DOI: 10.18537/puc.33.01.07
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Artículo científico
Revista Pucara N.° 34. Vol.1, 2023
e-ISSN: 2661-6912
SALVAGUARDAR EL BOSQUE, RESTITUIR LAS
IMÁGENES. NOTAS EN TORNO A LAS HISTORIAS
DE JARISLANDIA DE OSWALDO ENCALADA
Safeguarding the forest, restoring the images.
Notes on the Stories of Jarislandia of Oswaldo Encalada
Salvaguardar a floresta, restaurando as imagens.
Notas sobre as Histórias de Jarislandia de Oswaldo Encalada
Guillermo Gomezjurado Q.
Investigador independiente.
ggomezjuradoq93@hotmail.com
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-0516-0201
Recibido: 21 - 03 - 2023
Aprobado: 13 – 04 - 2023
Publicado: 30 - 06 - 2023
Cómo citar:
Gomezjurado, G. (2023). Salvaguardar el bosque, restituir
las imágenes. Notas en torno a las Historias de Jarislandia
de Oswaldo Encalada. Pucara 34(1), 78-91.
Resumen: En este ensayo se realiza un acercamiento a las historias de
Jarislandia de Oswaldo Encalada, fijando la atención al diálogo que el
autor mantiene con las formas breves de Jorge Carrera Andrade y José
Juan Tablada y los cuentos de animales de Rudyard Kipling. Prestar
atención a este diálogo con múltiples fuentes nos permite apreciar en los
relatos analizados una propuesta literaria singular, heredera de la
estrategia transculturadora, que experimenta, melancólica y lúdicamente,
con la imagen poética y el relato etiológico, en un momento en que las
posibilidades de escapar a la naturaleza son menores, el distanciamiento
con los animales es cada vez más pronunciado y muchos elementos de la
cultura popular se han perdido.
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Palabras clave: Narrativa ecuatoriana, cuentos de animales, relatos
etiológicos.
Abstract: In this essay, a close approach is made to the stories of
Jarislandia of Oswaldo Encalada, paying attention to the dialogue that the
author maintains with Jorge Carrera Andrade's and José Juan Tablada's
short forms and Rudyard Kipling's animal stories. Focusing on this
dialogue with multiple sources allows us to appreciate a singular literary
proposal in the stories analyzed, which, heir to the transcultural strategy,
melancholically and playfully experiments with the poetic image and the
etiological tale at a time when the possibilities of escaping to nature are
fewer, the distancing from animals is increasingly pronounced, and many
elements of popular culture have been lost.
Keywords: Ecuadorian narrative, animal stories, etiological tales.
Resumo: Este ensaio aborda as histórias de Jarislandia de Oswaldo
Encalada, centrando-se no diálogo que o autor mantém com as formas
curtas de Jorge Carrera Andrade e José Juan Tablada e as histórias de
animais de Rudyard Kipling. Prestar atenção a este diálogo com múltiplas
fontes permite-nos apreciar nas histórias analisadas uma proposta literária
singular, herdeira da estratégia transculturativa, que experimenta,
melancólica e lúdica, com a imagem poética e o conto etiológico, num
momento em que as possibilidades de fuga para a natureza são menores,
a distância dos animais é cada vez mais pronunciada e muitos elementos
da cultura popular têm-se perdido.
Palavras chave: narrativa equatoriana, histórias de animais, contos
etiológicos.
Introducción
Quizá el primer acercamiento de Oswaldo Encalada (Cañar, 1955) a los
seres diminutos de la naturaleza se da de la mano de dos cazadores de
imágenes, en 1978, cuando presenta su tesis, El haiku en la vanguardia
hispanoamericana, en la que estudia las formas breves de José Juan
Tablada y Jorge Carrera Andrade, poetas a los que une la fascinación por
la imagen, la brevedad de las composiciones y un común interés por
insectos, árboles o animales minúsculos.
Quien se haya acercado a Un día. Poemas sintéticos (1919) de Tablada o
a Microgramas (1926) de Carrera, estará familiarizado con estas
pequeñas galerías donde se exponen —en el centro de una página en
blanco, a través de las delicadas filminas que logra generar un ajustado
puñado de líneas versales— pequeñas imágenes-movimiento donde ha
quedado apresada la rana al saltar al charco o una libélula a la que le ha
latido de pronto su corazón de fósforo.
Seguir los análisis de Encalada sobre estas pequeñas composiciones es
tarea provechosa, sobre todo si lo ponemos en relación con el resto de su
obra. Y es que El haiku en la vanguardia hispanoamericana no solo es
un consistente informe académico, sino que puede ser leído también
como una hoja de ruta de las propias búsquedas literarias del escritor
ecuatoriano: ya están aquí el interés por el pensamiento analógico, el
trabajo con la imagen, la apuesta por las formas breves y la ya
mencionada sensibilidad por los seres diminutos y por la geografía
cercana que serán fundamentales en sus cuentos.
Varios de estos intereses nos advierten, por otro lado, de la simpatía de
Encalada por aquella “actitud del hombre que interpreta los mensajes de
las cosas” (1967, p. 271) de la que hablaba Carrera Andrade, si bien, en
el caso de nuestro autor, se trata de una mirada que no va hacia el mundo
con la fe en el desciframiento, sino que lo toma como anzuelo o incentivo
para jugar y producir narración.
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En las historias de Jarislandia —la mayor parte publicadas en los libros
El jurupi encantado (2004), La casita de nuez (2007) y Los pergaminos
de Jarislandia (2011)— esa actitud productiva, liviana y lúdica se hace
notoria en la creción de un mundo maravilloso con leyes propias, donde
el interés está puesto en la vida minúscula y en una recreación juguetona,
libre, sin pretensiones de inventario, de la fauna y flora locales.
Finalmente, quienes pueblan este bosque lleno de sauces, eucaliptos, o
alisos son las hormigas, chucurillos, lechuzas, chirotes, luciérnagas, a
quienes el autor denomina ‘gente bichita’.
Escritas en un momento en que nuestro autor se dedica a jugar con
distintos cuadros genéricos —de estos años son Salamah (1998), donde
se emula a Las mil y una noches y el Bestiario razonado & Historia
natural (2002), en el que se parodia la imaginación delirante de los
inventarios naturalistas—, en las historias de Jarislandia se evidencia un
acercamiento en régimen serio —en términos de Gérard Genette (1989,
p. 41)— a los cuentos de animales de Rudyard Kipling. No se encontrarán
aquí, en consecuencia, textos que cuestionen nuestra mirada hacia los
animales, ni que planteen fisuras paródicas al modelo tomado del escritor
británico, aunque sí vale decir que permitirán, a quien se encuentre
interesado en su carácter pedagógico, destacar sensibilidades, valores o
enseñanzas distintas a las que se podrían hallar en las historias de Kipling.
El diálogo intertextual que Encalada mantiene con el autor de El libro de
la selva se conjuga, en cualquier caso, con materiales provenientes de
otras fuentes. Es así que en estos cuentos la cotidianidad de sus personajes
se entreteje con una serie de decires, rimas y sentencias que emulan las
fórmulas propias de la cultura popular, imponiéndoles nuevos contenidos,
sabidurías mínimas relacionadas con la vida y las experiencias de los
habitantes de Jarislandia.
Si ponemos estas operaciones en el contexto de la literatura del
continente, tanto el uso de cuadros genéricos de la tradición occidental
como el interés por reelaborar elementos de los repertorios locales
amenazados por ciertos efectos de la modernidad, no dejan de recordar
en algo aquella tarea que a mediados del siglo xx tentaron algunos de los
más importantes narradores latinoamericanos, que, en una de sus
variantes, la de los novelistas agrupados y estudiados por Ángel Rama
bajo la noción de transculturación narrativa, habría conseguido la hazaña
de lograr en su obra “la continuidad histórica de formas culturales
profundamente elaboradas por la masa social, ajustándola con la menor
pérdida de identidad, a las nuevas condiciones fijadas por el marco
internacional de la hora” (1982, p.75).
Quizá fue a finales de la década del ochenta y a inicios de la del noventa,
con la publicación de El día de las puertas cerradas, A la sombra del
verano y La signatura cuando la narrativa de Encalada se acercó de un
modo más palpable a las propuestas de estos narradores latinoamericanos,
aunque ciertamente los relatos de Encalada no buscaran ni la densidad ni
la desmesurada tensión que los transculturadores infligieron a sus
experimentos. Sí coincidió, en cambio, en situar sus narraciones en una
de esas zonas de trastierra — “escasamente pobladas, ajenas durante largo
tiempo y tardíamente afectadas por las innovaciones de la modernidad”
(Pacheco, 1992, p. 63)—, en recuperar ciertos elementos de las leyendas
locales y en poner central atención en algunos temas de la vida
campesina.
Recordamos esto último porque si en sus libros publicados en los años
noventa Encalada ficcionaliza ciertas zonas rurales del austro en un
registro realista, en las historias de Jarislandia parece volver la vista a una
geografía similar, pero con otra finalidad: abrir un espacio maravilloso,
un bosque imaginario que bien podría existir en un pliegue imaginario en
las cercanías del nudo del Azuay.
Señalado esto, se torna necesario mencionar algunos elementos de la
narrativa de Encalada que no encajan del todo con la estela que dejaron
tras de sí los transculturadores latinoamericanos. Nuestro autor no va tras
la búsqueda de claves identitarias, ni pierde el sueño con los intensos
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trabajos de experimentación verbal que entretuvieron a muchos de sus
antecesores o contemporáneos. Tampoco demuestra mayor interés por
aquello que Octavio Paz denominó presente literario, algo que fue una
preocupación compartida por algunos de los novelistas estudiados por
Rama.
De hecho, si se considera la narrativa de Encalada en conjunto se notará
que ésta generalmente abreva en otros repertorios, excéntricos a los
temas, modos, géneros o estrategias considerados como novedosos o
innovadores por sus contemporáneos. Lo demuestran sus primeros libros
de microcuentos en donde trabaja con la imagen y lo grotesco, sus
ejercicios con los cuentos orientales o con el bestiario, el permanente
interés en esa especie de vanguardia discreta —vanguardia en puntillas—
que hicieron Tablada y Carrera a través de sus formas breves: modos,
todos estos, singulares y discretos con los que Encalada, más que entrar
y salir de una supuesta modernidad literaria, orbita en su torno, y que
parecen constituir, junto a sus investigaciones sobre el folklor, las
supersticiones, los mitos, la cultura popular, su apuesta por una ecología
de saberes que permite “salvar aquellas formas de conocimiento que
fueron desautorizadas —invisibilizadas, deslegitimadas— por la
modernidad” (Moraña, 2017, p. 160).
Ahora bien, quizá valga la pena reconocer estas búsquedas literarias en
repertorios olvidados o laterales algo más y arriesgarse a encontrar en
ellas un signo que las conecta con aquellas literaturas regionales que
“conjugan a su propia manera una diversidad de movimientos, de tiempos
y espacios, la cultura popular y la tradición letrada” (Perus, 1997, p. 37).
Resulta necesario entonces tomar distancia de uno de los prejuicios
habituales del lector local, consistente en ver “las asincronías que
caracterizan a muchas de las manifestaciones culturales y literarias de las
regiones […] como ‘atraso’ o ‘excentricidades’ aisladas, de dudoso o
escaso valor” (Perus, 1997, p. 39), para pasar a ver en estos “deslices”
temporales un signo positivo. Así pues, si es verdad que una primera
mirada a varios de los libros que Encalada publica bordeando los 2000
nos llevaría a verlos como manifestaciones literarias caprichosas, “tan
independiente[s] [y distintas] en temática y ejecución de lo usual en su
momento […], que acepta[n] gustosa[s] el callejón sin salida de una
forma narrativa ya exhaustivamente explorada” (Savater, 1976, p. 107),
no se debería dejar de destacar en estos libros las posibilidades de
provocación que tienen en tanto propuestas que buscan para sí la marca
del destiempo y que adquieren o demandan —con este gesto— cierta
potencia del anacronismo.
Considero, pues, que los caprichos literarios de Salamah, el Bestiario
razonado… o las historias de Jarisandia no dejan de interferir y ampliar
las posibilidades de lo decible en el espacio de la literatura ecuatoriana
del momento, pese a que esa apuesta no haya tenido hasta el día de hoy
mayor visibilidad y su injerencia haya sido más bien silenciosa.
Con esto dicho, quizá valga la pena insistir en que, si hemos optado por
acercar —no aplicar— a estos cuentos la noción de Rama —y no otras
que abordan, con otros acentos, fenómenos de hibridación—, ha sido
entendiendo a la transculturación narrativa en un sentido amplio —es
decir, como “el modo de recuperar la tradición latinoamericana en el
momento de peligro de su avasallamiento autoritario” (Croce, 2015, p.
216)—, y con la finalidad de situar la herencia de los transculturadores
latinoamericanos como una sombra suspendida o una presencia que
todavía genera proximidad en proyectos como los de Encalada.
Así, “mientras categorías basadas en el reconocimiento nítido de formas
culturales foráneas y vernáculas va perdiendo sentido”, según Moraña
(2017, p. 16), estas historias sobre gente bichita aun permiten notar ciertas
“negociaciones, empréstitos y reciclajes de material simbólico en
espacios culturales que todavía conservan [o quieren conservar] su
especificidad y su diferencia” (p. 159).
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En ese sentido, considero que un factor importante para entender la
cercanía que establecen estos cuentos con la noción del crítico uruguayo
es la función de mediador —desempeñada antes por todos los
transculturadores— que ha asumido Encalada a lo largo de su trayectoria
con respecto a ciertos elementos populares de la cultura local, muchos de
ellos amenazados por las condiciones de consumo y circulación de hoy
en día; elementos a los que ha cuidado, restaurado y puesto a circular en
nuevos contextos, y de distintas maneras, en los campos de la
investigación y de la creación literaria. Sobre este punto, quizá valga la
pena recordar lo que el mismo Oswaldo Encalada ha dicho en una
entrevista realizada por Gloria Campos sobre las relaciones que tienen
sus narraciones sobre Jarislandia con los relatos tradicionales:
Hace muchos, muchos años que ya casi nadie se acuerda”
es la frase con la que inicio mis cuentos porque [de] esas
historias lastimosamente ya nadie se acuerda, están
desplazadas por los medios de comunicación e Internet. He
visto con bastante preocupación que la tecnología ha llegado
con fuerza a los niños y eso no les permite que conozcan sus
raíces a través de sus padres. Los niños no están conectados
con el tiempo del mito, por eso mi frase inicial en los relatos.
(2015, p. 82)
Con esto dicho, de la propuesta que Encalada hace en estos relatos, en
este trabajo únicamente fijamos nuestra atención en el diálogo que el
autor genera con las formas breves de Carrera y Tablada, los cuentos de
animales de Kipling y el relato etiológico, pues considero que prestar
atención a este diálogo permite apreciar en las historias de Jarislandia una
respuesta personal del autor a las condiciones de la vida contemporánea,
donde las posibilidades de escapar a la naturaleza son menores, el
distanciamiento con los animales es cada vez más pronunciado y muchos
elementos de la cultura popular se han perdido.
1. Una narración que se desprende de la imagen
Decíamos que un primer interés de Encalada en la gente bichita se da en
1978, a partir del estudio de los poemas breves de Tablada y Carrera, pero
no habíamos señalado en qué consiste tal acercamiento. Volvamos, pues,
un momento a la colección de imágenes que Encalada agrupa en su
estudio sobre el haiku en Hispanoamerica, prestando atención a algunos
de los pequeños comentarios que el autor realiza sobre los textos
seleccionados como parte de su método de análisis, ya que creo encontrar
en ellos indicios de lo que serán sus narraciones sobre seres diminutos en
Jarislandia.
Revisemos un ejemplo:
Hongo
Parece la sombrilla
este hongo polícromo
de un sapo japonista. (citado en Encalada, 1978, p. 16)
Sobre este poema de Tablada dice nuestro autor: “El tema es la impresión
visual de semejanza que tiene el espectador entre un hongo y una
sombrilla […]. El cuadro es llamativo, parece una estampa de jardín
donde en primer plano sobresale el hongo con manchas polícromas”. Y
luego agrega algo que evidentemente no está en el texto de Tablada, sino
en el ojo de quien lee y comenta; dice: como lectores, apenas leído el
haiku, “nos imaginamos un sapo ‘japonista’ paseando, mientras se
protege probablemente del sol con su sombrilla” (1978, p. 29).
Pues bien, mi idea es que son pequeños fragmentos como estos, que
aparecen de vez en cuando como temblores de ensoñación entre el pulso
metódico, escrupuloso y recto del Encalada-académico, los que se
muestran como una semilla, un remolino diminuto que anuncia la
narración futura: lector que juega, nuestro autor no sólo comenta la
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imagen que planta el poema, sino que la lee como un fragmento que
puede ser ampliado y recreado, extendiendo su mínima línea de acción.
No en vano, algo de esta imagen aparece en un pasaje del cuento “El circo
de los saltimbichos”, donde el grillo Miguelín va a ver una función de
insectos:
[Miguelín dio] muchos saltos y finalmente llegó a
una pequeña explanada donde alcanzó a ver la cubierta del
circo, que estaba hecha con grandes hojas de bijao […].
Había charlatanes, mercachifles, vivanderas, curiosos,
negociantes de amuletos, vendededoras de refrescos y de
frutas, que usaban como toldos a los hongos de paragüilla.
(Encalada, 2007, p. 35)
Ahora bien, si tradicionalmente el haiku produce una impresión súbita,
desusada, reveladora del mundo, a través de una composición mínima con
una estructura determinada, donde un elemento de permanencia es
desestabilizado por un elemento de cambio; en comentarios como el antes
citado, Encalada estira la estampa del jardín, la convierte en una pequeña
secuencia donde ya no sólo sobresale en primer plano el hongo
manchado, sino que aparece un posible personaje —el sapo ‘japonista’
paseando, mientras se protege probablemente del sol con su sombrilla—
, y lo hace de tal manera que bien podría ser este el inicio de un relato.
Por lo demás, hay algo en esta manera de comentar el haiku que recuerda
el modo con que a veces leemos fotografías caseramente, preguntándonos
por la “historia” que esta cuenta, sugiere o esconde, o intentando adivinar
en ella el contorno vital que rodea a sus personajes, o tentando suponer el
continuo temporal del que ha sido aprehendido aquel fragmento ahora
detenido y ya para siempre convertido en instantánea. En cualquiera de
estos casos lo que hacemos es utilizar la imagen como una especie de
disparador para un relato imaginado que acoja o dé cuenta de las
posibilidades de lo observado.
Otro ejemplo, este más interesante todavía, puede encontrarse en la
lectura que hace Encalada de otro haiku de Tablada, pues en este se
encuentra efectivamente la semilla del argumento de “La estrella fugaz y
la araña”, cuento que se publicará casi treinta años después en La casita
de nuez, el segundo de los volumenes que recoge las historias de
Jarislandia.
La araña
Recorriendo su tela
Esta luna clarísima
Tiene a la araña en vela. (Tablada, 2010, p. 43)
A este poema Encalada comenta en los siguientes términos:
el tema […] en este caso es: el fulgor, el brillo de la luna en
la tela de la araña. Lo evocado por el haiku es, en primer lugar, la
tela de araña y luego una luna muy grande, luna llena de las que
suelen aparecer en las noches diáfanas de nuestros campos (1978,
p. 25).
Y ahora, nuevamente un fragmento en el que parece colarse el narrador:
esta luna llena de metal brilla en la tela al moverse con el
viento y mantiene en vela a la pobre araña que, encandilada, no
puede dormir por el mismo brillo, o porque al moverse la tela y el
fulgor, la araña cree que en su red ha atrapado a algún insecto de
luz y trata en vano de atenazarlo desplazándose de un lado para el
otro de su tela (p. 25).
Otra vez nos topamos, pues, con que el comentario juguetón de Encalada
en su estudio se separa un tanto de los elementos que estan presentes en
el poema del mexicano, aunque es evidente que de él se desprende, y
sigue siendo fiel a la imagen propuesta por el poeta. Lo que nos interesa
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es que tres décadas después este comentario hecho al pie de un poema,
aun tiemble, soñando con ampliarse, tal como lo hará efectivamente
cuando el autor lo retome con modificaciones en el relato ya mencionado,
“La estrella fugaz y la araña”.
El cuento va de lo siguiente: una noche, cuando toda la gente bichita del
bosque se ha ido a dormir, a excepción de la lechuza y otros seres
nocturnos, la araña Carolina se queda en vela remendando su red
destruida por los embates del viento. En esto está cuando de pronto
Levantó la cabeza y miró el cielo. Todo era un
maravilloso manto de oscuridad donde reinaban los reflejos de
las estrellas. Estaba en esa contemplación cuando alcanzó a ver
un punto de luz que cruzó el cielo hasta perderse en el horizonte.
De inmediato sintió la araña en el interior de su diminuto pecho,
una ambición muy profunda. Quería hacer una tela de araña para
atrapar ese insecto, porque estaba segura de que las estrellas no
eran más que bichitos de luz que se estaban quietos, mirando la
tierra, o que volaban de vez en cuando. Se imaginó que esos
bichitos eran mejores que las ordinarias moscas y animalillos
que atrapaba en su red junto al suelo. Su carne estaría hecha de
luz y sus humores, con humedad de estrella, puesto que en el
cielo se alimentarían únicamente de claridad.
[…Por lo que al] día siguiente, apenas despertó, se
fue hacia el árbol de eucalipto más alto. Sabía que su tela
debería quedar muy arriba, solo de ese modo podría
atrapar un bichito de luz […].
Desde entonces, la araña pasa casi toda la noche en
vela, sosteniendo con una patita el hilo que deberá vibrar
cuando caiga una estrella fugaz. A veces el viento pasa con
fuerza y la araña se emociona muchísimo porque cree que
de ese mismo modo se ha de mover cuando caiga su presa
(Encalada, 2007, pp. 25-27).
El relato puede ser leído entonces como la ampliación del pequeño
comentario hecho por Encalada al pie de la imagen presentada por el
poema. El trayecto que sigue la imagen, por otro lado, es el mismo del
caso anterior, ya que pasa por la atención del lector, el estudio y
comentario del texto y llega a la reelaboración del motivo en el cuento —
con ciertos cambios: la luna por la estrella fugaz, por ejemplo—.
Tal y como a veces ocurre que “un mito sea una metáfora desarrollada en
una historia” (Encalada, 2013, p. 52), en este caso puede notarse que el
escritor se ha apropiado del poema, ampliándolo. Pero más curioso aún
es que en su texto, intacto, quizá como un centro de irradiación, aun lata
el corazón de la imagen. Esto no es menor; da cuenta de una peculiaridad
de la narrativa de Encalada: y es que muchos de sus relatos parecen servir
de material protector, reconstituyente para vivificar y volver a hacer
circular imágenes, unas propias, otras leídas, siempre amadas
íntimamente (Gomezjurado, 2022, p. 23).
En conclusión, lo que hemos intentado observar en este apartado no solo
es el deslizamiento de una imagen producida bajo el signo de la poesía
—donde son “las palabras las que se adaptan al ritmo” (Eco, 2012, p.
323)— al reino de la prosa, donde las palabras que narran buscan
fundamentalmente concebir un mundo (p. 323), sino dar cuenta de dos
formas en que Encalada se demora sobre imágenes amadas, haciendo uso
de su derecho de proseguir (Lévi-Strauss, 2018, p. 34) de continuar
investigando aquello que le sugiere la imagen a través de dos formas
distintas de prolongar el efecto estético que estas le causan: finalmente,
tanto el texto narrativo como el comentario crítico le permiten abordar las
instantáneas leídas de otra manera.
Si seguimos a Kenneth Clark (citado en Fu-Tuan, 2007, p. 130) cuando
señala que la valoración crítica sería, entre otras cosas, un modo de
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mantener la mirada fija en una obra, tras la desaparición de la sensación
estética pura —fundamentalmente evanescente— que esta nos causa,
habría que ver entonces en los comentarios críticos de Encalada sobre las
formas breves de Tablada y Carrera, no solo un registro concreto de una
primera reacción del autor ante el poema, sino sobre todo una de las
tentativas de Encalada —la otra se daría en sus relatos— de renovar el
efímero efecto que estas imagenes causan en él, en tanto lector.
A partir de lo dicho, y recordando que, según Vladimiro Rivas Iturralde,
la poesía de Carrera Andrade dio “testimonio poético de un mundo casi
desaparecido: el de la solidaridad entre las cosas que conforman el planeta
y el equilibrio ecológico consecuente” (2014, p. 246), ¿se puede ver en
las Historias de Jarislandia una mirada nostálgica sobre esa intuida
solidaridad entre la naturaleza y los seres que lo pueblan, para proyectarla
sobre las leyes de un mundo maravilloso? Si es así, el bosque de
Jarislandia vendría a compensar —idealizando— una experiencia con la
naturaleza que en nuestros días parece haberse reducido por completo.
O, dicho de otro modo: si ya en “Origen y porvenir del micrograma”,
Carrera Andrade señalaba que el “colibrí, el caracol, el guacamayo, los
grillos, van cesando su fiesta de colores y de sonidos ante el avance del
motor” (1961, p. 79) y vaticinaba el renacimiento de un micrograma de
carácter urbano, donde el “héroe ya no será la ostra, o la golondrina, sino
cualquiera de esas creaciones mecánicas que transforman a nuestro
tiempo en una Edad de Acero” (1961, p. 80), en estos cuentos Encalada
se empecina en retomar la huida de la lechuza, el chirote o la luciérnaga
de nuestras zonas rurales, cada vez más modernizadas, y les da cabida en
el espacio de la ficción.
Bien se puede decir entonces que nuestro autor toma algunas imágenes
de los seres diminutos de las colecciones de Carrera y Tablada, les da
movimiento y los abriga con un mundo.
Por su voluntad de preservación, este mundo algo tiene de museo.
2. Museo de imágenes, laboratorio de relatos etiológicos
Tras haber revisado brevemente el cuidadoso acercamiento de Encalada
a las imágenes de seres diminutos de la naturaleza valdría la pena
desarrollar la relación que las historias de Jarislandia mantienen con los
cuentos de animales de Rudyard Kipling —otra de las líneas de diálogo
que habíamos propuesto en este trabajo—.
Para plantear esa relación, ante todo vale la pena tener en cuenta que la
producción del escritor británico en torno al mundo animal es vasta y
diversa, por lo que resulta necesario señalar de entrada a qué cuentos nos
referimos aquí, cuando lo que intentamos es establecer una cercanía entre
estas historias y las de Jarislandia.
Así pues, cuando en este texto nos referimos a los cuentos de animales
de Kipling únicamente tenemos en mente a aquellos caracterizados a
grandes rasgos por situarse en tiempos remotos, ser protagonizados por
animales y, sobre todo, presentar un uso lúdico de los relatos etiológicos
—esas “pequeñas narraciones con las que una cultura explica la aparición
de determinadas características o un rasgo físico de un animal o inclusive
del mundo vegetal” (Encalada 2010, p. 10)—. Algunos de los cuentos de
Kipling que tienen estas características forman parte de Just So Stories
(1902); son: “How the Whale got his Throat”, “How the Camel got his
Hump”, “How the Rhinoceros got his Skin”, “How the Leopard got his
Skin”, “The Elephant’s Child”, “The Sing-Song of Old Man Kangaroo”,
“The Beginning of the Armadilloes”, “The Crab that Played with the
Sea”, “The Cat that Walked by Himself”.
De un modo general podemos decir, pues, que el diálogo que nos interesa
destacar en esta sección es el que establece Encalada con los cuentos de
animales de Kipling que juegan con las posibilidades del relato
etiológico. Pero, ¿cómo se establece ese diálogo? Si consideramos que un
marco genérico es “un cuadro intertextual de forma narrativa o de modo
de relatar” (Rojo, 2001, p. 249) del que el escritor se apropia, utilizando
Salvaguardar el bosque, restituir las imágenes. Notas en torno a las Historias de Jarislandia de
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el modelo como referencia del propio trabajo creativo, mi idea es que
Encalada hace suyo el modelo de estos cuentos de animales,
confiriéndoles un sentido particular.
Al igual que los de Kipling, los relatos de animales de Encalada operan
por analogías, aunque obviamente ninguno de los dos escritores proponga
sus relatos como herramientas que realmente intenten explicar una
particularidad del mundo, como sí lo hacen los relatos míticos
tradicionales. Son, pues, muchos de ellos, relatos que juegan a imaginar
los motivos que dan cuenta lúdicamente de preguntas como: ¿por qué los
osos hormigueros tienen la trompa alargada?, ¿por qué los chirotes tienen
las plumas del pecho rojo?, o ¿por qué los escarabajos escribanos hacen
signos en el légamo de los charcos? Algunos relatos que juegan con
preguntas como estas son: “El jurupi encantado”, “El llamado de la rana”,
“El chirote valiente”, “El escribano”, “El robo de la palabra”, “Los
bichitos de luz”, “El oso hormiguero y las hormigas”, “Los ciempies y
los sin pies”, “El fin de los asaltamontes”, “La pereza y la tortuga”.
Así pues, si antes veíamos en Jarislandia un museo, por su capacidad para
preservar una serie de secuencias de animales en movimiento, ahora
debemos complementar esa idea pasando a ver en este bosque un
laboratorio para experimentar lúdicamente con el pensamiento analógico.
Con un gesto algo parecido al del bricoleur —que constantemente se
vuelve hacia un repertorio ya constituido en busca de las herramientas y
materiales que le permitan constituir un nuevo objeto (Lévi-Strauss,
2018, pp. 36-38)—, Encalada escribe poniendo en movimiento las
posibilidades proliferantes del pensamiento analógico mediante una vía
narrativa con la que el lector esta familiarizado. En ese sentido la apuesta
de Encalada que queremos destacar aquí radicaría en lograr una
considerable serie de relatos que desenrrollan las posibilidades de la
imagen o juegan con las preguntas del relato etiológico, a través de un
modelo moderno de sobra conocido: el cuento de animales, cuya forma
más popular la lograra Kipling, a inicios del siglo XX.
Vale señalar, con todo, una diferencia: ahí donde el autor de So Just
Stories utiliza preferentemente las posibilidades lúdicas del relato
etiológico para acentuar el carácter pedagógico de la fábula, Encalada,
sin dejar de compartir con el lector una utilidad, un consejo o una
sabiduría, se decanta por hace proliferar, a través de pequeñas aventuras,
las operaciones analógicas del relato etiológico; dicho de otro modo: se
solaza en el divertimento, y lo hace con tanto ingenio y gracia que
pareciera encotrar en este divertido cuestionamiento a las peculiaridades
físicas o conductuales de la gente bichita una de sus líneas de acción
favoritas.
3. Un pequeño giro al cuento de animales
Llegados a este punto se torna necesario advertir el desvío que el autor
ecuatoriano hace respecto del cuento del maestro británico: sin subvertir
del todo el modelo, salta a la vista que Encalada aborda sus relatos
dirigiéndoles una mirada diferente, más cercana y amistosa a los
animales. Lo que resulta interesante en este punto es que esa mirada
vendría mediada por la forma de ver a los animales que Quiroga establece
en sus Cuentos de la selva (1918), tal y como el mismo Encalada lo
menciona en una entrevista:
Esa visión [cercana y amistosa a los animales] no es mía, es
de Horacio Quiroga. Cuando él habla de la tortuga gigante, de las
medias de los flamencos, de los cachorros de coatí, de la guerra de
los yacarés […], él pone muchísimo cariño a esas criaturas y creo
que yo llevé un poco más adelante [esa perspectiva], para que sean
vistas no como gente (seres humanos) sino como gente parte de los
bichos, pero, con las mismas categorías que las personas, por eso,
como en las fábulas, los animales tienen sentimientos, pueden
pensar, planificar (Campos, 2015, p. 79).
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Lo dicho por el autor introduce, pues, al escritor uruguayo en nuestra
discusión y hace de sus cuentos un tercer término en la relación que
veníamos marcando entre Kipling y Encalada. La relación que los
cuentos de Quiroga establecen con las historias abordadas en este trabajo
es, sin embargo, diferente, habida cuenta de que la mayor parte de sus
cuentos de animales no juegan con el relato etiológico —una excepción
sería “Las medias de los flamencos”— y parecen estar más cerca de los
relatos de El libro de la selva que de las narraciones de Just So Stories a
las que aquí nos referimos.
En consencuencia, y dicho esto groso modo, quizá podríamos proponer
que Encalada encuentra en Kipling un modelo del relato, mientras que en
Quiroga halla una sensibilidad acorde a sus intereses, una forma más
afectuosa de mirar a los animales.
Con esto dicho, y tomando en cuenta que el autor de Cuentos de amor,
locura y muerte fue uno de los mayores lectores de Kipling en nuestro
continente, puede resultar oportuno recordar algunos elementos generales
que dan cuenta del distinto tipo de mirada que Kipling y Quiroga dirigen
a sus animales, pues al tenerlos presentes quizá podamos notar mejor la
cercanía que los cuentos de Encalada mantienen con el cuadro genérico
proporcionado por Kipling, alineándose sin embargo con la manera
quirogueana de ver a los animales, de plantear cómo funciona su mundo
y de las relaciones que se dan entre ellos y los seres humanos.
Recordemos, pues, que en los cuentos de Kipling —tanto en los de Just
So Stories como en los de El libro de la selva—
los animales y el hombre viven en un mundo altamente
competitivo y conflictivo donde lo que predomina es la violencia,
la agresividad, la desconfianza y el individualismo. Los dotes
personales que más se valoran son la fuerza, el poder y la astucia.
Los animales se comen los unos a los otros, luchan a muerte y
sienten la necesidad imperiosa de vengarse (Acevedo, 1979, p. 80).
Por su parte, en los Cuentos de la selva de Horacio Quiroga:
si bien existe una barrera infranqueable entre el hombre y el
animal, también existe una identidad profunda […], la relación
ideal entre el hombre y el animal debe ser de armonía y mutua
colaboración […]. La amistad, la colaboración, la lealtad y el
agradecimiento son los valores que se demuestran [en estos
cuentos] (Acevedo, 1979, p. 82)
Pues bien, en las historias de Jarislandia esta mirada amable y cercana —
ya presente en los cuentos de Quiroga— se intensifica, lo que se puede
notar en los elementos en torno a los cuales gira la narración. Así,
mientras la mayoría de las historias de Kipling y de Quiroga se mueven
alrededor del encuentro o desencuentro entre hombres y animales —
nuevamente habrían excepciones como “Las medias de los flamencos” o
“La abeja haragana”—, la mayor parte de las narraciones de Jarislandia
se esfuerzan por abordar la vida de la gente bichita en el bosque,
trasladando la atención a las relaciones que los animales establecen entre
sí y con su entorno; es más, la mayor parte de los conflictos a los que
hacen frente los habitantes de Jarislandia encuentran su causa en
fenómenos naturales como la sequía, un eclipse, el paso de una estrella
fugaz, o en hechos relacionados con formas supersticiosas como el mal
viento o huaira-huañuy, “ese ser que puede causar muchos daños, e
incluso la muerte” (Encalada, 2013, p. 102).
Asimismo, se puede señalar que en las historias de Jarislandia los
problemas de la comunidad se solucionan con la participación
colaborativa de sus miembros, incluso en las ocasiones en que la acción
heroica de ciertos individuos se torna decisiva para recuperar la usual
armonía del bosque; en esto, pues, están nuevamente más cerca de los
cuentos de Quiroga que de los de Kipling, pero dan un paso más: situadas
en el bosque de Jarislandia, muchas de las prácticas de los seres diminutos
de estos cuentos se corresponden sobre todo con ciertas prácticas
Salvaguardar el bosque, restituir las imágenes. Notas en torno a las Historias de Jarislandia de
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tradicionales del mundo andino, como la minga, tal y como puede
observarse en “Un hotel de cinco pétalos”.
Por lo demás, se puede mencionar que en todos estos casos en que la
gente bichita trabaja mancomunadamente para devolver la usual armonía
al bosque, estos cuentos no dejan de compartir con el lector una utilidad,
un consejo, una sabiduría, abriéndose de esta manera “sobre la vida, sobre
la posibilidad de seguir narrando, de sacar provecho práctico de lo
narrado” (Savater, 1976, p. 30). En ese sentido, los dotes que más se
destacan aquí son la empatía por el otro, el agradecimiento, la solidaridad,
el ánimo colaborativo, la actitud reflexiva y atenta con respecto al entorno
y a quienes lo habitan.
Otro punto que diferencia las historias de Jarislandia de los relatos de
Kipling y de Quiroga tiene que ver con el espacio literario que los cuentos
crean. Y es que ni los cuentos de So Just Stories —que se desarrollan en
lugares distintos y tan lejanos como el desierto o la India—, ni los
Cuentos de la selva —que tienen como referente sitios reales como
Misiones y El Chaco—, han llegado a conformar, como los de Encalada,
un mundo de ficción con leyes propias, habitado por distintos tipos de
seres diminutos, cada uno de los cuales no solo habla su propia lengua,
sino “conoce también la lengua general” (Encalada, 2004, p. 49-50) de
Jarislandia, lo que les permite comunicarse con las otras especies del
bosque.
De hecho, a poco de conocer algunas de estas historias, el lector reparará
en que no solo está ante un mundo distinto, de carácter maravilloso, sino
que en él se puede hallar una serie de creencias, costumbres, modos de
hablar y organizarse en la comunidad que la habita, que pueden
reconocerse y detallarse, de la misma manera como otros pueden
inventariar las normas y leyes que rigen a las utopías.
Para terminar este apartado, no quisiera dejar de apuntar el uso de versos
pareados en los diálogos como otro elemento de contacto entre los
cuentos de Kipling y los de Encalada. Sobre este asunto, se puede notar
que en los relatos del escritor británico este uso es excepcional y está
relacionado con la superstición: son, pues, breves rimas de
encantamiento, cuya expresión en el momento y lugar adecuados
ayudarían a conseguir un difícil propósito. Un buen ejemplo de lo dicho
lo podemos encontrar en el sloka “By means of a grating / I have stopped
your ating” (Kipling, 1978, p. 5), pronunciado por parte del personaje en
el momento en que se propone ejecutar su plan para controlar a la ballena
que lo había devorado es decidor.
En los cuentos de Encalada, por su parte, la presencia de este recurso es
mayor, no solo porque los habitantes de Jarislandia sean dados a la
superstición y, por ende, utilicen con frecuencia rimas como expresiones
de encantamiento o como ensalmos, sino sobre todo porque “a la gente
bichita le encanta hablar con rima” (Encalada, 2004, p. 54), por lo que el
uso de este recurso en estos cuentos cumple una función que no se
encontraba en los de Kipling: convierte la peculiar forma de
comunicación de los seres del bosque en “un vehículo de identificación”
(Encalada, 2008, p, 9), muestra a sus usuarios como parte de una
comunidad de hablantes y proporciona a los diálogos un singular efecto
de oralidad.
Conclusiones: hacia un bosque imaginado en los Andes, o el
segundo retorno a la infancia
Recapitulemos. A lo largo de este trabajo nos hemos propuesto revisar
las relaciones que las Historias de Jarislandia establecen con las formas
breves de Tablada y Carrera Andrade, con los cuentos de animales de
Rudyard Kipling y con los relatos etiológicos. Curiosamente, esto nos ha
conducido a ver en el bosque de Jarislandia tanto un museo que preserva
imágenes del entorno cercano, como también un laboratorio en el que se
experimenta lúdicamente con las posibilidades del pensamiento
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analógico. Aquí Encalada toma imágenes de los seres diminutos de la
naturaleza, les da movimiento —suponiendo, a partir de una instantánea,
pequeños conflictos narrativos— y los abriga con un mundo; de esta
manera, en Jarislandia pueden encontrarse en tiempo presente numerosas
secuencias de seres diminutos que se mueven de aquí para allá,
emprendiendo las pequeñas aventuras que explicarán el porqué de algún
rasgo conductual o físico que los caracteriza.
Teniendo en cuenta lo dicho, no quisiera terminar este trabajo sin antes
considerar una última idea que quizá redondee nuestra propuesta de ver
en Jarislandia un museo-laboratorio personal: me interesa, pues, recordar
que nuestro autor vivió su niñez en el campo, para proponer que la
cercanía que Jarislandia encuentra en la geografía andina del austro
ecuatoriano, bien podría relacionarse con la nostalgia del lugar perdido:
de esta manera, replegarse en el museo-laboratorio de Jarislandia sería un
modo en que el autor no solo repasa una personal colección de imágenes
de los seres diminutos de la naturaleza, o juega libremente con las
posibilidades del relato etiológico; también sería un manera de retornar
al espacio perdido de la infancia, aunque de un modo distinto al que ya
había intentado en otros textos.
Para explicar la singularidad de esta empresa, quisieramos recordar, pues,
que gran parte de la literatura de Oswaldo Encalada puede ser vista como
una tentativa del autor de rondar por las cercanías de algún pueblo andino
de otro tiempo, donde aun se pueda ver —con los ojos queditos de la
memoria— a los niños más animados en el patio de la escuela, jugando
con jurupis, a los que colocan en pequeños círculos dibujados con carbón
en el suelo; de hecho, se puede recordar que ya en El día de las puertas
cerradas y en A la sombra del verano —según lo reconoce el autor en
una entrevista a Jorge Dávila— había intentado dar un tratamiento
literario a “la vida en el campo; la cacería, el río, la vivencia con mis
hermanos” (1990, p. 135).
No es de extrañar, así, que en estos libros y en otros como El milizho
(2010), el lector tenga la impresión de que el escritor, a través de la
escritura,
mira su propia infancia. Recuerda los tantos y tantos juegos
que practicó en la escuela, fuera de ella, en las noches, en los días,
en compañía de pocos, en compañía de muchos. Recuerda las
rondas que jugaban sus hermanas. Frescas asoman a la memoria las
frases, las imágenes. Repite palabras ya olvidadas, que suenan en
sus bocas con acento de agua manantía (Encalada, 1999, p. 257).
Esta impresión, sin embargo, no se tiene con respecto a las historias de
Jarislandia, en las que el autor parece hacer un pliegue en la geografía
local para proyectar un bosque maravilloso, una personal forma de la
utopía —a la que quizá habría que volver en otro texto a partir de los
aportes de la ecocrítica—.
Nuestra impresión, pues, es que, en este, su segundo retorno a la infancia,
Encalada vuelve a su niñez, aunque de un modo distinto, diferido, si se
quiere: lo hace —según él mismo lo ha dicho en una entrevista—
escribiendo las historias que le habrían gustado leer en aquellos años,
cuando él mismo andaba entre gullanes.
Tal aseveración, dada por Encalada en la entrevista, es interesante y
quisiera detenerme un segundo sobre ella, pues en su claridad y sencillez,
es capaz por sí misma de disparar en quien la lee una imagen de escritura
especular, melancólica y singularmente comprometida; una imagen en la
que aparece un narrador adulto enfrentándose a la página en blanco, no
para recuperar las esquirlas coloridas de la infancia que pudiesen
abigarrar y enriquecer la situación que habita en el presente, sino para
dirigirse más bien al niño que fue en otro tiempo, y proporcionarle —
mediante los trucos y magias que ha llegado a dominar al día de hoy—
las historias que podrían haberlo acompañado con suerte, en una época
en la que la cercanía con la naturaleza era mayor, pero en la que gran
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Oswaldo encalada
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parte de los libros a los que se tenía acceso traían aventuras de mundos
lejanos, exóticos.
Gracias al desarrollo de esta imagen, Jarislandia se nos aparece entonces
como el dispositivo capaz de convertir el entorno inmediato y familiar en
un espacio donde también son posibles las peripecias de la literatura, solo
basta para comprenderlo afinar el ojo, ver el bosque, ser sensibles a la
gente bichita que lo habita.
A partir de lo dicho tomo consciencia de que escribir puede ser también
una forma de proporcionar material de lectura al niño que fuimos,
cumpliendo así un anhelo al mismo tiempo secreto e imposible, propio
quizá de escritores: el de lograr que el niño que fuimos, tras leernos, nos
encuentre a la altura de sus ensoñaciones y expectativas, que nos lea y
reconozca y quiera.
Cuenca, octubre, 2022.
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