, donde se emplazan el Hotel Majestic “en Piedras y Avenida de
Mayo”, el Museo “en una zona apartada de la ciudad, cerca del parque y atrás
del Congreso” y la Clínica −en otra ciudad: “un instituto en La Plata” o en el
barrio de Belgrano−. Por otra parte, aquellas zonas periféricas que funcionan
como exterioridad del mundo urbano, a través de las metáforas del Pueblo (en el
partido de Bolívar, Provincia de Buenos Aires) y de la Isla, ubicada en el delta
del Tigre, cuya descripción mitificada aparece en uno de los relatos intercalados
(“La Isla”). La indagación del héroe se orienta centrífugamente desde ese
mundo urbano conocido hacia esos ámbitos alejados: el pueblo anegado por la
pampa y la isla incierta en el amplio delta, con un regreso del narrador, al final
de la novela, al Museo ya clausurado en la ciudad, donde la voz sin tiempo de
la máquina repite incesantemente argumentos de historias pasadas y por venir.
Las cuatro partes en las que se divide la novela marcan también las instancias
de este recorrido (“El encuentro”, “El Museo”, “Pájaros mecánicos” y “En la
orilla”), conforme el héroe avanza en su investigación y va desenmarañando
el nudo de relatos generados por la máquina. La contraposición entre ámbitos
se representa, fundamentalmente, a partir de metáforas que podríamos ubicar,
según nuestra clasificación, entre aquellas del hogar o adentro cultural (la
ciudad) y las del afuera o más allá (el pueblo y la Isla).

A su vez, podríamos remarcar el carácter complejo de esa zona de adentro que
se muestra en la novela como un territorio en el que se disputan los sentidos y
las funciones de los lugares. La ciudad aparece como un terreno de choque entre
fuerzas represivas que intentan hegemonizar la versión estatal, por una parte, y
relatos alternativos, por otra, que mediante infiltración imaginaria sugieren datos
negados en esa representación. Es a partir de esa disputa que cobra relevancia

pleja y contradictoria. Son soluciones compensatorias, historias con moraleja, narraciones
didácticas y también historias de terror» (Piglia, 2001b: 25). En contraposición, los “contra-
relatos” son el contra-rumor, pequeñas historias, ficciones anónimas, microrrelatos, testimo-
nios que se intercambian y circulan.

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toda una dimensión ausente de la ciudad, solapada conflictivamente con el
modelo regular al que aspira la imaginación hegemónica del Estado y cuyo
efecto fundamental es generar cierto margen de frontera o umbral. Así, podemos
enumerar una serie de lugares cuya ambigüedad proviene precisamente de su
inserción en esta zona de tensión, aunque queden afiliados a una u otra de las
fuerzas a las que aludíamos antes: el Hotel Majestic con la pista que aporta
Lucía Joyce sobre el paradero del sereno/gánster Fuyita; el Museo donde está
expuesta la Máquina; el bar de Retiro y el hotel en la calle Tres Sargentos donde
Junior se cita con Julia Gandini; el centro de documentación y reproducción
del Museo de la Novela en las galerías de la estación subterránea 9 de Julio,
regenteado por Ana Lidia; la Clínica del Dr. Arana en La Plata o Belgrano.

Como puede apreciarse, cada uno de esos lugares se asocia a un personaje
que abre una nueva dimensión en la investigación de Junior. Esa secuencia se
corresponde además con cierta estructura gradual de adquisición de experiencias
y construcción de conocimiento por parte del héroe, lo que justifica el hecho de
que las consideremos instancias sucesivas de umbral, orientadas centrífugamente
hacia el afuera o más allá, aunque esa trayectoria presuntamente de “conquista”
deba ser reevaluada al final de la novela como una de “repliegue” y de viaje
circular: Museo-Pueblo-Isla-Museo.

De hecho, lo que contribuye a la caracterización de esas instancias bajo la figura
metafórica de “umbrales” es la serie de relatos que Junior va topándose durante
su indagación, operando como pórticos sucesivos que señalizan el camino del
héroe. Esos relatos, nueve en total (uno en la sección “El Encuentro”, cinco en
“El Museo” y tres en “Pájaros mecánicos”, sin contar el largo monólogo de la
Máquina en la sección final “En la Orilla”), se intercalan en la propia aventura
del periodista como mensajes que los distintos informantes (ayudantes) le
entregan y que pasan a constituir la materia prima de su investigación: «Pasó
dos días metido en su cuarto.

Revisó otra vez toda la serie de relatos. Había un mensaje implícito que enlazaba
las historias, un mensaje que se repetía» (Piglia 103). Siete de esos relatos tienen
títulos específicos y uno está separado con espacio de interlineado, es decir que
los textos están visiblemente disociados del relato de la aventura de Junior.
Guardan con ella una doble orientación: explicar algunas de las intuiciones
del héroe y sugerir, a la vez, su próximo movimiento. Según el orden en que
aparecen, son: “La grabación” (2004: 33-40), “El gaucho invisible” (45-48),

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“Una mujer” (50-51), “Primer amor” (52-54), “La nena” (55-62), “Los nudos
blancos” (70-86), el relato referido por Junior de “Stephen Stevensen”, aquel
otro que narra la llegada de Russo al pueblo de Bolívar (114-120) y, por último,
“La Isla” (123-146).

Las tensiones en el plano argumental se complementan con el mapa de
personajes que sostienen la disputa ciudad –no ciudad (pueblo e isla) y, dentro
de esa zona urbana, relato estatal– contrarrelatos. En primer lugar, la figura
central del héroe, quien por su particular afinidad con los relatos de la máquina
encabeza el proceso de investigación. En su recorrido por la urbe podríamos
reconocer una serie de ayudantes definidos: su editor en el diario El Mundo,
Emilio Renzi; y Ana Lidia, encargada del Archivo del Museo de la Novela en
Buenos Aires; y otro grupo de ayudantes ocasionales que son los informantes
con los que va tomando contacto de manera concatenada: telefónicamente con
la mujer que lo confunde con otra persona (Julia Gandini); Lucía Joyce, la
bailarina venida a menos; Fuyita, el sereno-gánster japonés que cuida el Museo.
Fuera de la ciudad, Junior encuentra a Carola Lugo, cuidadora del Museo de
Bolívar, y al ingeniero Russo.

Frente a ellos, el personaje oponente es el Estado (y su metonimia, la Policía),
colectivo aludido continuamente a través del pronombre de tercera plural que
llega a concretizarse en la figura del Comisario que detiene a Julia e interroga
a Junior (2004). En la puja de esas zonas contrapuestas, el Estado aparece
como agente represivo que intenta imponer su versión como único sentido de
realidad: «La policía –dijo [el comisario]− está completamente alejada de las
fantasías, nosotros somos la realidad y obtenemos todo el tiempo confesiones y
revelaciones verdaderas. Solo estamos atentos a los hechos. Somos servidores
de la verdad» (2004: 101).

La máquina aparece en esta cartografía de personajes como un elemento
polivalente. Por una parte, es un autómata regulado por leyes mecánicas aunque
animado (a diferencia del pájaro mecánico en el Pueblo) por la memoria y
experiencia humanas de Elena Obieta. Por otra, posee una condición pasiva de
objeto buscado por el héroe, a la vez que una propiedad activa de motor narrativo
de la red de relatos por la que se desplaza el protagonista y los demás personajes.
La imagen más certera sea quizá la de axis mundi o fuente cósmica desde la
cual emanan relatos posibles para explicar la realidad. La lucha escenificada
en la novela se desarrolla, entonces, en torno al control de esas emanaciones y,

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por lo tanto, sobre la potestad para interpretar el sentido y la orientación de esa
fuerza motriz. Existe, sin embargo, un desplazamiento importante en la obra
que imposibilita asociar la fuerza motriz con el objeto-máquina en el Museo,
pues, como explica Russo a Junior, la verdadera estrategia del artefacto consiste
en explotar su capacidad expansiva y proliferante, antes que constituir un foco
de desobediencia centralizado: la máquina es imposible de desactivar porque
se desplaza continuamente por contagio a lo largo de toda la cadena dialógica,
haciendo vana la pregunta sobre un presunto enunciado original. La clausura del
Museo, al final de la novela, y la imagen del artefacto solitario y bajo vigilancia
(monitoreada acaso por científicos japoneses), contrasta con el largo monólogo
de la Máquina en el que vuelven a confluir algunos nudos argumentales de los
relatos intercalados. La virtud del artefacto aparece así mostrada en toda su
magnitud: su capacidad constante de generar puntos de fuga narrativos y lograr
reconectarlos en una trama común.

Para Renzi, las emisiones de la máquina son «historias como fuera del tiempo
que empiezan cada vez que uno quiere» (Piglia 12).4 Incluso el funcionamiento
general del artefacto se equipara al suceso de aquel profesor húngaro emigrado,
Lazlo Malamüd, experto en José Hernández, a quien Renzi le daba clases de
español con miras a superar un examen: «Siempre pensé que ese hombre que
trataba de expresarse en una lengua de la que solo conocía su mayor poema,
era una metáfora perfecta de la máquina de Macedonio. Contar con palabras
perdidas la historia de todos, narrar en una lengua extranjera» (17). En esta
tensión constitutiva de la máquina entre una extranjería que delata la filiación
del artefacto a la zona del afuera, y su propiedad omnicomprensiva, global,
que la afirma como instrumento del adentro, se dirime su papel fronterizo y
nómade entre zonas de la cultura. Esta ambigüedad funcional también afecta
su caracterización en la arquitectónica novelesca, pudiendo ser considerado
tanto personaje como objeto a ser recuperado y conocido por el héroe, es decir,
abriendo la doble posibilidad argumental de que el momento de llegada heroica
se resuelva en términos de un encuentro con la mujer/diosa, a la vez que en un
acceso a la revelación.

4 En este punto, Renzi equipara las emisiones de la máquina con las cintas de audio
que Perón enviaba desde su exilio en España, transmisiones demoradas cuya impresión de
distancia se acentuaba por el desgajamiento que mostraban con el presente de los aconteci-
mientos al momento de ser escuchadas. Hay sugerida quizá, detrás de esta comparación, una
evaluación acerca de la función política de las emisiones de la máquina que Renzi asocia a la
resistencia peronista, función confirmada luego por Russo.

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La imagen resultante es la de una auténtica encrucijada de relatos, intersección
conflictiva entre versiones disímiles que remiten a la imagen de constelación que
hemos sugerido para pensar el estado mítico de una cultura. En este sentido, la
novela de Piglia reproduce, en otra escala y a nivel argumental, un panorama de
ese estado mítico a partir de la oposición de sentidos de realidad representados
bajo la forma de relatos. Esta interpretación se justifica claramente al abordar
uno de los conceptos fundamentales de la obra que orienta su lectura en clave
mítica: la existencia de los “nudos blancos”.

2. Nudos blancos

La designación aparece como título de uno de los relatos que recopila Junior. Allí
se define a los “nudos blancos” como el núcleo primigenio de toda narración,
inscriptos en el cuerpo de los seres vivientes. La primera definición de “nudo
blanco” es enunciada por uno de los colaboradores científicos del régimen
represivo, vinculada al cometido autoritario del Estado de imponer su criterio
como mito rector de toda la sociedad:

Hay que actuar sobre la memoria –dijo Arana. Existen zonas de
condensación, nudos blancos, es posible desatarlos, abrirlos. Son como
mitos –dijo–, definen la gramática de la experiencia. Todo lo que los
lingüistas nos han enseñado sobre el lenguaje está también en el corazón
de la materia viviente. El código genético y el código verbal presentan
las mismas características. A eso lo llamamos los nudos blancos. Los
neurólogos de la Clínica pueden intentar la intervención, habrá que actuar
sobre el cerebro (Piglia 75).

La segunda definición proviene de los actores en contra del régimen que se
mueven subrepticiamente por los pasadizos de la ciudad:

En el sótano del Mercado, en un laboratorio alumbrado con una
lámpara roja, Grete Müller revelaba las fotos que había sacado esa noche
en el acuario. En el caparazón de las tortugas se dibujaban los signos de un
lenguaje perdido. Los nudos blancos habían sido, en el origen, marcas en
los huesos. El mapa de un lenguaje ciego común a todos los seres vivos.
[…] A partir de esos núcleos primitivos, se habían desarrollado a lo largo
de los siglos todas las lenguas del mundo. Grete quería llegar a la isla,

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porque con ese mapa iba a ser posible establecer un lenguaje común. En
el pasado todos habíamos entendido el sentido de todas las palabras, los
nudos blancos estaban grabados en el cuerpo como una memoria colectiva
(Piglia 85-86).

Más allá de los fines específicos de cada personaje (dotar de mayor eficiencia
a la maquinaria de tortura y confesión, en el caso de Arana; utópicos, en el
caso de Müller, que busca desarticular la maldición babélica que pesa sobre
la intercomprensión), los nudos blancos se asocian a una gramática remota y
profunda de la experiencia humana que regula el funcionamiento mismo de la
cultura, imagen que coincide punto por punto con aquella que hemos propuesto
del mito como constelación que regula las producciones culturales. Esta
equivalencia, que la novela plantea de manera explícita, reafirma la posición
central de la máquina como eje vertebrador de la trama a partir de su relación
con esta gramática mítica o de nudos blancos en la base de todos los relatos. De
hecho, la máquina aspira a participar activamente en ese entramado, infiltrar
imaginariamente la realidad por saturación:

Tienen todo controlado y han fundado el estado mental, dijo
Russo, que es una nueva etapa en la historia de las instituciones. El Estado
mental, la realidad imaginaria, todos pensamos como ellos piensan y nos
imaginamos lo que ellos quieren que imaginemos. […] después de años y
años de tortura sistemática, de campos de concentración destinados a hacer
trabajar a los arrepentidos en tareas de información, han triunfado en todos
lados y nadie se los va a infiltrar, solo es posible crear un nudo blanco y
empezar de nuevo (Piglia 155).

El mapa de cruce incesante de relatos se espeja así en los nudos blancos,
metáfora de una red sináptica de conexiones secretas que es preciso descifrar y
que confieren un sentido presente y un espesor histórico a todos los fenómenos
de la cultura. La distinción reconocible en la novela entre ciudad/no ciudad,
que especifica aquella oposición general entre afuera y adentro cultural, debe
ser reinterpretada entonces al calor de este entramado de nudos que delata la
existencia de una gramática de unidades discretas para representar la experiencia
humana. El modo particular en que los personajes se relacionan con esos mitos-
nudos blancos constituye el principio básico en la delimitación de los espacios
reconocidos en la novela. La interacción entre los dos lenguajes constitutivos
de la cultura según Lotman, la lengua natural y el espacio, aparece condensada

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metafóricamente aquí a través de esta conexión de nudos blancos con lugares
concretos dentro y fuera de la ciudad: cada espacio administra las claves de
interpretación de uno de esos elementos de la gramática profunda humana, a la
vez que cada nudo blanco necesita un espacio para materializarse y persistir. La
ciudad requiere de su no ciudad (y viceversa) para poder descifrarse mutuamente
y existir, porque a través de ellas se despliega toda una constelación mítica
movilizada por la máquina de Macedonio.

La existencia de esas zonas en conflicto delata la vitalidad misma de la cultura, su
dinámica de interacciones que aseguran la sinapsis entre textos y la persistencia
de una serie de elementos cristalizados que, concatenados narrativamente bajo
una forma dominante, pueden llegar a ser percibidos por una cultura como
unidades discretas de una gramática de la experiencia. En torno a esta tensión
de ciudades, la presente y la ausente (es decir, invisible, cifrada, anudada), se
desenvuelve la cartografía mítica que propone esta novela de Piglia.

Queda claro que para los primeros, “desanudar” y “abrir” los nudos blancos
traduce metafóricamente la tortura y demás metodologías de control reunidas
bajo una misma retórica médico-quirúrgica, tristemente célebre en la última
dictadura militar.

Para los agentes del complot, sin embargo, los nudos blancos representan la senda
hacia un lenguaje perdido, una lengua común a todos los seres vivos grabada en
el cuerpo de los seres como una memoria colectiva (Piglia 85-86). Es decir, son
relatos-nudo sobre los cuales se edifica un proceso de memoria contrario al de la
represión. “Desanudar” aquí implica recorrer los relatos e internarse en ellos en
busca de las claves remotas de desciframiento para reconstituir la memoria del
conjunto. Los nudos blancos representan la potencialidad memorística de una
cultura, su dimensión virtual o invisible que se delata como ausencia antes que
como inexistencia o vacío. La ciudad ausente, en este sentido, es el territorio
de narraciones proliferantes que descubre el héroe en el reverso mismo de la
represión.

A partir de la novela de Piglia podríamos pensar al “nudo blanco” como la
huella de una ausencia que remite a otro lugar o lo que vendría a ser lo mismo,
la existencia en todo proceso de memoria de un lugar metafórico que se expande
en el preciso momento en que es visitado. De esos nudos emergen los relatos de
la máquina en La ciudad ausente, del mismo modo que el mito funciona como

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Nudos blancos. Acerca de la relación mito-memoria cultural en La ciudad ausente...

relato-nudo para la memoria cultural: en el preciso momento en que creemos
haber rozado el mito, nos encontramos con un amplio espectro de sentidos, una
mancha imprecisa que difiere el sentido, lo expande, lo desplaza.

Pero además de metafórico, todo “nudo blanco” es mítico porque reproduce
sinópticamente la cartografía de la cultura en su conjunto y porque, según la
novela, se condensa allí la gramática de la experiencia humana. El mito también
es una zona de condensación de la experiencia humana que se expande, colisiona
o se desplaza en ese sistema cosmológico que imagina Lotman para describir
la dinámica (explosiva) de toda cultura. Traducir el mito implica, por lo tanto,
la dilatación de un nudo de memoria que, paradojalmente, se reinventa en el
momento en que es descifrado.

Lotman y Uspenski afirman que “comprender la mitología es recordarse”. Los
nudos blancos, aquellos que sustentan los relatos de la máquina en la novela
de Piglia nos demuestran que comprender la mitología también significa
reinventarse.

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