DOI: 10.18537/puc.34.02.09

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Creación

Revista Pucara N.° 34. Vol. 2, 2023
e-ISSN: 2661-6912






















Relatos de María Paulina Briones


Hambre/Faena


Y los corté en cubitos. Experiencia yo ya tenía de cocinar al lado de mi
abuela y de mi madre que insistían en la perfección de la cebolla cortada
en cuadrados, igual a mis perfectas cuentas a fin de mes, cuando miraba
el techo como si ahí estuviera escondido el tesoro de la olla de los
gnomos, al final del arcoiris. No pues, no había cómo no haberlo hecho
tan bien… Y primero desangré cada parte, igual que a los pollos que se
despluman y se cuelgan. Faenar, creo que le dicen. Sí digo que cuando
estaba empezando me acordaba de cómo los habían traído hasta acá, no
digo que no me acordara. Pero ya luego es que el trabajo se hacía
mecánico. No sé cuántos recorté. Cuántos brazos, cuántas piernas,
cuántos deditos de niños, esos sí que eran complicados, demasiado
blanditos, pero se podía. Todo se puede. Lo de los cubitos no era nada de
otro mundo, te diré. ¿Sabes cuántos comimos de ellos?





Relatos de María Paulina Briones.

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Como un péndulo


El aullido es una larga lengua morada
que deja hormigas de espanto y licor de
lirios.


F.G.L.

El llanto empezaba a las cinco de la tarde todos los días. Tengo grabado
ese berreo desquiciante que siempre trae el mismo episodio a mi cabeza.
Claro que éramos todos unos niños. Éramos una pandilla que jugaba todas
las tardes en el pequeño parque al final de la calle peatonal que daba al
estero. Nos escondíamos, corríamos de una casa a otra, lanzábamos por
los aires cualquier cosa que se interpusiera a nuestra velocidad. Éramos
unos niños en un territorio distante porque después de esa peatonal ya no
había nada. Al frente un cerro, más lejos, la cantera, y más todavía, los
lugares de cacería. El camino se hacía de tierra y esporádicamente los
montículos de basura mostraban que debía ser esa calle Sexta el fin del
mundo. Al menos de nuestro pequeño y limitado mundo. El estero no
estaba totalmente contaminado, pero sí terminaba abruptamente.
Estrangulado empezaría a morir pronto; era cuestión de tiempo para que
se convirtiera en un estanque maloliente y sin vegetación. Pero cuando
éramos unos niños las iguanas corrían hacia el agua, y de vez en cuando
las culebras se metían en nuestros patios.


Las casas de los Jardines del Salado estaban pegadas unas a otras. Mi
hermano y yo creíamos que el armario era un teletransportador, pero
además habíamos descubierto que si nos metíamos en ese clóset y nos
quedábamos quietos y en silencio podíamos escuchar algo, un rumor de
la conversación de los vecinos, que para ese tiempo se pusieron tristes y
desorientados. La hermana mayor se hacía cargo de todo. Debía tener mi
edad. Bañaba a sus hermanos, les preparaba la comida, los hacía estudiar.
Es ahí cuando empezaba el llanto constante del menor que no quería
obedecer. El padre se había marchado de la casa un tiempo antes y yo le
preguntaba a mi madre a dónde estaba nuestro vecino. Ella me decía que
se había ido de viaje, pero que volvería. Mi hermano y yo sabíamos que
el padre de la casa contigua no estaba de viaje porque los dos
compartíamos la complicidad y oscuridad del clóset. Espiábamos.
Escuchábamos los sollozos de la madre por las noches, el berreo del más
pequeño todas las tardes. La guerra cotidiana de una niña cuya obligación
era ser madre y padre. ¡A la ducha!, gritaba Sophia. ¡A la ducha ya!, y el
pequeño corría por la casa hasta que los llantos de súplica eran tan fuertes
que mi hermano y yo no teníamos que meternos al clóset para escuchar.
Parados, los tres: mi mamá, mi hermano y yo, en el corredor del segundo
piso, nos quedábamos muy quietos, exhaustos y desarmados ante el
desastre de la casa contigua.

Poco después eran los gritos de la madre que pedía explicaciones a todos
los hijos. El pequeño siempre era el más reprendido porque era evidente
que los estudios no eran de su predilección. A veces el gordito se quedaba
pateando la pelota en la peatonal, mientras el guardia le decía: “Gordo,
anda estudiar que si no hoy te vuelven a dar”. Pero nada, Miguel, parecía
vivir en otra dimensión y esa pelota era su pasaporte para viajar. Así eran
las tardes de mis vecinos. Antes eran los juegos, luego mi amiga ya no
pudo salir más porque tenía obligaciones.

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Los Jardines del Salado se extienden en mi memoria hasta escuchar el
ruido de la cantera que todas las tardes hacía estallar piedra caliza. Las
casas temblaban con la detonación, con el paso de camiones y con los
gritos que eran cada vez más estruendosos.

Sophia necesitaba mantener el orden, dominar a sus hermanos, y no había
otro método que los correazos. El pequeño era siempre el más golpeado.
No porque fuera un niño malo; todos repetían que era vago.
Una vez mi papá lo escuchó gritar con tanta desesperación y dolor que
fue a tocar la puerta de al lado porque habíamos perdido el sueño después
de advertir todo ese caos tan cercano. La verdad es que no hace falta mirar
muy lejos para sentir el horror de la soledad y la tristeza, y mis vecinos
eran la prueba de ello. Su casa se había vuelto lúgubre con la partida del
padre y las ausencias de la madre. Y nosotros lo intuíamos. Era la primera
vez que reparábamos en que una familia no andaba bien. Como dije,
éramos unos niños, ¿qué podíamos saber del abandono y de la muerte?

A las cinco de la tarde como casi todos los días empezaron los berreos,
pero esta vez duraron poco, y extrañamente ese día miércoles, todo se
volvió silencioso prolongadamente. Un miércoles de ceniza, estoy casi
segura. Cerca de las siete de la noche escuchamos un grito desgarrado, un
alarido que nos despertó de una siesta tardía. Mi mamá se levantó de la
cama y se paró frente al clóset. Yo me encontré con ella ahí. Luego me
pidió que volviera a mi cuarto y después escuché que ella y mi papá
salieron de la casa. Ya no sé qué hora era, pero los vi regresar muy
agitados. Mi mamá se agarraba las manos y se las apretaba y cuando me
vio parada frente a la escalera subió corriendo y me abrazó. ¿Qué edad
teníamos? Creo que yo iba a la Secundaria. Fueron muchos años de
llantos y gritos. Yo ya era grande. A veces me pregunto qué era ser
grande.

Las imágenes se vuelven confusas no por el paso del tiempo sino por las
emociones: mi madre vomita varias veces, mi padre llora; llora como un
niño. Yo siento que me chocan los dientes como cuando se tirita de frío;
mi hermano que ya se ha despertado corre hasta el clóset y se encierra,
pega su oído a la falsa pared, pero solo escucha un eco profundísimo. O,
yo pego mi oído a la pared, mi hermano llora, mi mamá también llora y
mi papá vomita… tal vez fue así, tal vez. Solo hay una cosa que no cambia
en mi recuerdo, una sola cosa inmutable y definitiva: la escena del gordito
colgado de una viga, oscilante todavía, amoratado. La libreta de
calificaciones arrugada, hecha un bulluco, debajo de una cama. Su
lengua, su pequeña lengua reseca, tan solitaria.