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Historia, política y ficción: algunos ejemplos de la
literatura latinoamericana contemporánea

History, politics and fiction: some examples from the
contemporary Latin American literature

Marcelo Casarin
Universidad Nacional de Córdoba (Argentina)

e-mail: mrcl.casarin@gmail.com

Diego Vigna
CONICET (Argentina)

e-mail: diegovigna@gmail.com

Resumen

Frente a la afirmación de Rosalba Campra de que las lecturas son tan epocales
como la escritura, donde cada circunstancia histórica hace que determinados
textos, contemporáneos o no, se lean como esclarecedores del momento en
que se los lee, presentamos este trabajo desde un interrogante central: ¿cuáles
son las relaciones entre historia, política y ficción que se lía en los textos? Hoy
sabemos que, más allá de toda ilusión o automatismo crítico al que refiere con
razón Campra, existe una textualidad o, mejor, unos corpora que nos hablan con
insistencia de los acontecimientos vinculados a las dictaduras que asolaron hasta
las últimas décadas del siglo XX lo que se conoce como el Cono Sur de América
latina. Tales producciones no solo se han materializado en novelas y cuentos, sino
también en poesía, cine, pintura, teatro, etc. En este sentido, las relaciones entre
los creadores de ficciones y sus épocas encuentran una justificación empírica
que, en distintos casos, nos permite vislumbrar una percepción o interpretación
de esos discursos que circulan en un tiempo y en un lugar determinados. El
artículo discute el valor de la categoría “novela histórica” y retoma la propuesta
de Linda Hutcheon, “metaficción historiográfica”, que permite dar cuenta de
la relación interdiscursiva historia / ficción. Se presentan tres novelas chilenas
(Lemebel, Bolaño y Tatiana Lobo Wiehoff) que re-visitan los acontecimientos
de la última dictadura chilena.

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Revista Pucara, N.º 26 (179-191), 2015

Palabras clave: Lectura y escritura. Textos de ficción. Dictaduras. Discursos
de época.

Abstract

In front of Rosalba Campra’s assertion saying that the readings are as epochal as
writing, where every historical circumstance makes certain texts, contemporary
or not, to be read as illuminating the moment in which they are read, we present
this work from a central question: what are the relationships between history,
politics and fiction that are bundled in the texts? Today we know that, beyond
all illusion or critic automatism rightly referred by Campra, there is a textuality
or some corpora that speaks to us with great insistence about events linked to
the dictatorships that ravaged until the last decades of the twentieth century
in the Southern Cone of Latin America. That productions have not only been
materialized in novels and stories, but also in poetry, cinema, painting, theater,
etc. In this sense, the relationship between the creators of fictions and their times
founds an empirical justification that, in different cases, allows us to glimpse an
interpretation of these discourses that circulates in a time and in a certain place.
The article discusses the value of the category “historical novel” and takes up
the proposal by Linda Hutcheon, “historiographic metafiction”, which allows
to realize the interdiscursive relationship between history/fiction. Three Chilean
novels (Lemebel, Bolaño and Tatiana Lobo Wiehoff) are presented to re-visit
the events of the last Chilean dictatorship.

Keywords: Reading and writing. Fiction texts. Dictatorships. Discourses of a
Period.

Recibido: 20: 12: 2014 Aceptado: 16:01:2015

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Historia, política y ficción: algunos ejemplos de la literatura latinoamericana contemporánea

Introducción

En 1989 Rosalba Campra escribió: «Las lecturas son tan epocales como la
escritura. Sabemos que cada circunstancia histórica hace que determinados textos,
contemporáneos o no, se lean como esclarecedores de ese preciso momento en
que se los lee. Un ejemplo: los años de terror vividos en Argentina en los 70-80,
han provocado una decodificación de todo texto escrito en esos años como una
referencia a la dictadura, la violencia y el terror. Si la denuncia no es literal se llega
a la conclusión que, para encontrarla, basta excavar la metáfora».

Hoy sabemos que, más allá de toda ilusión o automatismo crítico −al que
refiere con razón Campra−, existe una textualidad, un corpus o, mejor, unos
corpora que nos hablan con insistencia de los acontecimientos vinculados a las
dictaduras que asolaron hasta las últimas décadas del siglo XX lo que se conoce
como el Cono Sur de América latina.

En Argentina, Chile, Uruguay y Brasil, por ejemplo, se ha desarrollado toda una
narrativa que da cuenta de esos años. Y esto no solamente se ha materializado
en novelas y cuentos, sino también en poesía, cine, pintura, teatro, etc. En este
sentido, las relaciones entre los creadores de ficciones y sus épocas encuentran
una justificación empírica, que en distintos casos nos permite vislumbrar una
percepción o interpretación de esos discursos que circulan en un tiempo y en un
lugar determinados.

Esas percepciones son tan ricas y variadas que nos pueden sorprender. Un
ejemplo al respecto es el de Daniel Moyano en El trino del diablo (1974), donde
se puede ver una percepción anticipada de lo que ocurrió años después:

Triclinio se levantó, dio una patada al tarro de las monedas y
caminó hacia el este, tocando en medio de la calle. Desde distintos puntos
de la ciudad salían unos individuos aberrantes con picanas, revólveres,
máquinas de luz intensa, leznas, tirabuzones y otros objetos de tortura, y
lo siguieron marchando apesadumbrados. A medida que Triclinio recorría
calles seguían sumándose torturadores, vencidos o derretidos, con sus
instrumentos de tortura en las manos. Triclinio había recorrido unas diez
cuadras, pero la cola de torturadores llegaba hasta los puntos cardinales. La
gente se asomaba a los balcones, como en las invasiones inglesas, para ver
qué pasaba, y miraba esa larga procesión de ratas, como en la historia de

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Hamelin, detrás del maravilloso violinista. Lloraban arrepentidos tratando
de ocultar sus cuchillos, sus palabras y sus trinchetas, pero todo el mundo
los veía y no se olvidaba de ellos. La madres alentaban a Triclinio, que
estaba cansado porque con cada torturador que se sumaba le costaba más
esfuerzo sacar sonidos del instrumento, y le decían que tuviera valor y
siguiese, que así acabarían con el flagelo. Y los niños en edad de recibir
gases lacrimógenos y algún golpe de picana agitaban en lo alto banderitas
y pañuelos (112).

En este episodio de El trino del diablo, Triclinio, el Hamelin violinista, hace
sonar su instrumento y las ratas/torturadores no pueden resistir y deben seguirlo.
Los torturadores parecen ser centenares, la mano de obra ocupada del aparato
represivo del Estado. Al final se mencionan los “niños en edad de recibir gases
lacrimógenos y picana”. En la misma escena, aparecen las madres alentado a
Triclinio: las madres, que tuvieron el protagonismo que todos conocemos en la
lucha contra la dictadura del 76. Lo sorprendente del texto es que fue publicado
en 1974, precisamente en marzo de ese año. Y no se trata de forzar al texto a
decir lo que no dice: éste presenta episodios que no están disponibles como
dato empírico en la realidad político-histórica del momento de su escritura; y
es sorprendente el modo en que Moyano percibe “lo que está por ocurrir” o, en
otras palabras, como articula en su relato artístico, en el discurso poético, lo que
de alguna manera está en estado de discurso social.

A partir de este primer ejemplo, algunas preguntas. En primer término, ¿cuáles
son las relaciones entre historia, política y ficción que se lían en los textos?
¿Cuáles son las formas posibles de representar el horror de esos años? Y por
último: ¿es necesario que los escritores hablen de esto?

Historia, política y ficción

Es evidente que para un escritor ningún tema es necesario. En todo caso,
podemos decir parafraseando a Nicolás Rosa (1992) que, frente a la varia
riqueza del mundo, un escritor apenas puede aspirar a dejar unos pocos signos,
unos pocos glifos. Sin embargo, los escritores escriben en su época y se apropian
momentáneamente de una lengua que no les pertenece con exclusividad, para
decir algo de lo que ya ha sido dicho o para imaginar lo que se podría haber
pronunciado.

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El diálogo de los autores con su época o, mejor, el modo en que se imbrica en
sus textos el discurso social, han sido objeto de numerosas reflexiones de la
teoría y la crítica literaria. Genette (1991) definió la ficción como un “juego
desinteresado”, aludiendo a una supuesta irresponsabilidad de quienes se
deciden a entrar en la partida: pareciera que escritores y lectores aceptaran un
conjunto de reglas más o menos explícitas que orientan los movimientos de esa
“distracción irresponsable” hecha de dichos, de anécdotas y de figuras retóricas
y de una relación a veces muy opaca con la realidad.

Bajtín (1982: 12), en cambio, rechaza toda supuesta irresponsabilidad del
creador con respeto a sus criaturas, señalando que arte y vida deben convertirse
en algo unitario en relación a la responsabilidad. Por otra parte, se sabe que las
ficciones, además de proponer este juego que su propio estatuto define, postulan
un concepto de realidad, una visión del mundo.

Algunos autores de ficción han reflexionado sobre este asunto. En Crítica y
ficción, Piglia (1986) afirma que «Las relaciones de la literatura con la historia
y con la realidad son siempre elípticas y cifradas. La ficción construye enigmas
con los materiales ideológicos y políticos, los disfraza, los transforma, los pone
siempre en otro lugar» (12).

Por su parte, Heker, en “Acerca de El fin de la historia” (1999) señala: «He
buscado desdibujar los límites entre el documento y la ficción, he buscado que
el texto fuera, ante todo un hecho literario, con todo lo que esto implica de
sinuoso y de ambiguo. No sé con qué fragmento de la realidad cotejará cuales
fragmentos de este libro» (103). Saer, asimismo, postula en “El concepto de
ficción” (1997) que «[la ficción] no es una claudicación ante tal o cual ética de
la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria» (120).

Estas últimas reflexiones citadas son opiniones de autores de ficción que
también escriben desde otro registro, ensayístico por caso. Son estos textos no
ficcionales los que se erigen en vehículo de posiciones asumidas en torno a
una serie de tópicos, en tanto y en cuanto constituyen un repertorio de tomas
de palabra que confirman o desdicen lo que la prosa ficcional vela o revela a
partir de recursos retóricos que generan un campo diferente de enunciación y
de recepción. En definitiva, estos textos fortalecen o consolidan en cada uno
de los casos, para cada uno de los narradores en cuestión, la posibilidad de
poner en juego una función-autor (Foucault, 1984). Es decir, la asunción de

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una palabra destinada a ser oída, retomada y replicada en un espacio y en un
tiempo determinado.

Desde la perspectiva de Sartre, la función del escritor es eminentemente social e
histórica, y como tal es el horizonte de las expectativas que abre: «me convierto
en un hombre al que los demás consideran escritor, es decir, que debe satisfacer
cierta demanda y al que, de grado o por fuerza, se atribuye cierta función social»
(Sartre 97).

También la crítica ha dado cuenta de este estado de discurso social del que
hablamos previamente. Podemos mencionar textos como Alegoría de la
derrota: la ficción posdictatorial y el trabajo del duelo, de Idelber Avelar
(2000); Memoria colectiva y política de olvido. Argentina, Uruguay (1970-
1980)
, de Adriana Bergero y Fernando Reati (1997); o Genealogías culturales.
Argentina, Brasil y Uruguay en la novela contemporánea (1981-1991
), de
Florencia Garramuño (1997), solo por citar algunos de los que ya son referencia
obligada en la cuestión.

Estos estudios lo que hacen es cartografiar una porción significativa de la
producción narrativa de la época pos-dictatorial de la región. La actividad
creativa y la actividad crítica, vistas en perspectiva, conforman una textualidad
que permite inferir un discurso de época que se refiere a esos acontecimientos. Y
no se trata de una mera conjetura: se trata de una comprobación empírica de que
se está hablando de manera recurrente, de este tema, inclusive en esta primera
década del siglo XXI.

En Argentina, hay ejemplos de distintas épocas que se refieren a la Dictadura que
comenzó en marzo de 1976. Son textos que adoptan diferentes posiciones éticas
y políticas en relación a la historia relatada y también recurren a un repertorio
retórico y poético diverso, según ciertas contingencias de época si se quiere:
no es lo mismo escribir y publicar una novela durante la dictadura, que hacerlo
inmediatamente de depuesta, digamos promediando los años ochenta, o hacerlo
a mediados de los años noventa, o durante la primera década del siglo XXI.

Podríamos mencionar, en el panorama de la literatura argentina, Respiración
artificial (1980) de Piglia y El vuelo del tigre (1981) de Daniel Moyano; El
criador de palomas
(1984) de Mario Goloboff, En estado de memoria de
Tununa Mercado (1990), El fin de la historia (1996) de Liliana Heker; Detrás

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del vidrio de Sergio Schmucler (2000). Estos textos son representativos de
distintas épocas (durante y después de), se refieren a aspectos diversos de la
desoladora experiencia de la dictadura y, también, encarnan distintas elecciones
estéticas, éticas y políticas.

Evidentemente, la ficción aparece allí en los resquicios de la historia y, en todo
caso, los autores se erigen en oidores de un murmullo social: a veces, como
verdaderas voces interpretantes de lo que está en estado de discurso, más o menos
audible, más o menos legible, y esperan encontrarse con lectores que quieran
que les hablen de eso, que quieran hablar de eso. En otros casos, hay escritores
que son más sensibles a la voz monocorde del mercado y sus encarnaciones,
las editoriales, por ejemplo, y los lectores desaparecen o se vuelven una masa
informe que se llama demanda (y no precisamente en el sentido que Sartre le
daba en la cita anterior).

Un escritor siempre está atravesado por los dilemas propios de su tiempo: cómo
hablar del horror; cuáles son los acontecimientos que pueden recuperarse y
ponerse en ficción; en qué registro es legítimo hablar de estos asuntos.

La dictadura de Pinochet en tres novelas chilenas

Analizamos ahora unas pocas escenas que hablan de / sobre / con la dictadura.
Las escenas no son de escritores argentinos. Elegimos tres escritores chilenos,
cuyas novelas fueron escritas o, al menos, publicadas a partir del año 2000.
Nos referimos, por orden cronológico, a: Nocturno de Chile (2000) de Roberto
Bolaño; Tengo miedo torero (2002) de Pedro Lemebel, y El corazón del silencio
(2004) de Tatiana Lobo Wienhoff. Además de ser tres novelas de tres autores
chilenos, las tres se refieren a la última dictadura, la de Pinochet.

Nocturno de Chile es el monólogo de Sebastián Urrutia Lacroix, sacerdote,
poeta y crítico literario, miembro del Opus Dei, que en una noche repasa su
vida que ha transcurrido antes, durante y después de la dictadura. La narración
da cuenta de que el propio cura es elegido para darle clases de marxismo a la
Junta de Gobierno de entonces: «Aquella noche, la primera, hablamos de Marx
y Engels. De la infancia de Marx y Engels. Después comentamos el Manifiesto
del partido comunista y el Mensaje del comité central a la liga de los comunistas.
Como libro de lectura les dejé el Manifiesto y Los conceptos elementales del

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materialismo histórico de nuestra compatriota Marta Harnecker…» (108). A
las clases asisten el general Pinochet, El general Leigh, El almirante Merino y
el general Mendoza.

Luego se presenta la primera conversación del cura con Pinochet: «¿Y qué cree
usted que leía Allende? Moví levemente la cabeza y sonreí. Revistitas. Sólo leía
revistitas. Resúmenes de libros. Artículos que sus secuaces recortaban. Lo sé de
buena fuente créame» (115).

Más adelante Pinochet le dice que Alessandri, Frei y Allende nunca escribieron
nada: «Fingían ser hombres de la cultura, pero ninguno de los tres leía ni
escribía. No eran hombres de libros, a lo sumo hombres de prensa» […] «Y
entonces el general me dijo: ¿cuántos libros cree que he escrito yo? […] Tres,
dijo el general. Lo que pasa es que siempre he publicado en editoriales poco
conocidas» (116-117). Tengo miedo torero, por su parte, relata la historia de
una relación entre un militante de Frente Patriótico Manuel Rodríguez, en el
año 1986, en Santiago, con un personaje llamado la Loca del Frente. Es el año
del atentado a Pinochet y el relato envuelve ese acontecimiento. Esta novela,
además, dialoga en algunos pasajes con la de Bolaño. Por ejemplo, ingresa en la
intimidad de la vida de Pinochet y en el día del cumpleaños del dictador registra
el siguiente diálogo (o monólogo) con (de) su esposa:

Qué poco creativa es la gente para hacer regalos. Y esto recién
está empezando, porque a las once vienen los embajadores, después los
comandantes y sus señoras que les da por traerte libros. ¡Como si quisieran
educarte! Fíjate tú. Como si tú leyeras tanto esas colecciones de historia, de
literatura empastadas con lomo dorado. Que no te digo que sean ordinarios,
porque deben valer una fortuna y le dan un aire intelectual a la biblioteca,
además de hacer juego con los marcos color oro de los cuadros (112).

Más adelante:

Viste que no me equivoqué cuando te dije que no dejaras volver a
esa tropa de literatos marxistas. Tan diferentes oye a don Jorge Luis Borges,
un caballero, un gentleman que se emocionó tanto cuando lo condecoraste
con la Cruz al Mérito. Dicen que el pobre se perdió el premio Nobel porque
habló bien de ti. Mira tú qué desgraciados los suecos que se hicieron los
suecos con el pobre viejo (113).

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Y una escena del atentado:

En el asiento trasero, el Dictador temblaba como una hoja, no
podía hablar, no atinaba a pronunciar palabra, estático, sin moverse, sin
poder acomodarse en el asiento. Más bien no quería moverse, sentado en la
tibia plasta de mierda que lentamente corría por su pierna, dejando escapar
el hedor putrefacto del miedo (174).


En la tercera novela, El corazón del silencio de Tatiana Lobo Wienhoff, los
episodios se desarrollan en un pueblito del sur de Chile, lugar del reencuentro de
Yolanda y Aurelia, dos primas que hace tiempo no se ven. La primera, Yolanda,
se ha pasado los años de la dictadura en el exilio y trabaja para organismos
internacionales de derechos humanos. Aurelia, en cambio, nunca salió del pueblo
y vive en la nostalgia de la dictadura; por ejemplo, atesora y cuida un retrato
del general Pinochet que guarda como uno de sus bienes más preciados. Hay
una muerte en la familia, una desaparición: Yolanda ignora qué fue lo que pasó;
Aurelia lo sabe y lo oculta. Hacia el final del texto se relata un acontecimiento
que ancla temporalmente la historia:

[Aurelia] Abstraída en su pena dijo, / ─Pasó algo terrible / ─Qué
/ ─algo terrible, terrible, / ─bueno, pero dime / ─tomaron preso al General/
[…] ─no me digas / ─sí, estaba en un hospital de Londres, se sonó la
nariz con una servilleta almidonada, y un español dio la orden para que lo
asaltaran cuando estaba inconsciente por la anestesia, figúrate qué cobarde,
[…] Jamás me hubiera imaginado que la reina Isabel fuera comunista, tan
seria y tan gente que parece (212).

Esta pequeña muestra de episodios ilustra algunos de los tópicos que atraviesan
estas novelas: en el marco de la dictadura o de sus secuelas, queda en evidencia
que en la sociedad chilena hay un asunto controversial: se muestran en ellas la
complicidad de una parte de la Iglesia y de algunos intelectuales con la dictadura,
y se dejan oír voces nostálgicas que añoran el “orden” que supo establecer
Pinochet: aparecen episodios de inseguridad y personajes que reclaman mano
dura. En todo caso, la aparición de estas tres novelas indica que esto es algo de
lo que sí se habla en la narrativa chilena actual.

Pero cómo se articulan estos discursos de época en los textos de ficción. El
oxímoron “novela histórica” como denominación que pretende dar cuenta de

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una serie de productos narrativos de las últimas décadas ha generado una serie
de controversias que no son recientes: su génesis ya tiene varias décadas y ha
puesto en circulación una polémica entre teóricos, tanto de la historia como
de la literatura, que señalan, aún con divergencias, los puntos de contacto
entre el discurso literario y el discurso histórico. Recordemos un pasaje de un
conocido ensayo de Barthes (1987) en el que formula algunas de las preguntas
fundamentales de la cuestión:

...la narración de acontecimientos pasados, que en nuestra cultura,
desde los griegos, está sometida generalmente a la sanción de la ‘ciencia’
histórica, situada bajo la imperiosa garantía de la ‘realidad’, justificada por
principios de exposición ‘racional’, esa narración ¿difiere realmente, por
algún rasgo específico, por alguna indudable pertinencia de la narración
imaginaria, tal como la podemos encontrar en la epopeya, la novela, el
drama? Y si ese rasgo ─o esa pertinencia─ existe, ¿en qué punto del sistema
discursivo, en qué nivel de la enunciación hay que situarlo? (163-164).

Estas afirmaciones han generado diversas réplicas y numerosas críticas; no
obstante, han llamado la atención sobre dos hechos inocultables: por una
parte, el estatuto narrativo que comparten ambos discursos y, por otra parte, las
dificultades que entraña la delimitación de fronteras entre ambos discursos.
Michel de Certeau (1985) se opone a las palabras Barthes, señalando que el
corpus sobre el que este trabaja le impide advertir que el movimiento científico
actual (la historiografía) convierte al discurso científico en la exposición de las
condiciones de su producción, más que en la “narración de los acontecimientos
pasados”.

En esta perspectiva, Hayden White (1992a; 1992b), formula una “poética” del
relato histórico según sus modos de tramarlo, señalando cuatro formas canónicas
(romance, comedia, tragedia y sátira) que se corresponden con otros tantos
modos de argumentación (formista, mecanicista, organicista y contextualista)
y de implicación ideológica (anarquista, radical, conservador y liberal). White
apunta que el trabajo del historiador consiste en prefigurar como posible objeto
de conocimiento todo el conjunto de sucesos registrado en los documentos,
y que ese acto es poético en tanto precognositivo y precrítico, además dicho
acto es constitutivo “de la estructura que posteriormente será imaginada en el
modelo verbal ofrecido por el historiador como representación y explicación
de ‘lo que ocurrió realmente’ en el pasado.” Finalmente, White propone pensar

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las estrategias explicatorias bajo la forma de los cuatro tropos principales del
lenguaje poético: metáfora, metonimia, sinécdoque e ironía.

Estamos lejos de resolver aquí los términos de este oxímoron y sus consecuencias
epistemológicas; y menos aún las evidentes colusiones entre el discurso
ficcional y el discurso histórico. Sin embargo, consideramos necesario dejar de
lado la denominación “novela histórica” y, consecuentemente, proponer una
categorización más precisa que permita, al mismo tiempo que disponer de una
construcción teórica más adecuada, desarrollar un instrumental analítico más
riguroso y menos reduccionista.

Como propuesta superadora del gastado oxímoron “novela histórica”, Linda
Hutcheon (1988) postula la noción “metaficción historiográfica” para referirse
a novelas intensamente autoreflexivas que se apropian de acontecimientos y
personajes históricos, y que son típicas de nuestra contemporaneidad. La
metaficción historiográfica, dice Hutcheon, tiene como herramienta fundamental
a la parodia. Las metaficciones historiográficas utilizan la parodia no sólo para
recuperar la historia de entre las distorsiones de la “historia del olvido”, sino
también, y al mismo tiempo, para cuestionar la autoridad de cualquier acto
de escritura por medio de la localización de los discursos de la historia y de
la ficción dentro de una red intertextual en continua expansión que ridiculiza
cualquier noción de origen único.

Hutcheon aclara que tal vez el término interdiscursividad sea el más preciso para
las formas colectivas de discurso de las cuales la posmodernidad se alimenta
paródicamente: la literatura, las artes visuales, la historia, la biografía, la teoría,
la filosofía, el psicoanálisis, la sociología; y agrega que esa interdiscursividad
es una manifestación formal de un deseo de reducir la distancia entre el pasado
y el presente del lector, y también el deseo de reescribir el pasado dentro de un
nuevo contexto.

Conclusiones

Esta reescritura del pasado que, desde programas narrativos divergentes,
plantean las tres novelas chilenas que hemos convocado aquí, son muestra
cabal de que estos escritores no son claveles del aire y, en buena medida, de que
pueden ser lúcidos interpretantes del discurso social.

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Estas metaficciones historiográficas, tal como propone llamarlas Hutcheon,
retoman el discurso histórico y lo reescriben paródicamente. La parodia como
estrategia de reescritura aparece en estos textos con distintas gradaciones:
espectacular en Nocturno de Chile y apenas perceptible en El corazón del
silencio
.

En los resquicios de la historia, estas novelas sobrescriben los acontecimientos
del pasado reciente y ofrecen otra versión de los hechos: menos rudimentaria y
más compleja que la de una mera crónica, la escritura ficcional abre novedosos
horizontes a la lectura y revela el verdadero espesor de esos hechos.

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