La construcción del imaginario de la cantina en El Rincón de los Justos de Jorge Velasco Mackenzie

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La construcción del imaginario de la cantina en El
Rincón de los Justos
de Jorge Velasco Mackenzie

The construction of the tavern’s imaginary in El Rincón de
los Justos
by Jorge Velasco Mackenzie

A construção do imaginário da cantina em El Rincón de los
Justos
, do Jorge Velasco Mackenzie

María Patricia Valverde
Universidad de Cuenca

E-mail: mariapatriciavalverde@gmail.com

Resumen

Las ciudades se fundan y se constituyen por un conjunto de calles,
plazas y casas en la que se congregan diversos grupos humanos; y son
abordadas desde diferentes perspectivas. La literatura, por ejemplo, toma
los “restos” de la realidad para fabular una urbe que recuerda, detesta o
desea; donde lo único verdadero constituye el ejercicio de desciframiento
y sus relaciones con los personajes y sus historias. Este ensayo, que
es el resultado de un proyecto de investigación mayor, analiza la obra
El Rincón de los Justos (1983) de Jorge Velasco Mackenzie, desde
la construcción del imaginario de la cantina, para evidenciar de qué
manera este espacio, a través de la risa y el carnaval, se constituye en
un dispositivo de contrapoder que provoca el estallido de las jerarquías
y el orden social, para transformarse en una morada en la que habita la
diversidad y la libertad.

Palabras clave: Narrativa Ecuatoriana, ciudad, cantina, diversidad.

Revista Pucara, N.º 31 (43-71), 2020

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Abstract

Cities are founded and constituted by a group of streets, squares, and
houses in which diverse human groups congregate, and are approached
from different perspectives. Literature, for example, takes the “remains”
of reality to fable a city that remembers, detests, or desires; where the only
real thing is the deciphering exercise and its relationships with characters
and their stories. This essay, which is the result of a larger research project,
analyzes the work El Rincón de los Justos (1983) by Jorge Velasco
Mackenzie, from the construction of the tavern’s imaginary, to show in
which way this space, through laughter and carnival, becomes a device of
counter power that causes the explosion of hierarchies and social order,
to transform itself into a dwelling in which diversity and freedom dwells.

Keywords: Ecuadorian narrative, city, tavern, diversity.

Resumo

As cidades são fundadas e constituídas por um conjunto de ruas, praças e
casas onde se congregam diversos grupos humanos; e eles são abordados
de diferentes perspectivas. A literatura, por exemplo, leva os “resquícios”
da realidade para a fábula de uma cidade que ela lembra, detesta ou
deseja; onde a única coisa verdadeira é o exercício de decifração e sua
relação com os personagens e suas histórias. Este ensaio, resultado de um
projeto de pesquisa maior, analisa a obra El Rincón de los Justos (1983)
do Jorge Velasco Mackenzie, a partir da construção do imaginário da
cantina, para mostrar como esse espaço, por meio o riso e o carnaval, se
constituem em um dispositivo de contra poder que provoca a explosão
de hierarquias e da ordem social, para se tornar uma morada na qual
habitam a diversidade e a liberdade.

Palavras-chave: Narrativa equatoriana, cidade, cantina, diversidade.

Recibido: 20/11/2020 Aceptado: 30/12/2020

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1. Latinoamérica y Ecuador: de la ciudad ideal al caos metropolitano

A partir de la Conquista, las ciudades en América Latina se erigen bajo
un ideal de orden civilizador. La fundación española implementó un
sistema urbano homogéneo para cada pueblo conquistado utilizando
como modelo el “trazado clásico” o también denominado damero.
Como señaló Ángel Rama (1984), “las ciudades ideales surgen en la
inmensa extensión americana regidas por una ‘razón ordenadora’ que se
revela en un orden social jerárquico transpuesto a un orden distributivo
geométrico” (p. 19). En el centro convergen y se encuentran los poderes
político, económico y judicial; en oposición al margen o a la periferia
constituida en su mayoría por una población campesina-indígena. Esta
ciudad idealizada por el orden de sus espacios supuso, entre otras cosas,
el control por parte de la Corona y marcó el inicio de la concentración del
poder en determinados sectores de la urbe.

En el año 1880, las ciudades latinoamericanas comenzaron a experimentar
nuevos cambios, tanto en su estructura social como física. La importancia
que dio el mercado mundial a los países latinoamericanos como
proveedores de materias primas y productos manufacturados, generó
un incremento sustancial en el capital y la concentración del mismo en
pequeños grupos. Para José Luis Romero (1986), este hecho significó el
desarrollo sobre todo de las ciudades capitales y portuarias, en donde se
concentraron los grupos burgueses dominantes: banqueros, financistas,
exportadores, magnates de bolsa, quienes a partir de la construcción de
edificaciones modernas desearon reflejar la prosperidad que vivían sus
ciudades (p. 134). Las nuevas burguesías renovaron las formas de vida
y estructuras tradicionales imitando los modelos de las grandes ciudades
europeas.

A finales de los años cuarenta, en general, en América Latina se generó
un acelerado proceso urbanístico que respondía al desarrollo económico
de cada región. La estabilidad financiera proyectada por las grandes urbes
sedujo a la población empobrecida del campo que migró en grandes

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oleadas hacia “el centro”, para participar de este cambio. Estos grupos
se asentaron arbitrariamente en las ciudades provocando “una sociedad
desorganizada, inestable, pero sin duda creciente” (Romero, 1986, p.
124). La ciudad ideal amenazada por la inserción de grupos minoritarios
con su cultura, tradiciones y modos de vida se transforma en un espacio
diverso en constante tensión. En otras palabras, la oposición espacial
centro/periferia se desplaza, generando una nueva ciudad caracterizada
por una población multicultural y heterogénea.

Con la llegada de la Modernidad en el siglo XX, poco o nada quedó
de la ciudad ideal y ordenada. La ciencia, el progreso y la tecnología
dieron paso a un pensamiento optimista que sentó las bases de un
nuevo proyecto: la ciudad del futuro. Así surgieron las metrópolis y
megalópolis, grandes ciudades con edificaciones modernas y amplias
vías que mejoraron el comercio, la comunicación y provocaron un
acelerado ritmo de vida en sus habitantes. Sin embargo, el desarrollo
de la urbe no se dio de forma homogénea, lo que a su vez, ocasionó
la aparición de “puntos focales deconstruidos en barrios, suburbios y
en la variedad de poblaciones ‘espontáneas’ —villas miseria, favelas,
callampas, cantegriles— que forman los cinturones de pobreza o son
‘islas’ en el propio centro de la ciudad” (Aínsa, 2013, p. 27). La ciudad
futura, lejos de su ideal progresista, emergió en medio del desorden y
del caos; en donde el lujo y la pobreza conviven en constante tensión en
barrios cercanos diferenciados de forma drástica.

En el Ecuador, recién en los años sesenta las relaciones urbano-rurales
se adecuaron a los nuevos requerimientos del sistema capitalista.
Como afirma Diego Carrión (1987), “la estructuración espacial de la
producción comienza a modificarse e integrarse en estructuras espaciales
con influencia regional y nacional” (pp. 83-84). Es decir, las grandes
ciudades se convierten en los centros articuladores de las nuevas
formas de acumulación. De esta forma, surgieron los dos principales
focos económicos de la nación: Quito, como capital ecuatoriana (poder
político), y Guayaquil, como puerto principal del país (poder económico).

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En el caso de Quito, el auge económico no modificó la estructura
damérica que caracterizaba a la ciudad desde su fundación española. Esta
logró mantenerse intacta varios siglos después, como afirma Eduardo
Kingman (2006):

Este orden señorial, estamental y al mismo tiempo diverso
comenzó a modificarse en términos sociales y culturales, y en el caso
específico de Quito a finales del siglo xix y las primeras décadas
del xx, con las transformaciones liberales, el desarrollo de las vías
(particularmente el ferrocarril) y la dinamización del mercado (p. 41).

El deseo por conservar el patrimonio urbano no impidió que la ciudad
quiteña se desarrollara como otras grandes capitales latinoamericanas.
Los edificios, las grandes avenidas y los pasos a desnivel se desplegaron
hacia el norte para diferenciarse de las pequeñas comunidades rurales
fronterizas y como símbolo de crecimiento y progreso propios de la
ciudad moderna. El caso de Guayaquil fue distinto. El hecho que la ciudad
contara con uno de los puertos más importantes en el Pacífico significó
un ingreso económico superior del resto de ciudades, y en consecuencia,
un mayor crecimiento urbano. Las pequeñas burguesías se adueñaron
de los espacios cercanos al puerto y, por tanto, cercanos al centro de
la ciudad, para construir fábricas y establecimientos de comercio.
Las plazas de empleo generadas atrajeron a los sectores campesinos
y rurales del país. De esta forma, el proceso de modernización de la
urbe porteña, en palabras de Raúl Vallejo (1995), se vio tergiversado
por la tugurización de su centro urbano y la conformación de extensos
‘cordones de miseria’. Guayaquil se presenta como un “espacio en donde
insurgen las migraciones de los sectores empobrecidos del campo y de
otras provincias del país, con lo que la ciudad se convierte en un caldero
de ebullición de los sectores marginales” (p. 333).

En este contexto, surge la denominada Nueva narrativa ecuatoriana,
caracterizada no solo por recrear este período de transición, sino por
interiorizar la problemática que todo el proceso modernizador supuso.

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La denuncia social dio paso al testimonio de forma que personajes, sobre
todo marginales, desde su sensibilidad y experiencia complejizan la
injusticia social que vive el país. Además, esta corriente se caracterizó
por una evolución en los procesos narrativos y de configuración literaria:
la narración lineal es reemplazada por la multiplicidad de voces, por
estructuras fragmentadas con piezas inconexas, y temáticas con diversos
niveles de significación.

El guayaquileño Jorge Velasco Mackenzie figura entre el grupo de
escritores pertenecientes a esta corriente literaria. Su novela más
representativa, El Rincón de los Justos (1983)1, precisamente recrea
la realidad que vive un populoso sector de la urbe porteña en los años
setenta. El autor construye un barrio marginal, la Matavilela, como
representación de todos los barrios suburbanos de la ciudad de Guayaquil.
Sin embargo, no lo denuncia, lo celebra. El conflicto solo llega hasta el
final cuando los habitantes del barrio son expulsados hacia la periferia
(las pampas del Guasmo), mientras tanto, lo que interesa es el conjunto
de relatos, las voces de los personajes, la configuración de la ciudad y sus
espacios; aquellos recovecos donde fluyen las alteridades.

Este ensayo tiene como objetivos analizar, por un lado, las tensiones
históricas que devinieron en la configuración de los espacios urbanos de
la ciudad de Guayaquil en el siglo XX; y, por otro lado, de qué manera la
cantina, como un ámbito a través de la risa y el carnaval, se constituye en
un dispositivo de contrapoder que provoca el estallido de las jerarquías
y el orden social, para transformarse en una morada en la que habita la
diversidad y la libertad.

1. Las citas tomadas pertenecen Jorge Velasco Mackenzie, El Rincón
de los Justos
de la edición de Libresa, Quito, 2010.

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2. La ciudad: espacio de la diversidad, la risa y el carnaval

Tradicionalmente, el término ciudad se emplea para delimitar un espacio
(urbano/rural) dentro de un territorio; definición que para Néstor García
Canclini (1997) se limita a designar características superficiales, sin dar
cuenta de los procesos identitarios y de translocación que los cruces
entre uno y otro espacio suponen (p. 69). Pero, sobre todo, exime los
procesos históricos, políticos, económicos y culturales que caracterizan
las manifestaciones materiales y simbólicas de una sociedad. Para Gisela
Heffes (2013), las ciudades “no son solo fenómenos físicos, formas de
ocupar el espacio o tipos de aglomeración; son, además, espacios donde
los fenómenos de expresión entran en contacto con la racionalización,
con el objeto de sistematizar la vida social” (p. 23).

Entendemos por ciudad a “uno de esos ámbitos en los que puede
manifestarse, realizarse o imaginarse todo lo que es posible en el plano
de la sociedad” (Cucó, 2004, p. 84); o, en palabras de Manuel Vázquez
Montalbán, a la organización misma de la vida, pues la ciudad “es un
espacio socialmente construido que influye, transcurre y evoluciona con
la propia vida del individuo o de la colectividad” (Aínsa, 2013, p. 73).
En otras palabras, la ciudad constituye un conjunto de hechos, memorias,
lenguajes, deseos, imágenes que identifican a una sociedad en función
del espacio que habita.

Evidentemente, en la ciudad se despliegan diferentes espacios con
características particulares que no se limitan a un simple hecho físico.
Para Armando Silva (2006), la teoría de los imaginarios urbanos
comprende un análisis abstracto, es decir, un ejercicio ligado con “el
uso e interiorización de los espacios y sus respectivas vivencias por
parte de unos ciudadanos dentro de su intercomunicación social” (p. 24).
De forma que la urbe y su microcosmos son concebidos como lugares
del acontecimiento cultural y a la vez como escenarios de un efecto
imaginario.

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A partir de lo anterior, podemos analizar diferentes categorías que nos
permiten comprender cómo se configura la ciudad y sus espacios. El
territorio, por ejemplo, más que un sector delimitado por marcas físicas
comprende la apropiación simbólica del espacio a partir de las relaciones
que se establecen entre el lugar habitado y su conexión con el pasado.
De modo que, el territorio, según Silva (2006), se caracteriza por un
lado, como noción afectiva, debido a que el espacio habitado es resultado
del legado familiar; y por otro, como “hecho cultural, debido a que los
sujetos se llegan a identificar por las prácticas similares que realizan
dentro del mismo” (p. 54). Marcas inscritas en el mismo uso del espacio
que las legitima como patrimonio de un sector social, y como ejercicio
del lenguaje.

Ahora bien, decimos que un espacio se territorializa en la medida que
se marcan límites y no permiten la presencia del otro, del extranjero,
como lo sostiene el filósofo Zygmunt Bauman. El límite comprende una
manifestación tanto indicativa como cultural, pues “el uso social de un
espacio marca los bordes dentro de los cuales los usuarios ‘familiarizados’
se auto reconocen y por fuera de los cuales se ubica al extranjero o, en
otras palabras, el que no pertenece al territorio” (Silva, 2006, p. 59).
Esto es importante en la medida que nos permite reconocer dos grandes
tipos de espacios en lo urbano: El espacio público u oficial, diseñado
por instituciones y grupos privilegiados para uso de la colectividad;
y el privado o diferencial de dominio individual, que consiste en una
“marca territorial que se usa e inventa en la medida en que el ciudadano
la inscribe” (Silva, 2006, p. 347).

Además, el imaginario urbano requiere para su configuración de
experiencias que resulten de la práctica cotidiana como los ritos urbanos.
El rito, en tanto acto tradicional de un colectivo, constituye una pieza
clave para la construcción de lo simbólico en un espacio determinado.
Lo simbólico habría de entenderse como “lo atinente a una semiótica
de las pasiones en la cual las emociones y la sensibilidad hacen que los
ciudadanos nos expresemos con actos rituales” (Silva, 2006, p. 327).

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Es decir, el rito posibilita la conformación de espacios colectivos que
permiten una intercomunicación directa entre los ciudadanos que se
identifican en una misma práctica social.

En esta línea, Mijaíl Bajtín (1989), desde la teoría del cronotopo, señala
que existe una “intervinculación esencial de las relaciones temporales
y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura” (p. 269). Más
allá de la mímesis, comprende un ejercicio ligado a la creación de
otra realidad de orden estético. Para Olga Arán (2009), “el cronotopo
es un conjunto de procedimientos de representación de los fenómenos
temporales y espaciales que logran refractar de modo particular el tiempo
y espacio reales” (p. 125). En otras palabras, entendemos por cronotopo
a la realidad representada, al conjunto de imágenes ficcionalmente
construidas que resultan de la interpretación de un espacio concreto y
un tiempo específico. En el caso de la literatura, la construcción de lo
urbano afecta y guía el uso social, y modifica la concepción del espacio
en la realidad, a tal punto que en algunas ocasiones la función otorgada a
ciertos lugares en el ámbito real se ha determinado por la función que el
autor ha dispuesto en el ámbito ficcional. Es decir, la configuración del
imaginario urbano, más que una representación material, constituye la
expresión simbólica de quienes lo habitan.

La cantina constituye un espacio de interacción social y cultural, un
espacio de la diversidad, la fiesta, la risa y el carnaval. Mijail Bajtin
(1933), afirma que durante el carnaval se produce, momentáneamente,
un estallido de las jerarquías sociales, generando de esta manera, un
escenario de absoluta libertad e igualdad debido a que se suprimen las
diferencias y la norma establecida por la clase social dominante. Para
Raúl García (2013), el carnaval implica:

el entrecruzamiento festivo de voces y cuerpos hacia la
instalación transitoria de un mundo invertido, donde los/as marginados/
as acceden al trono por un día. Se trata de un proceso lúdico en virtud
del cual ocurre un determinado desmantelamiento, más o menos

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explícito de las jerarquías hegemónicas a través de la parodia y de la
risa (p. 122).

Es decir, la noción de carnaval se aplica a cualquier ámbito social en el
que se produzca una desterritorialización de los valores dominantes, y la
subversión de los grupos oprimidos. Además, está ligado a situaciones
festivas en donde la risa actúa como dispositivo de liberación del orden
hegemónico. Para Bajtin (1933), la risa carnavalesca es ambivalente:
“alegre y llena de alborozo, pero al mismo tiempo burlona y sarcástica”
(p. 12). Es decir, la risa es subversiva en la medida en que provoca
la degradación de las verdades absolutas impuestas por las clases
dominantes. Hegel (1948), menciona que lo cómico, y por extensión
la risa, hacen a “una persona libre dueña de lo que constituye el fondo
esencial de su pensamiento y de su actividad” (p. 178).

La presencia de estas categorías permite evidenciar la manifestación
de lo carnavalesco en la obra literaria. Es decir, la carnavalización de
la literatura comprende un ejercicio ligado a la creación de escenarios
festivos en los que se subvierte el orden hegemónico establecido.
Siguiendo con Bajtín (1933), la fiesta irrumpe provisionalmente en el
funcionamiento del sistema oficial, ocasionando un quiebre irreparable
en su organización estamental. Por un breve lapso, la vida sale de sus
carriles habituales y penetra en los dominios de la libertad utópica.
En este sentido, la cantina constituye un espacio por excelencia de
la carnavalización, en donde la fiesta y la risa derivadas de la bebida
generan un ambiente de absoluta libertad entre sus participantes.

3. Guayaquil en su cantina: De la Matavilela a “El Rincón de los
Justos”

El Rincón de los Justos se presenta como una novela colectivista:
es el conjunto de voces e historias de personajes marginales como
borrachos, prostitutas, mendigos, y cachineros. Velasco Mackenzie
hace de la cotidianidad de estos seres algo que contar. Entre partidos de

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fútbol, romances frustrados, muerte de ídolos, héroes de cómics…, se
configura una obra cuyo protagonista es el espacio. Todos los elementos
que conforman la novela se cohesionan en un mismo escenario, la
Matavilela, y sobre todo, en el corazón de este, la cantina, protagonista
“de ese otro orden que se enfrenta permanentemente a la convención
social de una ciudad que lo está agrediendo siempre, reconociéndolo de
manera vergonzante pero, al mismo tiempo, con unas enormes ganas de
expulsarlo de sí” (Vallejo, 1995, p. 333). Un espacio que concentra toda
la cultura de una ciudad, que aunque lo expulse, no logra deshacerse de
él.

La Matavilela es un barrio marginal que representa el imaginario
simbólico de todos los sectores suburbanos de Guayaquil. Para llegar a
este lugar, el autor mapea un recorrido por reconocidas calles de la urbe
porteña: “desde Machala a Quito y de Quito a Pedro Moncayo, siguiendo
por Pío Montúfar, Seis de Marzo hasta llegar a Santa Elena” (Velasco,
2010, p. 101); para situarnos en el centro de la ciudad, cerca de lo que
hoy es el Malecón Simón Bolívar. Este trazado dibuja un barrio de cinco
calles y cuatro cuadras estrechas; un territorio con sus propios límites
que irrumpe en el centro generando un verdadero mosaico en la ciudad.
Además de estas referencias espaciales, el narrador da cuenta de un
tiempo específico en el que se circunscriben los hechos de la obra. Por
citar un ejemplo, en el tercer capítulo, durante el recorrido que hacen
los jóvenes burgueses del clan de Paco por la ciudad, la emisora radial
anuncia la muerte del reconocido cantante Julio Jaramillo. No hablamos
de una mímesis, sino de un ejercicio ligado a la creación de otra realidad
de orden estético. Es decir, la representación de una representación.
En este caso, Velasco Mackenzie alude a la muerte del cantante para
evidenciar el fragmentarismo de la sociedad guayaquileña del siglo XX.
Es decir, no se trata solo de reconstruir contextos y actores del pasado,
sino de otorgarles nuevas significaciones. De esta forma, en función de
un mismo cronotopo podemos visualizar dos realidades diferente orden.
Por un lado, las esferas altas, representadas por el grupo de jóvenes
burgueses a quienes no les importa el hecho:

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Grandes titulares anunciaban: MURIÓ JULIO JARAMILLO.
Nos quedamos focos, animados por la sorpresa. ¿Murió?, preguntó el
Rulo […] de verdad ha sido, dije yo, y sentimos como toda la ciudad se
elevaba hacia las ondas radiales, buscaba números en los diales que de
pronto se habían olvidado de Janis Joplin, de Santana, Frank Zappa, la
onda atrás con nosotros que decidimos allí mismo no guardarle respeto
al muerto y celebrarla más bien en el Murciélago (pp. 135-136).

Y, por otro, los personajes marginales de la Matavilela, símbolo de
la cultura popular de la ciudad, que mitifican la figura de uno de sus
ídolos en una breve narración que aparece en la obra, a manera de
caja china, denominada “El Cuento de Erasmo”:

y yo de golpe recordé esa noche oscura cuando me hice el
juramento en una ciudad lejana y dije que si morías primero, sobre tu
cadáver iba a dejar caer estas palabras, que son todo menos tu falsía, el
telón que abro sobre tu verdad a la hora de tu muerte (pp. 177).

De igual manera, la configuración del cronotopo no trata nada más
de mostrar la realidad del espacio representado en tanto real, sino
que siendo el mismo espacio es otro por la materialidad histórica que
permea su representación, “es una realidad representada en su modo de
existencia singular y única, es un realismo de carácter superior” (Arán,
2009, p. 127). En este sentido, la representación de la ciudad y la muerte
de Julio Jaramillo recreados en la novela, más que referencias espaciales
y temporales, constituyen una cronotopía en tanto nos permiten visualizar
diferentes realidades que muchas veces son silenciadas por las estructuras
dominantes que niegan la otredad.

Ahora bien, en función del cronotopo de la ciudad guayaquileña de los
años setenta, el autor configura el imaginario urbano de Matavilela. A
partir de elementos simbólicos, sensoriales y discursivos:

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una mujer descalza se mueve: sujeta sostenes con
alfileres, calzones con hilos invisibles que los dejan suspendidos
en el aire . . . un grupo de muchachos paviolos sale en precipitada
carrera desde el puesto de revistas rumbo a la calle Santa Elena,
hay un intento de cierra puertas . . . una india que vende flores y
yerbas medicinales protege con su cuerpo el de su hijo (p. 97).

Como vemos, el imaginario urbano de este lugar constituye un conjunto
de diversas realidades, un rizoma de personajes, de hechos cotidianos y
lugares comunes que conforman un plano múltiple, y a la vez particular
frente ese macrocosmos que es Guayaquil. Ciudad, que para esos años,
trataba de constituirse únicamente como un plano moderno.

Matavilela, además, constituye un escenario de la colectividad, y como tal,
forma parte del espacio público dentro de la ciudad. Pese a que lo público
tiende a la autoconstrucción, según Armando Silva, en su conformación
participan grupos privilegiados o también llamados elitistas; para
quienes, la Matavilela figura como un lugar no deseado, un espacio que
debe desaparecer. En la obra se evidencia este proyecto invisibilizador
cuando el autor describe el barrio desde puntos focales elitistas. Por un
lado, desde la mirada de la autoridad de control: “alejados del lugar, los
agentes del orden veían en esas calles una zona privada, mundo aparte
y rojizo donde vivir era caer en el espacio de las vacilaciones” (p. 99).

Por otro, desde la mirada de la autoridad escolar: “las putas hacían
rebajas a sus clientes, estudiantes que buscaban emociones fuera del
Colegio Mercantil, ubicado a la vuelta de la cuadra . . . Es el martirio este
lugar inmundo, solía decir el rector en las reuniones con los padres de
familia” (p. 111). Y finalmente, desde la mirada de la autoridad religiosa
representada por las Damas de la Caridad, que una vez al mes visitaban
el barrio para recolectar de las alcancías con la imagen de la Martillo
Virgen el óbolo para su beatificación: “dinero caído del mal y llegado al
bien, le gustaba decir a la Presidenta de la orden” (p. 99).

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Cargada de atributos negativos, la Matavilela se visualiza desde fuera
como un lugar peligroso, sucio, lúgubre, donde el caos y el desorden
vuelven más pesada la bruma que lo cobija. Los grupos dominantes la
miran como un tumor que debe ser extirpado para evitar que el resto
de la ciudad se contamine. En consecuencia, los habitantes del barrio
finalmente son desalojados por órdenes municipales y reubicados en
las pampas del Guasmo. En esta expiación que reafirma la dinámica del
damero, un único espacio sobrevive: la cantina.

3.1. El imaginario de la cantina: brindar por la vida

Al interior de la Matavilela se encuentra la cantina “El Rincón de los
Justos”, lugar que convoca a los principales personajes del barrio, y
por tanto, constituye el escenario central de la obra. La cantina, cuyos
antecesores fueron las pulperías2 y las chicherías3 se define como un
establecimiento público de carácter popular caracterizado por expender en
su interior bebidas alcohólicas y alimentos. A diferencia de los elegantes
salones de bebidas, la cantina se construye dentro de una casa particular,
y por tanto, se considera un espacio fronterizo entre lo público y lo
privado. Luque-Romero y Cobos (2009), señalan que tradicionalmente
este espacio suele establecerse en inmuebles de dos plantas, en donde
la parte superior se destina a la vivienda, mientras que en la inferior se
ubicaban los distintos elementos que la componen (p. 356).

2. Para Drinot & Garofalo, las pulperías andinas fueron pequeñas vinerías
y fondas que vendía alcohol, pan, pescado frito y otros artículos ibéricos de primera
necesidad (109). Alberto Garufi, afirma que las pulperías eran establecimientos existentes
en las zonas rurales, donde se podía beber y practicar distintos juegos de azar (304).

3. Rosario Olivas, señala que el origen de las “tabernas de chicha” o chicherías
data de los primeros años de la época virreinal. Estos espacios se establecieron en todas
las ciudades, pueblos y caminos porque la chicha era la bebida que más consumían los
indios, mestizos y españoles de todos los niveles sociales (322). Por su parte Julio Ortega
describió la chichería como un espacio “antioficial, en él se conjugan indios, cholos
y mestizos: barrio ‘alegre’, lugar de intermediación étnica y social, espacio de activa
comunicación” (48-49).

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Velasco Mackenzie sigue este trazado para construir su imaginario. La
vivienda de Doña Encarnación Sepúlveda, propietaria de El Rincón de
los Justos, se divide en un altillo el cual es ocupado por esta y por su
protegida, la Martillo Morán, como vivienda; y la planta baja, en donde
se encuentra ubicada la cantina. Este aspecto residencial confiere a la
cantina una sensación de familiaridad, por tanto, este espacio dentro
del barrio se visualiza como una vivienda más que abre sus puertas a
los vecinos del sector. Para el escritor español Pepe Cobos (1963), la
cantina “por fortuna, todavía no ha sido contaminada por la arquitectura
funcional y afeada del cemento y el cristal” (p. 121). De esta forma, el
trazado de su construcción y los elementos simples de su decoración
generan un estado de confort en quienes lo habitan haciéndolos sentir
como en casa.

La palabra rincón (núcleo del sintagma nominal) define y califica la
cantina como un lugar pequeño y apartado, un espacio que se forma
en el encuentro de dos paredes o superficies. Para Gastón Bachelard
(2000), el rincón “es un refugio que nos asegura un primer valor del ser:
la inmovilidad” (p. 128). Es decir, en este espacio se detiene el tiempo
pues se aísla de la realidad del mundo exterior; es la negación misma del
universo. La cantina de Velasco Mackenzie se caracteriza como rincón
en tanto actúa como refugio en donde el sujeto se protege, se cubre, se
oculta. Es un lugar de evasión, de escape de la cotidianidad; una morada
que brinda protección y seguridad a quienes la habitan.

Al interior de la cantina encontramos algunos elementos que distinguen
este espacio de otros relacionados con el ámbito de la bebida. Ejemplo de
ello es la gramola, o popularmente conocida como rockola, que acompaña
las noches bohemias en el rincón entonando melancólicos pasillos y
boleros: “Patafuerte, sentándose y bebiendo el resto que ha quedado en
una botella. Escuchamos la song y nos barajamos […] Viiiiiirgeeeeeen de
medianocheeeee cuuuuuuubreeeeee tu desnudeeeeeez, Daniel Santos en
la rockola” (p. 150). La música rockolera constituye un símbolo urbano,
en tanto los seres que habitan la cantina se sienten identificados con ella.

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Junto a la rockola se encuentra una urna con la imagen de la beata
Narcisa de Jesús, con ella adentro, a Doña Encarnación, “le cambia la
suerte, tiene ganado el cielo y los billetes que los borrachos dejan entre
sus manos” (p. 114). Es costumbre en la urbe porteña e incluso en el
país, colocar imágenes religiosas en los locales comerciales como una
suerte de ritual para atraer prosperidad. En este caso, Velasco Mackenzie,
satiriza esta práctica colocando un santo en un lugar profano, hecho que
no es exento de la realidad. A más de la imagen, para atraer suerte Doña
Encarnación conserva un “hueso de muerto que mantiene hecho un atado
detrás de la rockola” (p. 93).

Este tipo de prácticas y rituales resultan comunes entre los habitantes de la
ciudad. De esta forma, el símbolo urbano, entendido como construcción
social, requiere de experiencias que resulten de una práctica cotidiana.
Es decir, el imaginario de la cantina no solo se configura a partir de
elementos materiales como los señalados, sino que parte fundamental
son las prácticas sociales que dentro del mismo se realizan: la veneración
de santos, las preferencias musicales y las creencias supersticiosas son
expresiones de toda una cultura con las que el autor particulariza su
escenario.

Complementan el espacio una barra, el mostrador, una pila de jabas
amontonadas, un wáter y las mesas, quemadas en el borde por los
cigarrillos, en donde los visitantes dejan escrito su paso por el lugar: “aquí
chupó miguelón, güevas para el que lee” (p. 91). Todo este conjunto de
elementos materiales y expresivos configuran un espacio especialmente
dedicado a la sociabilidad. Como señalan Luque-Romero y Cobos, “su
clave precisamente está en el código múltiple, no muy explicitado, que
permite a sus clientes ser acogidos e integrados en su ambiente” (p. 357);
en un período de tiempo de relación efímera y de negación de la realidad.
La cantina de Velasco Mackenzie busca visibilizar a los seres que habitan
estas moradas, a partir de la creación de un discurso alternativo, tenso y
diverso. Es el caso del Diablo Sordo, vendedor de cigarrillos y golosinas
en la esquina del cine Lux, y enamorado perdido de Narcisa Martillo,

La construcción del imaginario de la cantina en El Rincón de los Justos de Jorge Velasco Mackenzie

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salonera de la cantina. Nadie conoce su nombre, se lo llamó el Diablo
desde el día de la alianza con Fuvio Reyes, “cuando había prometido
servir de campana en los hurtos domésticos . . . y el apellido fue su mal de
oído o su ociosidad permanente que lo mantenía sentado en el banquito,
frente al charol” (p. 87).

Para este personaje, la cantina constituye un espacio utópico pues en él
puede dar rienda suelta a su amor por la salonera. De acuerdo con Aínsa,
el espacio utópico es un lugar de oposición o de resistencia frente al orden
real existente, y respecto al cual, en su lugar, se propone uno radicalmente
diferente (Aínsa, 1999, p. 21). En este caso, la realidad del romance que
mantenía la Narcisa Martillo con el Sebas, no fue impedimento para que
el Diablo Sordo imaginara una realidad diferente junto a ella: “Cuando
visitaba el Rincón de los Justos, pedía cerveza negra y se emplutaba
mirándola” (p. 70). En cierta ocasión y por accidente, sus cuerpos se
tocaron, entonces corrió al wáter para desahogarse escribiendo con
letras grandes: “estoy enamorado loco de la Narcisa Martillo” (p. 86).
La escritura, en este caso, determina la existencia del sujeto en el espacio
habitado. Lo hace visible. Entonces, para el Diablo aquel lugar ya no fue
más un “sitio inmundo” sino su eterno lugar sagrado.

En el Rincón…, espacio que niega la realidad, el Diablo Sordo se auto
elimina al firmar sus escritos bajo el pseudónimo de Raymundo, nombre
que a su vez suprime al individuo para simbólicamente referir a una
colectividad. Así lo afirma Encarnación Sepúlveda al decir: “Raymundo
es todo el mundo” (p. 86). Como a otros, “al solitario bebedor le gustaba
mirar las vueltas del disco, pese a que no oía sus sonidos, las palabras y
los ritmos eran bienes conocidos de otra época, de otro mundo lejano y
alborotado que él intentó destruir” (p. 87). Solo en la cantina el Diablo
Sordo desaparece, se oculta de la realidad cotidiana para ser otro, ya no
el inválido charolero de la esquina del Lux, sino el poeta anónimo de El
Rincón de los Justos. En este sentido, la cantina constituye un espacio
utópico en tanto posibilita que sus habitantes sean dueños de una realidad
alternativa.

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Ocurre algo similar con Narcisa Martillo. La protagonista había quedado
huérfana de niña y Doña Encarnación la llevó consigo para que viviera y
posteriormente trabajara en el salón, pues veía en ella “su prolongación”.
Era bien sabido que la Narcisa Martillo, se dejaba “sobajear de todos
los borrachos del salón” (p. 75); de ahí que las Damas de la Caridad
quisieran llevársela para que con suerte se convirtiera como la beata
de Nobol. Pero en realidad, “cada una imaginaba a la Narcisa metida
en su cocina. . . zurciendo medias y calzoncillos, cediendo a la bondad
nocturna de los hijos pajeros” (p. 92). Por tal razón, la Narcisa veía en
la cantina su escape, un refugio frente a la cruda realidad que le tocaría
vivir. Además, ese espacio, para ella, constituía un lugar idílico, pues en
él podía consumar su romance con el Sebas. En el Rincón, “los dos seres
daban la sensación de vivir un encierro momentáneo, simulaban estar
solos compartiendo aquellos bienes terrenales” (p. 118).

Para Sebastián, por el contrario, el Rincón de los Justos y el barrio en
general constituían su territorio personal. Según Armando Silva, un
territorio se crea a partir de la apropiación simbólica de un espacio y en
función de las relaciones que se establecen entre el mismo y la persona.
Debido a su carácter, “símbolo de la astucia y la violencia de todo el
vecindario” (p. 83), el Sebas se sabía dueño del sector y el único con
la potestad de aceptar o rechazar a los visitantes de la cantina. De ahí
que cuando algún cliente trataba de propasarse con la Martillo Morán él
“abandona la barra desafiante, se acerca a putear a los malcriados” y “a
echar afuera a los cargosos” (p. 86). Sebastián odiaba cumplir algunas
tareas que le encomendaba la vieja Encarnación, pues sentía que estas
ponían en peligro su reputación dentro del barrio:

Barriendo la acera de la calle Colón, cumpliendo aquella faena
que lastimaba su orgullo y que los colectiveros celebraban con bocinazos
de burla mientras los cobradores, con los billetes enrollados en los dedos,
le gritaban, buena Sebastián, ahí comiste. A todos, él los miraba con
fijeza, tratando de grabarse sus rostros. Algún día, murmuraba empapado
en furia, algún día les detendré el vaso en la mitad de la cara (pp. 81-82).

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Sintiéndose humillado por los quehaceres de su trabajo, el Sebas buscaba
cualquier oportunidad para dárselas de “macho” entre los vecinos del
sector, con el fin de asegurar su dominio del espacio. Precisamente él
se ofrece para iniciar el incendio en el cuarto del viejo Mañalarga para
alejarlo definitivamente del vecindario. Situación que, posteriormente,
desencadenó una guerra entre él y el hijo del viejo Marcial; quien
terminaría definitivamente con el dominio que el Sebas ejercía en el
barrio. Este fatídico hecho se dio durante un partido de futbol narrado
por el mismo Sebas:

la pelota inexplicablemente vuelve a mis piernas, me volteo,
pienso que es otra oportunidad para terminar, corro despacio hacia el
arco del Gordo . . . al voltearme miro a Marcial cayendo sobre mí con
el cuchillo, por un momento la hoja brilla con el reflejo del sol, él la
hunde en mi costado, me hiere, caigo sobre el balón que se mancha de
sangre (p. 147).

Herido de gravedad, el Sebas recuerda cómo se forjó su temido carácter:
“el mal que me nació desde chico, cuando me metía al cine Lux para ver
las de Steve Reeves, Machiste, Hércules…” (p. 170); y cuando la vieja
Encarnación lo sacó del colegio para que trapeara los pisos del Rincón
de los Justos, nombre que asegura habérselo inventado él. Al verlo en un
estado de agonía y debilidad, la Narcisa Martillo “pensaba que Sebastián
no sería nunca más el Sebas” (p. 166). Sin duda, el sujeto y el espacio que
este habita se construyen mutuamente; por lo que, en efecto, como afirma
Miguel Donoso: “aquí con el Sebas, termina Matavilela, pero renace allá
en el Guasmo, en una nueva fundación” (p. 106), como un no-lugar para
quienes terminan siendo excluidos.

Por su parte, el personaje de Doña Encarnación Sepúlveda, como
propietaria de la cantina, se configura como una extensión del espacio. De
ahí que el autor le otorga el nombre de Encarnación (del latín incarnatio:
in, dentro de y caro, carne), para vincular a estos dos elementos, espacio-
personaje, en uno. Además, al ser una figura femenina la custodia del

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espacio, le atribuye al mismo sus valores universales: seguridad y
protección. En este sentido, Doña Encarnación cuidaba cautelosamente
de su cantina y ordenaba a la Martillo Morán que atendiera de la mejor
forma a sus clientes para asegurar la permanencia del mismo: “la vieja
Sepúlveda que apenas descubre una botella vacía, un frasco que se mueve
sin líquido te ordena traerle, ponerlo con cuidado sobre la percha para
que no se despique, y va contando mentalmente sus ganancias” (p. 86).

Doña Encarnación se había convertido en devota de la beata Narcisa de
Jesús desde el día en que el intendente dio la orden de que los salones de
bebidas no abrieran los domingos. Desde entonces, llegado el día, cerraba
las puertas del Rincón de los Justos, se inclinaba frente a la figura de la
santa y rezaba con ostentosa devoción, “pidiendo que los repartidores
vengan temprano con el camión, dejen las veinte jabas frente a la puerta,
480 botellas virgencita, dice, y que el líquido vaya a parar a esta tu casa
de oraciones” (p. 115). Con la Narcisa adentro, a Doña Encarnación le
cambiaba la suerte, tiene ganado el cielo, pese a que “cuando reza, en
verdad no reza, lo que dice es que le dejen la carga temprano para que se
acabe tarde” (p. 115).

Otro aspecto esencial en la obra es la jerga popular utilizada por los
personajes, pues constituye un símbolo que territorializa el espacio
(Silva, 2006, p. 80). En este sentido, la cantina se construye como
territorio en tanto los seres que la habitan se reconocen en una misma
experiencia social, en este caso, determinada por el uso de la lengua.
Los habitantes de Matavilela llegan al Rincón “para irse a beber o sea
a chupar, a emplumarse, a entutanarse a punta de biela. Cada vez más
distinto, más en nota, vacilando el dato, en onda, grifo, pluto, plutigrifo,
o sea borracho y drogado” (p. 139). La jerga, en este caso, constituye
un código secreto de organización que permite la comunicación directa
entre los participantes y, por tanto, posibilita la convivencia entre los
mismos.

La construcción del imaginario de la cantina en El Rincón de los Justos de Jorge Velasco Mackenzie

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3.2. El poder liberador de la cantina: la fiesta y el carnaval

Para Bajtín (1979), en el carnaval, “se elabora, en una forma
sensorialmente concreta y vivida entre realidad y juego, un nuevo
modo de relaciones entre toda la gente que se opone a las relaciones
jerárquicas y todopoderosas de la vida cotidiana” (p. 179). Es decir,
instituye el mundo al revés, en donde se mezclan libremente lo superior
e inferior, lo espiritual y material, lo sagrado y profano. Durante la fiesta
derivada del carnaval se produce la anulación momentánea del sistema
de clases, generando de esta manera, un escenario de igualdad y absoluta
libertad entre sus participantes. En El Rincón de los Justos se evidencia
esta situación cuando en la cantina uno de los personajes marginales, el
Diablo Sordo, se ve a sí mismo dueño de otra realidad:

Con el vaso suspendido sobre la boca, el sordo se imaginó
sentado en trono imperial, la salonera era una de las esclavas que lo
abanicaban con una gran pluma de avestruz y el tosco vaso de vidrio
fue un copón de oro lleno del vino rosado del mediterráneo (p. 88).

La parodia atenta contra las jerarquías tradicionales desacralizando sus
valores a partir de la imitación de modelos considerados legítimos. En
este caso, el autor alude al reinado de Salomón y lo reinventa, de tal
forma que un ser marginal es quien ocupa el trono. La desacralización
de la autoridad permite la resignificación de lo considerado único
y verdadero. Como señala Raúl García (2013), la parodia fomenta la
desnaturalización del discurso o planteamiento dominante a partir de la
variación o ridiculización de las verdades absolutas. La parodia “vive
opuesta a la solemnidad de la versión oficial” (p. 125), es decir, actúa
como un dispositivo de subversión en tanto deconstruye el discurso
dominante haciendo visible uno alterno.

De igual forma, la excentricidad, genera una ruptura frente a los modelos
tradicionales impuestos. Esta categoría “permite que los aspectos
subliminales de la naturaleza humana se manifiesten y se expresen en

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una forma sensorialmente concreta” (Bajtín, 1979, p. 173). Es decir,
durante el carnaval se promueve la liberación del comportamiento y
de la palabra que muchas veces se reprime al legitimar la norma social
establecida. Los personajes excéntricos se construyen en función de la
representación de un conjunto de prácticas y conductas extravagantes,
extrañas, anormales, que puede llegar incluso a la ridiculización. En
la novela de Velasco Mackenzie, Doña Encarnación, manifiesta su
particular carácter excéntrico cada vez que la visitan las Damas de la
Caridad:

Cuando aparecían por el Rincón de los Justos, doña
Encarnación bajaba del altillo. Ahogadas por la densa humareda, las
mujeres agitaban pañuelitos bordados delante de sus caras y esperaban
que la gorda Sepúlveda terminara de aparecer. Entre suspiros y risas,
ella ofrecía bebidas en vasos que momentos antes había fregado con
gran agitación en sus senos (p. 90).

Con esta actitud, Doña Encarnación, se contrapone al actuar normal y las
buenas costumbres provenientes de las clases dominantes, se ríe de estas:
“ya están aquí las casi santas, decía. Oremos por el perdón de sus culpas”
(p. 90). La excentricidad supone la ridiculización de los seres “superiores”
con la finalidad de acercarlos y hacerlos partícipes del carnaval. De esta
forma, se eliminan las distancias entre lo superior e inferior, lo céntrico
y ex-céntrico. Doña Encarnación se ríe de estas mujeres, que además
representan a la autoridad religiosa, y de esta forma produce un quiebre
entre las relaciones jerárquicas volviéndolas más cercanas, directas.

La profanación, por su parte, constituye la desacralización de los
metarelatos considerados como verdades absolutas. En este sentido, se
destacan las conductas más naturales y festivas del sujeto que llevan a
la transgresión de lo considerado sagrado. Esta categoría es, sin duda,
la más recurrente en la obra de Velasco Mackenzie. La profanación se
hace evidente desde los nombres de algunos de sus personajes, como
la matrona de la cantina Doña Encarnación y su perra la Gracia Divina;

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y en algunos pasajes de la narración, como cuando el autor da voz a la
imagen de la Narcisa Virgen, quien relata su vida dentro de la cantina:

Todito el día ha estado limpiando mi imagen de su Narcisita,
mirándome repetida en la figura de yeso, cantando pasillos con un hilo
de voz, sacando polvo del ojito burlón . . . La vieja da limosna en plata
que yo gané con mi cuerpo: si la Gracia Divina no le hubiera traído
el perdón en mi palo de santo, ya estaría perdida en el infierno de los
avarientos (pp. 113-114).

El autor utiliza como homónimo el nombre de Narcisa para provocar un
intercambio de roles entre la salonera (Narcisa Puta) y la beata (Narcisa
Virgen), en una suerte de enmascaramiento. En la misma narración la voz
de la Virgen continúa: “cuando reza, en verdad no reza . . . pide que yo no
siga con el Sebas y que la otra me cuide” (p. 115). La máscara multiplica
al sujeto, lo relaciona e iguala con el otro. En este caso, la representación
de lo sagrado se vincula a lo terrenal, a lo mundano, a partir del juego de
identidades que propone el autor en su narración.

Lo grotesco, en cambio, afirma Raúl García, está ligado a la deformación o
descomposición de la imagen o figura clásica: “implica una vertebración,
una articulación, una contaminación con elementos mundanos de distinta
naturaleza” (p. 127). Se hiperboliza el cuerpo y sus partes con la finalidad
de generar una ruptura contradictoria frente a los modelos clásicos de
culto a la figura humana. En El Rincón de los Justos encontramos dos
personajes que representan lo grotesco. El Diablo Sordo, que “parecía
un ser de otro mundo”, cuyo mal de oído “poco a poco le iba quitando
el sentido de las palabras” (p. 70). Y Fuvio Reyes, el bizco, a quien de
niño su madre “había querido curarlo del estrabismo poniéndole un bola
de vidrio en cada uno de los ojos torcidos” (p. 66). Velasco Mackenzie,
desde lo cómico, configura lo grotesco en sus personajes. No denuncia
los males que estos seres padecen, se ríe de los mismos: “el Fuvio de
mirador. . . justo él que tiene los ojos torcidos y cuando mira para acá
parece que mirara para allá” (p. 70).

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Todas las categorías antes mencionadas tienen en común un elemento: la
risa. De acuerdo con Bajtín (1933), la risa carnavalesca es ambivalente:
“alegre y llena de alborozo, pero al mismo tiempo burlona y sarcástica”
(p. 12). Esta segunda característica permite la anulación momentánea
del sistema de clases, pues el humor provoca la degradación de lo
considerado único y verdadero, de lo sagrado. Para García (2013), esta
risa carnavalesca además implica la interacción de un colectivo: “es una
risa incluyente, participativa, democrática” (p. 125). Por tal motivo,
Bajtín enmarca la teoría de la carnavalización dentro el espacio público
pues este congrega a todos los miembros de la sociedad, sin distinción
de clases. El carnaval, señala Hugo Mancuso (2005), no implica la
liberación de los marginales, sino su legitimación como tales y su
consecuente integración a la sociedad. Es decir, la carnavalización de la
literatura constituye un ejercicio ligado al desplazamiento del discurso
dominante a través de un conjunto de prácticas de resistencia que en
definitiva confieren libertad a quienes las realizan.

El Rincón de los Justos se presenta como un texto carnavalizado en tanto la
narración permite evidenciar un conjunto de categorías correspondientes
a esta teoría, tales como: el contacto libre y familiar entre la gente, la
parodia, la excentricidad, la profanación y lo grotesco. Así también, el
carnaval se manifiesta dentro de la obra a partir de la risa que actúa como
un dispositivo de subversión pues deconstruye el discurso y los modelos
dominantes. La risa carnavalesca surge en un ambiente colectivo no
oficial que congrega a la otredad. En este sentido, la cantina constituye un
espacio por excelencia de la carnavalización, en donde el humor festivo
derivado de la bebida y la convivencia desbordan los niveles ficticios
posibilitando absoluta libertad a quienes participan de ella.

4. Conclusiones

El Rincón de los Justos se presenta como una novela espacial en tanto
sus escenarios son protagonistas de la obra, la ciudad de Guayaquil
en su imagen reducida: la Matavilela, y dentro de esta la cantina. En

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la construcción de dichos espacios podemos diferenciar claramente dos
teorías. Por una parte, la Matavilela se configura como cronotopo debido
a que el autor vincula tiempo y espacio reales para la creación de otra
realidad de orden estético. Esta realidad alternativa surge desde una
mirada exterior, desde el punto de vista de los grupos dominantes, razón
por la cual la Matavilela se describe como un lugar sucio, peligroso,
lúgubre; un “lugar inmundo” que debe ser expulsado de la ciudad.

Por otra parte, y a diferencia del barrio, el autor construye la cantina
siguiendo la teoría de los imaginarios urbanos. Configura este espacio en
función de condiciones físicas naturales: recrea el trazado clásico de la
cantina que forma parte de una vivienda particular de decoración simple;
y de condiciones perceptivas que surgen de la experiencia cotidiana de sus
personajes. Es decir, desde una visión interna del espacio. La veneración
de santos, la adoración de ídolos musicales, las creencias supersticiosas y
el lenguaje empleado, conforman un conjunto de expresiones de la cultura
popular con las que el autor particulariza su escenario y por extensión la
ciudad. Es decir, el imaginario urbano no solo se construye en función de
la representación material del espacio, parte fundamental son las prácticas
sociales que dentro del mismo se realizan. En este sentido, la cantina
comprende un conjunto de historias, ritos, imágenes, lenguajes, deseos;
en definitiva, constituye la expresión simbólica de los seres que la habitan.

Desde las propuestas teóricas de Bajtín, el Rincón de los Justos nos remite
a un universo carnavalesco inscrito en la cultura popular. El contacto libre
y familiar entre la gente, la parodia, la excentricidad, la profanación y lo
grotesco son algunos de los aspectos que se logran percibir en diferentes
niveles de la narración: personajes, escenarios, historias. Así también, el
carnaval se manifiesta dentro de la obra a partir de la risa que actúa como
un dispositivo de subversión pues deconstruye el discurso y los modelos
dominantes.

Para finalizar, la cantina constituye un espacio por excelencia de la
carnavalización, en donde el humor festivo derivado de la bebida,

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tuerce y subvierte las diferencias culturales, políticas y sociales de una
sociedad organizada por jerarquías, creando una morada alternativa de la
diversidad y libertad.

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Explotación transmediática en la novela negra actual: Estrategias narrativas y promocionales

Explotación transmediática en la novela negra actual:
Estrategias narrativas y promocionales

Transmedia exploitation in the current crime novel:
Narrative and promotional strategies

Exploração transmídia no romance policial atual:
Estratégias narrativas e promocionais

Ana González Ros
Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, León.

E-mail: ana.gonzalez@ce.unanleon.edu.ni

Resumen

Este trabajo tiene como objetivo analizar la aplicación de las narrativas
transmedia y crossmedia al subgénero literario de la novela negra actual
para ofrecer una visión global de su explotación transmediática, tratando
de constatar su inmersión en el proceso de cambio comunicativo y su
adaptación a estas nuevas formas de comunicación auspiciadas por la
cultura de la convergencia mediática. Para ello se planteó un estudio de
casos representativos de cada área geográfica relevante para el género,
en los que se realizó una triangulación entre el análisis de contenido del
producto original y sus extensiones, a través del estudio de los medios,
aspectos narrativos, implicación del usuario, y la identificación de los
principios fundamentales de las narrativas transmedia. Se manifiesta la
utilización de estrategias promocionales basadas en la expansión a otros
formatos, principalmente adaptación, con escasa extensión del universo
narrativo, y cómo han favorecido la implicación del público en el entramado
literario, sin desarrollar una explotación transmediática completa.

Palabras clave: “narrativas transmedia”, “novela negra”, “transmedia
literario”, “crossmedia”, “universo narrativo”, “promoción editorial”.