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Poética y política en mis relatos realistas

Poetics and politics in my realistic stories

Poética e política em minhas histórias realistas

Abdón Ubidia
aubidia@gmail.com

Resumen. Mis relatos fantásticos cuyas características los distancian
de los realistas porque ocurren en lugares lejanos y en tiempos muy
abiertos, aparte de que atienden más bien a las constantes universales
de la condición humana, sobre todo, en lo que tiene que ver con la
verdad revelada de los tiempos que corren, esa suerte de neo religión
obligatoria que son la ciencia y la tecnología, abreviando: la
tecnociencia.

Palabras clave: poética, relato realista, relato fantástico

Abstract. My fantastic stories whose characteristics distance them
from the realists because they occur in distant places and in very open
times, apart from the fact that they attend rather to the universal
constants of the human condition, especially in what has to do with the
revealed truth of current times, that kind of obligatory neo-religion that
is science and technology, in short: technoscience.

Keywords: poetics, realistic story, fantastic story

Resumo. Os meus contos fantásticos cujas características os
distanciam dos realistas porque se passam em locais distantes e em
tempos muito abertos, para além de atenderem antes às constantes
universais da condição humana, sobretudo no que se refere à verdade
revelada da tempos atuais, essa espécie de neo-religião obrigatória que
é ciência e tecnologia, enfim: tecnociência.

Palavras-chave: poética, história realista, história fantástica

Recibido: 09.12.2022 Aceptado: 23.12.2022


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Hace dos meses, me sometí a una operación quirúrgica. Por demás está
decir que, a esta altura del partido, una cirugía mayor es una cita con
la muerte. Desde luego que el escritor, dada su profesión, debería estar
acostumbrado a tales citas, aunque sólo fueren en el nivel metafórico

En el 2020, escribí, el 9 de junio: “Cumplo 76 años y no quiero
envejecer”. No era una boutade. Lo sentía de verdad. Todavía estaba
convencido de que la vejez era la opción de quienes se rendían ante
ella. Yo me sentía todavía fuerte y lleno de ideas: un joven aún rabioso,
escondido en una apariencia algo estropeada pero aún no venerable.
Pocas arrugas y pocas canas. Eso.

El miedo a la muerte y el miedo a envejecer. Quizá sean lo mismo. En
todo caso, la idea del Tiempo, así con mayúscula, como el gran Dios
ineluctable que impone nuestro fin, tal vez haya sido, o es, el leitmotiv
de todo lo que he escrito.

Y lo que he escrito, al menos en lo que a narrativa respecta, se reparte
en dos esferas claramente diferenciadas: el relato realista y el
fantástico.

Del relato fantástico hablé, hace unos años, aquí en Cuenca, en una
ponencia llamada: Justificación de mis DivertiNventos, pues con ese
nombre: Divertimentos (divertimento + invento), he agrupado mis
relatos fantásticos cuyas características los distancian de los realistas
porque ocurren en lugares lejanos y en tiempos muy abiertos, aparte
de que atienden más bien a las constantes universales de la condición
humana, sobre todo , en lo que tiene que ver con la verdad revelada de
los tiempos que corren, esa suerte de neo religión obligatoria que son
la ciencia y la tecnología, abreviando: la tecnociencia. He publicado
cuatro tomos de DivertiNventos: Divertinventos o Libro de fantasías y
utopías
(1989), El palacio de los espejos (1996), La escala humana
(2008) y Tiempo (2015).

¿A qué libros realistas me refiero? Un inventario somero nos
mostraría, entre novelas cortas y largas, las siguientes: Ciudad de
invierno
(1979); Sueño de lobos (1986); La Madriguera (2004);
Callada como la muerte (2011); La hoguera huyente (2018).

Relatos a los que hay que sumar muchos cuentos de ambiente urbano
como Tren nocturno, La piedad, La Gillette, Propagación del mal,
Oscuro confesor
, y algunos últimos como Jack y Un vidrio salpicado
por la lluvia.

Los relatos realistas obedecen, claro, a otros presupuestos que los de
Divertinventos. Puedo enumerar los más obvios:

1) La ciudad como tema.

2) El individuo y sus neurosis.

3) La época como burbuja cerrada.

4) La designificación de los símbolos cristianos y la disolución de los
lazos familiares.

5) El estilo reflexivo.

6) La voluntad hiperrealista en las descripciones de la ciudad y las
épocas.

7) Poética y política: una tozuda fidelidad.

1) La ciudad como tema

Aún podemos mencionar a la historia y a la sociología como las
grandes matrices que imponen los rasgos que caracterizan a las
corrientes literarias y, en este caso, a las narrativas. Romanticismo,
realismo, realismo social, realismo mágico, relato urbano; todos esos
modos de narrar superan la sola voluntad individual de los artistas y se
ofrecen como estrategias narrativas a las que los autores se acogen más
o menos con cierta libertad. No existen obras sueltas. Todas pueden
ser agrupadas en corrientes narrativas. Y si encontramos una, solitaria,
muy original, pronto encontrará obras epigonales.

Si a la llamada Generación del 30, le correspondió inventariar un país
agrario, rural, un Estado nacional aún en formación, hecho de
migraciones interiores, mestizaje, la ira y la esperanza de un mundo en
transición entre la herencia colonial y feudal y un capitalismo
embrionario marcado por la promesa de la


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modernidad; y a la generación actual, sigloveintiuna, magnífica, de
escritoras y escritores nacidos en un mundo globalizado, posmoderno,
individualista; a nosotros, los escritores de los setenta, nos sobrevino
un tema imperioso: la ciudad como realidad y símbolo.

El proceso urbanizador de América Latina, que empezó en los países
del Río de la Plata - Argentina y Uruguay— en los años veinte; en los
sesenta se había cumplido ya, incluso en Ecuador.

Pero nosotros, en los setenta, —hablo de Raúl Pérez, Iván Égüez,
Francisco Proaño Arandi, Velasco Mackenzie, Jorge Dávila, Eliecer
Cárdenas, Javier Vásconez, Fernando Tinajero, Marco Antonio
Rodríguez y otros más—, asistimos a un fenómeno impensado que
vino a acelerar tal proceso urbanizador: el descubrimiento del petróleo.
De pronto, de república bananera, pasamos a ser, sin solución de
continuidad, una república petrolera.

Los quiteños, en especial, fuimos testigos de cómo Quito, pasó de ser
una comarca de hábitos coloniales, a convertirse en una metrópoli de
crecimiento desbocado, en la cual, los signos de una modernidad
apabullante se impusieron con edificios de vidrio, pasos a desnivel,
centros comerciales, vida nocturna, crisis familiares y, por cierto, lugar
de acogida de una fuerte migración de chilenos, uruguayos y
argentinos que, huyendo de las terribles dictaduras del Cono Sur y
atraídos por nuestro reciente esplendor económico, nos trajeron sus
costumbres y profesiones, para nosotros inéditas: el marketing, la
publicidad, el sicoanálisis.

Con ese marco, escribí Ciudad de invierno y los cuentos que
aparecieron en Bajo el mismo extraño cielo, publicado en Bogotá en el
Círculo de lectores.

Desde entonces, Quito ha sido la ciudad de mis cuentos y novelas
realistas. La amada y odiada Quito y sus grandes conflictos.

2) El individuo y sus neurosis

Escribí que la ciudad era la patria de los individuos. El individuo, sí,
hecho de soledad, incomunicación y egoísmo. Tan distinto del

habitante del campo que puebla los relatos del 30: solidario, gregario,
terrígeno, tan propio del mundo rural que lo hizo posible.

Pues bien, como anotaron, en su momento, Lukács y Goldman: desde
El Quijote, el relato moderno dibujó un individuo problemático, un
héroe problemático, como protagonista de cuentos y novelas. Pero en
el siglo XX, con Kafka, Joyce, Proust, etc., tal individuo se abrió por
dentro y mostró, en consonancia, a la sazón, con los descubrimientos
del sicoanálisis, su sique, su mundo subjetivo, su alma desnuda.
Aquello fue una característica del relato urbano. Y, como hemos dicho,
América Latina cumplió su proceso urbanizador, es decir, citadino,
hasta los años sesenta del siglo pasado. No fue, pues, por arte de magia
que, paralela y paulatinamente, su narrativa también se urbanizara y
exhibiera, descaradamente, conflictos subjetivos propios del ser
humano moderno. Nacieron así los Marechal, Onetti, Cortázar,
anticipados ya por Roberto Arlt, Juan Emar y por los nuestros Pablo
Palacio y Humberto Salvador.

Mi generación, en los setenta, ya era, entonces, heredera de una larga
tradición latinoamericana y fue, sin duda, recipiendaria directa de un
fenómeno editorial, a gran escala, que fue conocido como el Boom de
la literatura latinoamericana.

No fue, entonces, obra de una casualidad que, desde 1976 −ese año
excepcional−, fueran publicadas, Entre Marx y una mujer desnuda de
Adoum, María Joaquina en la vida y en la muerte, de Jorge Dávila
Vázquez; Juego de mártires de Eliecer Cárdenas; Día tras día, de
Miguel Donoso Pareja, La Linares, de Iván Egüez, El Desencuentro,
de Fernando Tinajero, El pueblo soy yo de Pedro Jorge Vera, El Doctor
Jehová
, de León Vieira y Guandal, de Gonzalo Ramón. Novelas en las
cuales la ciudad asomaba como símbolo y personaje.

En 1979 publiqué, entre los relatos de Bajo el mismo extraño cielo, la
ya mentada novela corta, Ciudad de invierno que, hasta la fecha y debo
decirlo con gratitud, ha sido favorecida con muchas ediciones y
traducciones. En ella, el protagonista, un individuo de la nueva clase
media, se ve envuelto en un asunto escabroso cuando aloja en su casa
a un amigo que por una estafa está perseguido por la policía. Pronto,


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entre su incómodo huésped y Susana, su esposa, se teje una suerte de
relación amorosa que viene a romper lo que parecía ser un matrimonio
estable, aunque aburrido.

Ciudad de invierno es un homenaje o testimonio de amor y odio a
Quito. Sus rincones, sobre todo los nuevos, están descritos con detalle,
aunque, por un capricho de estilo, no se los mencione con sus nombres
propios.

Pero, en las novelas siguientes, en especial en Sueño de lobos de 1986
y La Madriguera de 2004, esos rincones pasan a ser protagónicos, esta
vez sí, con sus nombres claros y propios, y con rasgos muy marcados
por las épocas que quieren resumir cada una de ellas. Si Ciudad de
invierno
tuvo el propósito de reseñar el brutal cambio que se operó en
Quito, en los setenta, con el descubrimiento del petróleo; en Sueño de
lobos y La Madriguera
quise mostrar, exhaustivamente, ya que se trata
de novelas extensas, cómo discurrió la vida de los quiteños en la
década de 1980 (llamada la década perdida) y luego, en el desastroso
cambio de siglo del año 2000, respectivamente.

Leonardo Padura dice que un novelista se debe a una ciudad (él a La
Habana). Joyce se declara el escritor de Dublín. Auster, de Nueva
York. Yo traté de ser el novelista de Quito. Pero debo reconocer que,
el siglo XXI, con globalización, capitalismo tardío y auge de las
migraciones internacionales y, a la vez, de las llamadas redes sociales,
el tema de la ciudad emblemática, simbólica, dio paso a la
multiplicación de los escenarios como puede verse, para citar un caso
de tantos, en Nefando, de Mónica Ojeda, acaso la más conocida de la
última generación de espléndidos autores ecuatorianos; novela que
discurre, sin problema, entre Barcelona, México y Guayaquil.

3) La época como una burbuja en el tiempo

En Ciudad de invierno, al comienzo, traté de definir, de una manera
arbitraria e imprecisa, la palabra “época”: “…como hecha de ecos…
que resumía un conjunto heterogéneo de causas y mostrarlas de un
modo definitivo e inconfundible, de una manera de reír y de sufrir, de
vivir y de morir, inconfundible
…”. La Belle époque, los años veinte,
los sesenta, serían buenos ejemplos. El Narrador anota que, en la

ciudad, en los trepidantes setenta, los años petroleros: …Nos había
tocado vivir también nuestra “bella época
”.

La época, digo, como una burbuja cerrada en el tiempo. Como una
forma del Tiempo reconocible y nada difusa.

La misma intuición me ha llevado a escoger ciertas “épocas” que
marcaron a Quito “ de una manera inconfundible”: los desencantados
ochenta, en Sueño de lobos; la tremenda crisis del 99 y 2000, en La
Madriguera
, cuando sufrimos, a un tiempo, el feriado bancario, la
pérdida de nuestra moneda nacional y la adopción del dólar, una
inflación, dolarizada ya, que llegó al 100%; quiebras, despidos,
suicidios, la terrible migración de dos millones de ecuatorianos hacia
destinos impensados como España e Italia, la consiguiente destrucción
de hogares que de endogámicos pasaron a ser monoparentales, con
hijos criados a la buena de Dios, y, por si fuese poco, o para que ese
escenario de desastre fuese completo: la erupción del volcán
Pichincha. Con ese telón de fondo Bruno (el oscuro), un pintor de
cincuenta años, ya no quiere pintar porque, para colmo, las claves del
arte moderno que lo formaron, mediante el neo conceptualismo y su
matriz el neoliberalismo, posmodernidad de por medio, han dejado de
estar vigentes

En términos puramente políticos, hubo otra época también inolvidable.
Fue la del gobierno del ingeniero León Febres Cordero.

En pleno siglo XXI, cuando ya se había producido, en términos
generales, en los nuevos escritores, ese giro temático notable: de “la
ciudad” —como hemos dicho—, totalizante, al mundo global y
cosmopolita, yo decidí no abandonar el tema de mis relatos realistas e
insistir en él: la ciudad de Quito. Así, que volví la mirada hacia el
febrescorderismo y exploré, en sus comienzos, el tema de la tortura,
práctica propagada en América Latina, por obra de las dictaduras del
Cono Sur, y que habría de instalarse en Ecuador, con desapariciones y
el terror estatal como arma política, en esa suerte de dictadura civil que
fue el gobierno social cristiano. Lo hice en una novela corta que llamé,
en el 2011, Callada como la muerte. En ella, un médico de la alta clase
media, que vive un proceso de duelo, tras un divorcio, se enfrenta a un


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torturador argentino que ha venido a Quito, en esa especial coyuntura
que fue, en 1983, el fin de la dictadura, en Argentina, y el inminente
triunfo de Febres Cordero en Ecuador.

En el 2018, me ocupé de otro asunto que marcó ese gobierno
pervertido y perverso: la persecución, tortura y desapariciones del
grupo Alfaro Vive Carajo. Esa nouvelle, escrita con recursos tomados
del cine, se llama La hoguera huyente, título que me reprocharon mis
amigos pero que yo defendí porque consideraba que la siempre tan
anhelada revolución social, asomaba, en la mirada de la generación del
sesenta y en la de los ochenta, como una hoguera redentora, sí, pero
inaprehensible, porque siempre huía y se desdibujada y, al final, nunca
llegaba ni llegó.

A partir de la pandemia, embarcado en la construcción de una utopía
(Utopía II, se llama) he trabajado también cuentos de corte realista.
Uno de ellos: Como un vidrio salpicado por la lluvia, pone como
protagonista a un hombre que migró en la mencionada ya crisis del año
2000, a España y retorna luego a Quito, cuando los banqueros
responsables de esa hecatombe nacional se preparan para retomar el
poder.

Jorge Icaza, a quien tantas enseñanzas debemos, nos enseñó también,
por desgracia para él, que un escritor que ha permanecido fiel a una
temática y a un estilo propios, no debe dejarse llevar por las modas del
momento. Me refiero a que el autor de Huasipungo y La chulla Romero
y Flórez
, cuando, al final de su vida se vio sorprendido por el éxito del
Boom y por autores tan experimentales como el gran Julio Cortázar,
quiso ponerse al día publicando los tres lamentables tomos de
Atrapados, tan “experimentales” como apresurados.

Con esa experiencia, salvando todas las distancias, yo no pienso
abandonar, en los relatos realistas que pueda crear, ni mi ciudad, Quito,
ni las épocas que me ha tocado vivir en ella.



4) La designificación de los símbolos cristianos y la disolución de
los lazos familiares

En tren nocturno, una solterona, que ya no cree “en los cielos sin
misericordia “, reza oraciones paganas; en La piedad, otra mujer, por
compasión o como un acto de caridad, ayuda a su esposo a suicidarse;
en Ciudad de invierno, el protagonista, hombre sin fe, tiene 33 años:
la edad de Cristo dice. En Sueño de lobos, Sergio, el noctámbulo, no
puede o no quiere ingresar a un templo, aunque sienta la compulsión
de rezar. En Oscuro confesor, un ateo se confiesa ante un cura, nada
menos que en el confesonario de una iglesia.

A este vaciamiento de sentido de los más caros símbolos y prácticas
cristianos, hay que sumar la constante disolución o crisis de los lazos
familiares que aparece en casi todos mis relatos.

Curiosamente, de estas dos características yo no tuve conciencia hasta
que un crítico las señaló. Fueron, pues, emisiones involuntarias de mi
inconsciente que me obligaron, más tarde, remolonamente, a aceptar
que la especial familia que tuve, muy católica, endogámica, cerrada,
muy conservadora −aunque reivindicara sus ancestros liberales− pero,
por sobre todo, muy amorosa, marcó mi infancia y mi vida.

Cometieron conmigo el peor de los pecados: me enseñaron a amar.

No quiero hacer una gran frase. Pero es verdad. Demasiado amor,
demasiado mimo, demasiado cuidado, hicieron de mí un niño tímido.
Y un niño —más allá de las apariencias—: solitario. Porque un niño
mimado no es nunca un niño feliz.

Nunca he de olvidar el aforismo de Wittgenstein: ¿Es posible querer y
ser felices?

No, por supuesto.

Aprendí, pues, a amar, sin medida, a mis padres, abuela, tía abuela, tías
y tíos, primos. Y ese furor amatorio se extendió a las jovencitas y, de
un modo natural, a las cosas (de allí, mi carácter acumulador). Y a las
ideas recurrentes (de allí mis obsesiones compulsivas).


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Quiero decir que aprendí también a odiar. Porque, como todos
sabemos y lo dicen hasta los boleros, valsecitos y tangos, la otra cara
del amor es el odio.

Sí, he amado y he odiado mucho. Y a veces, en uno y otro caso, sin
mayores argumentos. La ecuación era simple: si no te aman: odia.

Para no seguir con esta inspirada confesión masoquista, debo aclarar
que las mencionadas taras nunca llegaron a ser sicopáticas ni nunca me
llevaron al manicomio.

Bueno, solo quería decirles que tanto la disolución de los lazos
familiares y la designificación de los más caros símbolos cristianos que
asoman en mis relatos, están enraizados en mi peculiar infancia y son
respuestas o rebeliones en contra de las familias muy estrechas y muy
religiosas. He dicho.

5) El estilo reflexivo

Amo a Kundera. Y detrás o antes que él, a todos cuantos practicaron
la reflexión inteligente adosada a la acción de sus relatos. A decir
verdad, todos los escritores siempre se han dado modos para intercalar
opiniones, a veces muy personales, de autor, en el seno mismo de sus
ficciones. Algunos más, como Victor Hugo que, en sus grandes
novelas: Los Miserables, El jorobado de Nuestra Señora o El hombre
que ríe
, no tuvo empacho en escribir, en casi la mitad de sus páginas,
flagrantes y directos razonamientos acerca de su realidad política e
histórica más inmediata. Otros menos, como Sartre y Camus, que las
deslizan de un modo poético y casi disimulado en sus hermosas
historias. Weinrich vino a decirnos que el comentario siempre fue
parte del relato, al punto de que ambos tenían sus tiempos verbales
preferidos: el pretérito indefinido para las acciones y el presente
perfecto para los comentarios.

Quizá el equívoco nació de una mala lectura de los norteamericanos
del siglo XX. Aparentemente Hemingway y compañía se prohibían el
comentario en aras de las acciones incesantes. Pero no es así. O no es
del todo así. Porque, incluso en sus relatos, cuando tienen un Narrador
protagonista que cuenta en primera persona, como ocurre en El viejo y

el mar; ese Narrador fuerza al lector a asumir —y tal es su teoría del
iceberg— profundos razonamientos del autor acerca de la existencia,
por ejemplo, que, en apariencia, no se muestran explícitos en el texto.
O, como ocurre en Faulkner, dichas opiniones de autor son expuestas
en los diálogos de sus personajes.

Pienso que esa preferencia por las acciones en contra de los
comentarios, tiene un origen modesto y propio de la cultura de masas:
el thriller y el cine de acción.

Kundera es el extremo opuesto. Sus opiniones de autor son explícitas
y asumen, a veces, la forma de breves ensayos. Pues esa es mi
preferencia formal: voto por un estilo claramente reflexivo.

6) Hiperrealismo

Quizá fueron trabajos de amor perdidos y no sirvieron para mucho.
Pero los hice con paciencia y pasión. Quería garantizar escenarios tan
realistas o hiperrealistas para que la historia ficcionada pudiera fluir
sobre ellos de un modo verosímil. Hablo, sobre todo, de dos novelas
extensas: Sueño de lobos y La Madriguera.

En Sueño de lobos, me costó mucho trabajo el ajustar el calendario de
la novela al calendario real de 1980, año en el que ella transcurre. Si
escribo que el 5 de diciembre, cuando Sergio se suicida, había luna
nueva, pues la hubo. Igual, todas las menciones al clima −horas de
lluvia o de sol− y a los acontecimientos políticos, deportivos,
costumbristas, etc., fueron muy reales. Ocurrieron tal y como se los
cuenta. Igual, en La Madriguera que, como anoté, pasa en el
inolvidable año 2000, me di modos para que la novela se desplegara,
de mes en mes, durante dicho año entero.

La idea era quizá válida. Quería ser fiel al testimonio de cómo se vivió,
amó, odió, sufrió en Quito, en esos precisos años que, para mí,
mostraban o resumían épocas que no debían ser olvidadas. Quería
hacer memorias totalizantes que aprovecharan lo que los rusos
posformalistas llamaron el “principio de exhaustividad” que rige la
forma novela.


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Y aún hoy espero que esas novelas −si su valor artístico acaso sea
relativo−, al menos le sirvan a un lector actual o futuro, como
documentos históricos o antropológicos de la vida vivida, como decía
Malaparte, de mi −repito− amada y odiada ciudad.

7) Poética y política

Una vez escuché a Jorge Icaza decir que la literatura era un resultado
de la tensión entre estética y ética. Años después, recordé esa idea y
escribí que la estética y la ética son enemigas. Que el sueño de la
estética era la destrucción de la ética. Me refería a que las más grandes
obras de la literatura universal, las más bellas y terribles, nos
enrostraban tal contradicción: Edipo mata a su padre, se casa con su
madre y se arranca los ojos para no ver ese horror; Medea mata a sus
hijos para vengarse de la traición de su esposo; Macbeth, asesina a su
hermano para hacerse con el reino de Escocia; Madame Bovary tiene
amantes, se suicida y deja en la orfandad a su niña; Los hermanos
Karamazov conspiran para matar a su padre; Gregorio Samsa,
convertido en un horrible insecto, muere porque no soporta el rechazo
de su familia; el Roquentin de Sartre tiene Náusea del mundo; la Lolita
de Nabokov, de doce años, seduce al ninfulómano HH y lo engaña con
Quilty. Todo en contra de la ética, todo en favor de la estética.

En fin, podría prolongar ad infinitum los ejemplos. Aparte de la notoria
pulsión de muerte que conllevan, implican también, en otro nivel, otra
contradicción −y para hacer honor al tema de este Encuentro−: la de la
poética y la política.

Tal contradicción delata otra: la contradicción individuo / sociedad.

Dado que una poética es la marca personal de un artista, lo que vuelve
reconocible su obra —y, más aún, cada una de sus obras—, no es
difícil señalar los ejemplos antes enumerados, como muestras del
conflicto de ese individuo, el artista, con la polis, con su sociedad.

En el capitalismo tal pugna se vuelve intolerable, guarida del héroe
problemático, como ya lo dijeron los mentados Lukacs y Goldman,
entre tantos otros.

Para abreviar, ahora hablamos de capitalismo tardío, híper capitalismo
y posmodernidad.

Pero, sobre todo, de neoliberalismo.

Es difícil no aceptar la vigencia de esos términos.

Es la era que nos ha tocado vivir.

Lo digo de una vez: creo que el trasfondo político de mi poética, está
marcado por un odio visceral al capitalismo. Y en términos más
actuales y descarnados: a la versión más renovada y atroz del
capitalismo: el neoliberalismo.

Realmente uno no nace cuando quiere ni donde quiere. Ni como
persona ni como escritor. Mi primer libro de relatos fue publicado en
1979. En 1980, Reagan, la Thatcher, Juan Pablo II, Friedman y los
Chicago Boys, dieron por consumada la revolución neoliberal.

Desde entonces, dada mi tendencia a escribir una literatura siempre
actual, he tratado de contestar a ese formidable embate —que
trascendió el mero ámbito de la economía y copó todos los espacios
del mundo actual, con lo que, en mi libro de ensayos Referentes Siglo
XXI, me permití llamar La revolución cultural del neoliberalismo—.

Me refería a la aceptación hegemónica del dominio del capital
financiero, la depredación inmisericorde del planeta en aras de la
producción (l y recordemos los incendios de la Amazonia de
Bolsonaro); las privatizaciones, despidos, la destrucción de los bienes
públicos como una consigna (el Estado obeso, etc.), y el triunfo del
individualismo más perverso que, aparte de romper el tejido social, al
decir de Biung Chul Han y otros, nos vuelve, incluso mediante el
teletrabajo y la auto explotación, esclavos de nosotros mismos.

Para el filósofo coreano y una legión de pensadores, a la cabeza de
quienes está Chomsky, la imposición del individualismo extremo, obra
del triunfo neoliberal (la Thatcher decía que la sociedad no existe, solo
existe el individuo), conduce a la depresión, la autoagresión y al
suicidio.


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En tal proceso político neoliberal e individualista, me ha tocado
escribir.

Vamos a los hechos y hagamos un recuento: con el antecedente de
Ciudad de invierno, que pone en escena, en una ciudad que transitaba
violentamente de la Colonia al capitalismo más desaforado, a un
estafador, fugitivo de la justicia.

En los ochenta, publiqué Sueño de lobos, una novela que —bajo el
epígrafe de Brecht: Qué es peor, asaltar un banco o fundarlo—, narra
la historia de un oscuro empleado, Sergio, que termina asaltando,
justamente, el banco en donde trabaja.

Luego, en el 2004, publiqué, como ya he dicho, La Madriguera, que
narra el desastre bancario del 2000, con un artista que, venido de los
sesenta, decide, abandonar su arte, y optar por el camino que siempre
rechazó, el de los hombres, como dice, de la realidad real, los
capitalistas.

Luego, en otros relatos como Silenciosa como la muerte y La hoguera
huyente, amén de los artículos y comentarios permanentes que hice,
dada mi vinculación con Editorial El Conejo, en numerosas
presentaciones de libros, me di modos para señalar mis desacuerdos
políticos con el sistema capitalista y su neoliberalismo que, por
desgracia, como una peste maldita —a imagen de la última pandemia
que tan bien la ha utilizado—, ya se ha tomado el mundo.20





20 Para comprender mejor el alcance de la hecatombe provocada por la

hegemonía neoliberal, sugerimos la lectura de textos que las mentes más lúcidas de
hoy, desde Foucault en adelante, han escrito sobre el tema. Nos parecen
imprescindibles, por caso, Una breve historia del neoliberalismo de David Harvey, La
doctrina del shock
de Naomi Klein, La secreta revolución del neoliberalismo, de
Wendy Brown, El precio de la desigualdad, del Nóbel Joseph Stiglitz, y los libros y




conferencias de Chomsky, Susan George, Zizek y, entre tantos otros, los de Biun Chul
Han. Este último parece sintetizar ese desastre: …la técnica de dominación neoliberal,
cuyo fin no solo es explotar el tiempo de trabajo, sino también a toda la persona,
incluso a la vida misma. REFERENTES S XXI CESAL 2021.