Recibido: 08/02/2025
Aprobado: 08/02/2025
Publicado: 13/06/2025
Fiebre de carnaval e “indicios”: una poética
del habitar el litoral
Fiebre de carnaval and “traces”: a poetics of
dwelling on the coast
Resumen
¿Cómo se construye un lugar, un posicionamiento, un modo de estar? ¿Cómo puede pensarse el litoral afroesmeraldeño desde la perspectiva de la infancia? Esta ponencia explora la creación de una poética del habitar a través del análisis del lenguaje orticiano en Fiebre de carnaval e “Indicios”, textos cuyas narrativas se focalizan en la Esmeraldas de los años noventa —un territorio que, en palabras de Gómez-Barris, ha sido tradicionalmente usado como “zona extractiva”. “Hablar es hacer territorio insular”, dice Ortiz Ruano. Exploraremos las posibilidades de esa insularidad en la configuración de una geografía sonora, un ecosistema líquido y afectivo en el que se trenzan lo trágico, lo violento y lo festivo. Se plantea una lectura sobre la potencia de la infancia y su rol en la desestabilización de la mirada. Finalmente, este texto propone la conformación de un cuerpo-territorio cuyo centro es el cuerpo femenino racializado que configura un “anclaje territorial”.
Palabras clave: litoral, carnaval, cuerpo-territorio, infancia
Abstract
This paper explores the creation of a poetics of living through the analysis of Ortiz Ruano’s narrative language in Carnival Fever and “Indicios,” texts that depict Esmeraldas in the 1990s—a coastal territory historically framed as an “extractive zone.” How does childhood serve as a lens for reconfiguring place, subjectivity, and belonging in this context? “To speak is to make an insular territory,” Ortiz Ruano asserts, a notion that invites an exploration of insularity as a mode of inhabiting and narrating space. This study examines how a sound geography emerges—an affective and liquid ecosystem where tragedy, violence, and festivity intertwine. Through this lens, childhood is positioned as a site of resistance, capable of unsettling dominant visual and narrative frames. Finally, the text proposes the formation of a body-territory, anchored in the racialized female body, as a spatial and poetic configuration of place.
Keywords: ecuadorian coast, carnival, body-territory, childhood
Vol. 1, N.° 36, 18-25
Cómo citar:
Torres-Armas, A. (2025). Fiebre de carnaval e “indicios”: una poética del habitar el litoral. Pucara, 1(36). https://doi.org/10.18537/puc.36.01.03
Introducción: “Hablar es hacer territorio insular”
¿Hay, en efecto, una imagen de intimidad más condensada, más segura de su centro que el sueño de porvenir de una flor cerrada aún, y replegada en su semilla?
—Gastón Bachelard, La poética del espacio
En su poema “Madre o el relato de lo insular”, Yuliana Ortiz Ruano dice: “Hablar es hacer territorio insular” (2019, p. 123), una afirmación que resuena en las dos obras que este texto analiza. La novela Fiebre de carnaval (2022) y el cuento “Indicios”, parte de la colección Litorales (2023), usan como dispositivo para iniciar la narración la muerte del ñaño1 Jota. En Fiebre de carnaval, la conmoción porque “el ñaño Jota se muñequeó” (٢٠٢٢, p. ٩), igual que todo el resto de la obra, se filtra a través del sensorio de Ainhoa, una niña afroesmeraldeña de diez años, racializada y migrante, que tiene el cuerpo y la lengua permeada por el ritmo. Digo sensorio porque lo que Ainhoa nos cuenta sobrepasa la mirada y la voz. En la obra hay una articulación con el cuerpo y las entrañas. Ella siente la muerte de Jota “como si le hubieran tirado un baldazo de agua helada en la jeta”. (2022, p. 9)
“Indicios”, por otro lado, narra los antecedentes de la muerte de Jota, pero desde la perspectiva de Mirta, la matrona afroesmeraldeña que crio a Nelita, la mujer del finado. Aquí, Jota aparece “Bien vestidito, bien perfumadito, bellísimo” (2023, p. 43) antes de que “esa enfermedad” (2023, p. 43) se llevara su belleza.
Este ensayo rastrea las conexiones entre los cuerpos y los territorios, enfocándose en cómo el cuerpo de la niña Ainhoa en Fiebre de Carnaval y el cuerpo de Jota y la voz de Mirta en “Indicios” se entrelazan con geografías violentas, pero también resistentes y festivas. La pregunta de cómo habitar este espacio se enlaza con la infancia y la memoria sonora de Esmeraldas, configurando una geografía líquida y afectiva que contraefectúa la marginalización.
1. El cuerpo como territorio
Fiebre es una novela que, como el carnaval, subvierte el orden, pero, especialmente, elimina los centros y nos lleva a pensar desde Esmeraldas, provincia periférica y fronteriza, bañada por el mar, atacada siempre por la crisis. Esta ciudad, donde “las calles son una fotografía quemándose para siempre” (2022, p. 178), se reimagina como un espacio afectivo donde el lenguaje y la música configuran nuevas formas de resistencia y de habitar.
Ainhoa, la protagonista, es considerada por algunos adultos como una niña que “habla como viejita” (2022, p. 37) y que debería de ser más infantil. Aunque nació en Limones, una pequeña isla que no aparece en los mapas, vive en Esmeraldas. Delgadísima y vivaz, es una mezcla de niña, medusa y bromelia. Sus ñañas se asustan cada vez que tienen que peinarle el “pelo-aguamala” (2022, p. 36) porque es incontrolable. “Yuyito”, como la llaman, es como las hierbas silvestres que habitan en el monte, es una con las plantas que crecen en su jardín. Su voz se desliza entre el verde vegetal con sus dudas y certezas, y las plantas le responden: “Los árboles, […] entienden mi lengua que no comunica una sola cosa con sentido… el árbol de guayaba se menea, verdea con sus hojas en mi cara y me enseña que las mamis, en su silencio y en su expulsión del territorio cercano también pueden amar” (2022, pp. 99–100). La niña experimenta y aprehende el mundo con todos los sentidos, pero su perspectiva, de cierta forma, se descentra de la mirada para presentarnos un mundo permeado por el tacto y el oído.
“La casa de la mami Nela” (2022, p. 29), donde crece, está situada en la México y Cartagena “en la mitad de dos barrios, cosa seria… [La Guacharaca y 20 de Noviembre entre los] que hay como una telita transparente… una pequeña línea que divide lo bueno de lo malo” (2022, p. 27). El barrio en el que vive es peligroso, está asediado por el narcotráfico y las balas. Sin embargo, Ainhoa reimagina ese espacio intermedio no como una división sino como un punto de confluencia.
Según Ricardo Green y Lucía De Abrantes (2021), Esmeraldas puede entenderse como un espacio citadino donde lo urbano y lo rural se confunden. En Fiebre de Carnaval, los cuerpos blancos —los turistas quiteños— que irrumpen en el territorio son percibidos como lo otro: “Yo pensaba que los niños quiteños eran raros y estúpidos, criaturitas demasiado frágiles y rojas comiendo mocos y cagándose en los calzoncillos. Niñitos cojudos… que el sol destruye que el mar azota y revuelca” (Ortiz Ruano, 2022, p. 63). Este contraste se intensifica cuando los primos de la capital reproducen gestos coloniales: cuestionan el mundo de Ainhoa, le dicen que sus juegos no sirven y la llaman “negrita”, lo que provoca su ira porque, como declara, ella tiene nombre. Durante un feriado, mientras los adultos bailan, Ainhoa es abusada por uno de los primos mayores. Este evento la enfrenta, demasiado pronto, a la necesidad de cuidarse tanto dentro como fuera de casa.
Macarena Gómez Barris (2010) describe a territorios como Esmeraldas como “zonas extractivas”, marcadas por la explotación de recursos en beneficio de empresas transnacionales, donde se prioriza la rentabilidad sobre el bienestar comunitario. Sin embargo, también son espacios de resistencia cultural.
La exclusión cartográfica y el capitalismo extractivo que Ortiz Ruano critica en su obra revelan nuevas formas de racismo y exclusión de género. Desde el marco del feminismo decolonial, podemos leer el abuso sufrido por Ainhoa como una metáfora del cuerpo-territorio, concepto que Zaragocin y Caretta definen como “la relación ontológica inseparable entre el cuerpo y el territorio: lo que el cuerpo experimenta es experimentado simultáneamente por el territorio” (2021, p. 2). Este enfoque resalta cómo, al inscribir el cuerpo de Ainhoa en un agenciamiento colectivo, las experiencias personales dialogan con la defensa del territorio y la violencia sistémica que enfrentan las comunidades de Esmeraldas.
En Indicios, Jota encarna otra forma de cuerpo-territorio, uno marcado por la fragilidad y la resistencia a la enfermedad. A solas, frente al espejo, Jota va menguando, empequeñeciéndose. Nos expone su geografía, sus costas corroídas: “Hay unas, manchas blancas naciendo de las mejillas y del paladar como mapas. Pequeños Atlas incompletos brotándome de la boca, cuarteándome la lengua, cartografiando la nariz hasta llegar a las cejas” (2023, p. 40). A pesar de eso, su vitalidad sigue resonando como un “conglomerado festivo de otros cuerpos” (Indicios, p. 41); pero más que eso, se constituye en un conglomerado de otras voces: si sabemos sobre él en Fiebre, es por los recuerdos de Ainhoa, y en “Indicios”, es por medio de la voz de Mirta. El relato juega con una doble ausencia: la de la interlocutora que registra la historia, pero que nunca aparece, y la de Jota que se ha ido y cuyo rastro escuchamos como “un grito de otro cuerpo inobservable» (2023, p. 41). Tenemos frente a nosotras el registro de un cuerpo y una arqueología de la memoria.
2. En el principio era la rumba: el litoral como geografía sonora y afectiva
En Indicios, la insularidad se define mediante un ecosistema sonoro que fluctúa entre lo trágico y lo festivo. Ortiz Ruano emplea la música y la voz de Mirta como dispositivos narrativos que conectan a la lectora con el litoral esmeraldeño, donde la oralidad y el canto se erigen como formas de resistencia cultural. Mirta cita canciones como el currulao “Digna y feliz”, de Canalón de Timbiquí, que representa no solo un arraigo a la tradición, sino también una reafirmación de la dignidad y el linaje femenino en un ambiente adverso.
En este contexto, Litorales mezcla música, poesía y relato, presentando un pacto de confidencia entre la narradora y las lectoras. La memoria fluye de manera fragmentaria, sin linealidad ni cronologías definidas, y se acompaña de analepsis y prolepsis, configurando una performatividad del ritmo narrativo que lo constituye como objeto estético en un marco de lo fluido y, de cierta forma, contrasistémico: la dimensión oral (los dispositivos narrativos y recursos mnemotécnicos) se proponen como una forma secular de producción de memoria y cultura. “La memoria como cuerpo danzante” (2016, p. 27) habría dicho Arcadio Díaz Quiñonez.
En Fiebre de carnaval, Ainhoa adquiere conciencia del lenguaje a través de la música y la poesía. Canta canciones de La Lupe, Los Van Van y Celia Cruz, mientras los poemas enseñados por su ñaña Antonia le anidan en el pelo. Ella aprende de Jota que “bailar es escuchar con la cintura” (2022, p. 15). De esta manera, el mundo le entra por el oído y le sale por los pies, cuando baila.
La niña crece en los años noventa e inicios de los 2000, en medio de la dolarización y el caos social reflejado en escenas como “filas afuera de los bancos, llantos… llantas incendiadas dentro de los bancos” (2022, p. 177). En este entorno hostil, el carnaval emerge como resistencia frente a la muerte, “personas que saltan de edificios en la capital y en Guayaquil, una turba de personas asumiendo la calle como el único hervidero posible”. (٢٠٢٢, p. ١٧٧)
El carnaval se constituye en una “puerta abierta hacia el desvarío, la locura y la joda eterna, como si alguien abriera una llave de farra, que no solo nunca se cierra, sino que se reboza y se sale de los baldes” (2022, p. 149) que sumerge a Ainhoa en un sensorio desbordante de olores, humedad y fluidos. En su experiencia, el carnaval es un espacio donde lo afrodescendiente se celebra sin restricciones. Incluso en su descripción hiperbólica del barrio La Guacharaca: “Caminé en medio de botellas de cervezas rotas, de señores y señoras culiando. De música cada vez más alta, de olores que mi nariz no podía nombrar: estaba en el centro del corazón pujante del carnaval» (2022, p. 160); la fiesta aparece como un paréntesis temporal que suspende las tensiones del entorno; es posible ser negro sin limitaciones y la performatividad del baile cobra protagonismo.
La música trasciende lo físico: “La gente entraba en una especie de trance y brincadera” (2022, p. 18); es una materialización del encuentro, pero no solo con otro, es como, si siguiendo a Merleau-Ponty (1993), se diera el reconocimiento del ser-en-el-mundo por medio de la experiencia del mundo vivido y su expresión en el propio cuerpo.
3. Migraciones
El agua, el mar, el río en estos relatos son inscripciones en un movimiento de desplazamiento: de ida. Mirta sale de Colón Eloy siendo muy niña, debido a la precariedad. Empieza a trabajar en la casa de una familia donde sufre varios tipos de violencia, por ejemplo, no recibe una paga y además es abusada sexualmente.
Mirta le cuenta a su interlocutora que quedó embaraza del doctor Nolberto en tres ocasiones; en dos le practicaron abortos. En el tercero, decide quedarse con la criatura y le pide a San Antonio que este hijo —una hija, sabremos después— pueda ser criado en libertad. Nolberto es un hombre casado y mayor que le “ofreció el oro y el moro para besarme entre la chepa y cuando me preñó, él mismo me inyectó una porquería para que me orine a mi bebé” (2023, p. 51), cuenta Mirta.
Tras el alumbramiento, Mirta es diagnosticada con depresión posparto, pero ella lo que tiene es pavor de que su hija tenga que vivir en las mismas condiciones de precariedad y servidumbre. Durante el puerperio y aún después, Mirta amamanta a su hija y a la hija de la patrona, por temor a que las criaturas se mueran: “Ahí no había pastilla ni arrullo que nos quitara la locura” (2023, p. 50). De esta manera, se convierte en la cuidadora principal de Nelita, con quien comparte un vínculo de afecto que se evidencia en las conversaciones en que la aconseja que no se case con Jota mientras le trenza el cabello antes de dormir.
Pese a las advertencias, Nelita se casa con Jota en una fiesta fastuosa en que el exceso, la embriaguez y la música son la característica principal: “Trajeron a un mariachi de veinte cantantes guitarreros bailarines, estuvieron tocando en vivo Los Chihualeros, Pachándola y grupo Taribo. Estaba ese señor diyei, […] Míster ni sé qué, míster soltren” (Ortiz Ruano, 2023, pp. 57–58). Como si hubiera sido un acto premonitorio, piensa Mirta, tenía Jota el mal gusto de cantar en cada fiesta “Viuda a los veinte años”, de Miguel Ángel Robles.
Igual que Mirta, toda la línea femenina de Ainhoa proviene de una isla. También al igual que Mirta, Ainhoa es sobreviviente de abuso sexual. En Fiebre de carnaval se narran dos violaciones a la niña: una perpetrada por el primo, y otra, por su abuelo. Todos lo saben y todos guardan silencio. Ainhoa sabe que algo le ha pasado, pero no sabé qué y se desespera porque detesta no saber nombrar las cosas. Podemos leer los abusos a los que Mirta y Ainhoa sobreviven en términos de cuerpo-territorio. El capital extractivo centralista hace con Esmeraldas lo que los abusadores con el cuerpo de las mujeres. Hay un poder detrás de esa violación, explicaría Rita Segato. En contraparte, hay todo un microcosmos de mujeres creando redes de afecto, cuidados y solidaridad para sobrellevar la vida.
4. ¿Saberes ancestrales?
La pregunta fundamental que propone De Certeau en “La belleza de lo muerto” es: “¿Existe cultura popular fuera del gesto que la suprime?” (1999, p. 69). El texto de Ortiz Ruano nos invita a hacernos el mismo cuestionamiento.
En un momento, Mirta interpela a su interlocutora al sentirse investigada y opone lo que está narrando a la idea de que su entrevistadora solo se la pasa leyendo: “Usted me graba para ir a escribir sus cosas de que la gente ignorante hace esto y aquello, de que los conocimientos y que los saberes”. (Ortiz Ruano, 2023, p. 61)
Mirta se afirma en su punto de enunciación al leerse a sí misma como otra, pero no se pregunta por la validez de su conocimiento “ancestral” que existe por fuera de ese saber dominante que la ve como un objeto de estudio y que es, a fin de cuentas, el que la define, por oposición, dentro de un ámbito letrado. Su cuerpo está atravesado por saberes conocimientos y prácticas culturales e identitarias de que las, sin embargo, puede estar privado por cualquier circunstancia. Mirta cuenta que su hija nació en carnaval y que ella no pudo cumplir con la cuarentena que tienen las mujeres recién paridas. ¿Hay alguna relación entre esta abstinencia de la experiencia que permee también el cuerpo infante de Marita, su hija, quien, con tan buena fecha para nacer, en vez de salir festiva, “salió malencarada”? (Ortiz Ruano, 2023, p. 63)
5. La belleza del muerto
La muerte es prepararse para un nuevo estadio. Las palabras delirantes de Jota, unas palabras que Mirta no sabe por qué ha guardado, resuenan en ella:
Podría jurar que eso rosado / que brota también de / la parte blanca de mis ojos / es el nuevo territorio insular / que se hace visible en lo invisible / como Antilla, o mejor como un palenque […] // Eso que se apodera de la piel / deliciosa para corroerla / es un grito de otro cuerpo / inobservable diciendo: / existo, estoy viviéndote y / fagocitándote paulatinamente. (Ortiz Ruano, 2023, pp. 40–41)
Mirta cree que “en el centro de su enfermedad” (2023, p. 67) Jota ha alcanzado la sabiduría y que sus palabras provienen de otro espacio, que son “palabra de montado. Un montado cuando una entidad usa tu cuerpo para comunicar algo importante, mamita” (2023, p. 67). El poema de Jota se expresa como un proceso somático que se escupe como exceso de cuerpo. Vemos que lo que sale del cuerpo enfermo desestabiliza el mundo, tiene el tufo de lo incontenible. La palabra que usa es “fagocitándose”: sus células enfermas de sida se comen a sí mismas, aparece lo abyecto, una zona de diferenciación en que el cuerpo, como diría Julia Kristeva, se convierte en no-yo.
La geografía de Jota materializa la noción de Benítez Rojo (1998) sobre la identidad caribeña (en un sentido expandido) como un archipiélago, una experiencia de fragmentación y repetición constante que nunca es idéntica, sino siempre en formación y resistencia. Este enfoque construye una poética del habitar que convierte el cuerpo de Jota en una isla donde lo trágico y lo festivo coexisten en una especie de cartografía viva que desafía las narrativas hegemónicas sobre el litoral. Con su narración, Ortiz Ruano nos permite apalabrar el poema de Jota y escuchar su corporalidad, pensar en el gesto, en la posibilidad de comunicarse sin palabras.
Ainhoa hereda el baile de Jota: “Después de esos días de carnaval en los que aprendí a bailar duro, a sudar mi cuerpo huesudo y chiquito como un caballo chúcaro, no me paró nadie” (2022, p. 29) y es así como logrará superar su duelo. Cuando logra darse cuenta de lo que pasa en el sepelio del tío, primero siente un miedo terrible, como si su cuerpo fuese un incendio. Siente ganas de bailar y pide que le pongan una salsa, pero su padre no accede. “Pórtese sería, mijita. // Sida. Su ñaño Jota se muñequeó de sida”. (2022, p. 24)
6. Indicios sobre la voz, indicios sobre las islas
En Fiebre de carnaval e “Indicios”, Ortiz Ruano articula una poética del habitar que convierte al cuerpo afrodescendiente y el espacio litoral en territorios de resistencia. En términos de conexiones culturales, existen lazos históricos entre los países con comunidades afrodescendientes. Creo pertinente traer a colación el ensayo “El archipiélago de fronteras externas”, de Ana Pizarro, en que, a partir de las reflexiones de Benítez Rojo y de Édouard Glissant, la autora amplía la idea de lo que entendemos por culturas del Caribe como “culturas articuladas por trazos comunes ligados a una también común historia de colonización y esclavitud, centrada en la economía de plantación”. (2002, p. 15)
Benítez Rojo propone una idea de apertura sobre lo que entendemos por Caribe, debido a la imposibilidad de limitarlo. “Todos estos términos [que definen lo caribeño] deben ser vistos como inestables construcciones de plasma, en perpetua fluidez y cambio” (1998, p. 398). El texto de Ortiz Ruano nos acerca a esa fluidez y nos permite buscar lo relacional y en movimiento. No hay que perder de vista que tradicionalmente se ha inscrito al Ecuador como un país esencialmente mestizo; sin embargo, pese a que existe un reconocimiento de su multiculturalidad y plurilingüismo, la población afrodescendiente ha tenido que enfrentar el racismo estructural que ha implicado, hasta años recientes, la invisibilización sistemática de sus aportes culturales.
El crítico Michael Handelsman sugiere que, aunque hay suficientes razones históricas para pensar que “el negro ocupa un lugar de cierto prestigio social en el contexto del Ecuador” (1993, p. 42), lastimosamente la realidad dista aún de reconocer la verdadera dimensión de los aportes de la cultura afro en el país.
En un gesto de desestabilización del racismo internalizado, Ortiz Ruano revisa la obra de Kamau Brathwaite y hace uso de una lengua submarina para presentar esa dimensión de contacto entre los pueblos herederos de la diáspora negra. Brathwaite en su History of the voice (1999) propone en el concepto de voces sumergidas o submarinas arrojando luz sobre las voces y narrativas que han sido oprimidas o eclipsadas por los poderes coloniales que han menospreciado o borrando las prácticas culturales no blancas. En esa medida, la intención es recuperar estas voces sumergidas como un medio para rectificar este desequilibrio, descolonizar el idioma y celebrar las lenguas criollas desarrolladas por la fusión de varias culturas. Brathwaite subraya la importancia de las tradiciones orales, la interpretación y la música para descubrir y amplificar las voces sumergidas y que las comunidades marginadas reclamen sus narrativas y afirmen sus identidades.
Ortiz Ruano reconoce y honra estas diversas voces y las incorpora al intrincado tapiz de la historia y la identidad afrodiaspórica en su narrativa encarnada en sus personajes, en la forma en que hablan y viven. Es lo que hace también cuando introduce a Kwamé Bamba, un músico de Guinea Ecuatorial que Mirta conoce en las fiestas de carnaval y con el que establece un vínculo inmediato:
nos pusimos a escuchar y luego a bailar porque, mija, es verdad que uno no nació en África, pero algo de eso es nuestro, mamita… yo, por Dios que cuando escuché esas voces y eso es tambores me dio una alegría terrible, porque, mami, sentirse libre del miedo por primera vez también asusta. (Ortiz Ruano, 2023, p. 71)
La danza, como indica Luis Palés Matos se convierte en “un estado del cuerpo” (168). En pasajes como este, hay una especie de contagio2 de cuerpos que se han puesto en relación por medio de la danza. Mirta siente miedo y alegría y baila su liberación, su encuentro. No se evade del dolor. Es como si esa música en la que suenan el ntuammbo y el kuala fuese una sutura sonora que se sobrepone a las heridas.
En ese mismo carnaval y un poco antes de que Jota muriera, Nella conoce a Gorzy, músico y bailarín, y se va con él a Guinea Ecuatorial. Ella recorre el camino inverso de los ancestros africanos.
7. Trenzar el linaje femenino
La multitud de mujeres que pueblan estas páginas es la confirmación de que los lazos femeninos pueden salvar y sanar “del amor terrible de los hombres” (Ortiz Ruano, 2022, p. 48). El mundo de Ainhoa es trazado como tejido “donde todas padecemos y acontecemos”. El linaje femenino se constituye en un nodo afectivo (o como un archipiélago unido por las aguas para usar la metáfora de Glissant) para conectarse con la memoria y con las ancestras.
Ainhoa vive en una familia ampliada rodeada de sus ñañas. Además, están la madre, las abuelas en cuerpo y espíritu, y Noris, la joven que ‘ayuda’ en su crianza. Las mujeres son el eje afectivo y de conocimiento del mundo de la niña: son las que le enseñan a leer, a recitar, juegan con ella, la bañan, la alimentan, le trenzan el pelo. Los hombres, salvo el ñaño Jota, son una presencia extraña o accesoria. El papi Manuel, aunque es una presencia grata, le pide que guarde secretos, es un papi de juguete: “mi papi Manuel, un perro que no ladra, que en vez de aullar canta salsa, una boca rumbera, enferma y mohína, un bozal de dioses mulatos como él (2022, p. 84). El papi Chelo, en cambio, es la encarnación del miedo, es un abusador, es su abusador, frente al que todo el mundo calla: “Para mí, los papis son seres que si se puede decir que adornan la casa, sino que la joden. Especialmente el papi Chelo jode a todas las mujeres de la casa solo con su presencia”. (2022, p. 113)
La mami Nela, la abuela, conoce los secretos de las plantas y hace preparados para curar el espanto. Pero por sobre todas las mujeres está la imagen de la mama Doma, la bisabuela curandera, la comadrona. Su mirada es omnipresente, es como la mirada de la diosa: “La mirada de una diosa negra negrísima sobre todas las cosas” (2022, p. 31). Ainhoa no la conoce, pero sabe de ella como si fuese un personaje mitológico que encarna a todas las ancestras. A ella le pide que el mundo recobre el sentido cuando ha azotado la crisis: “Mama Doma / tú que eres lo único cierto de esta casa / ayúdanos / permite que vuelva la rumba del barrio […] haz que mis ñañas vuelvan a reír y a jugar”. (Ortiz Ruano, 2022, p. 172)
Si la mama Doma es la magia, la mami Checho es el misterio del mar: “Mi mami tiene tantos secretos como el agua. Yo sé que está viva porque puedo ver cómo le crece la vida alrededor, cómo las voces se dirigen a ella, cómo el agua que le viene de adentro hizo posible mi existencia” (2022, p. 95). Checho es verde como el agua de Limones, la isla de la que vienen todas. Pasó sus primeros días en una lancha en los pasos de Cachimalero a Borbón y de Borbón a Esmeraldas. Como menciona Salazar Maso en su novela Una herida llena de peces: “El río es testigo de llantos y sangre, nacimientos y muertes, salidas y llegadas. Los ríos del Chocó, otra forma de habitar la tierra: las canoas también son casas, puestos de trabajo y escondites. Por el río comenzamos a perder esta tierra” (2021, p. 85). Checho, la madre, es, en efecto, “el retrato de lo insular”.
El lenguaje poético utilizado para representar a la madre, a las islas, a lo que escamotea al pensamiento, está por fuera del lenguaje utilitario o funcional. La red afectiva de la novela está rodeada por un mar en que cada mujer es una isla cuyas costas son topadas por el agua.
8. El cuerpo negro haciendo islas
La voz de Ainhoa está permeada por el ritmo, pero también está profundamente atravesada por el silencio que la ayuda a sobrevivir el trauma. Encuentra, sin embargo, una necesidad de apalabrar lo que los adultos no dicen. Lo poético es constitutivo del relato. En un ejercicio marealéctico, Ortiz Ruano traza zonas de confluencia para unir la insularidad trayendo al centro de su narración la experiencia negra afrodiaspórica. Este es el gesto que produce la voz de Ainhoa, cuyas experiencias tienen que narrarse para no explotar: “Tal vez me quede atrapada en este cuerpo afiebrado para siempre, pienso, con la piscina agrietando mi cerebro, entrándome agua hasta el fondo del cuerpo como un globo inflado para reventarlo en la jeta de alguien en carnaval” (2022, p. 136). Decir es la forma de entrar en contacto con un afuera.
Ortiz Ruano logra armar una poética que no explica la situación de Ainhoa, sino que multiplica los sentidos y posibilidades. No busca disciplinar la voz de la niña, sino que la explora hasta que logra desbordarse: “Todo en mi cabeza es un agua turbia de río contaminado. Mi cerebro bate y se desplaza de un lado a otro dentro de los huesos que lo retienen”. (Ortiz Ruano, 2022, p. 175)
En esta novela se narran los cuerpos, pero no solo los humanos, sino también las relaciones con los cuerpos de agua, los espacios ribereños y las zonas de contacto en los espacios terrestres. A veces Ainhoa cuenta el agua y otras, la fiebre, otras, las plantas. Podríamos decir que la narración se centra en la fragmentación de la memoria, en la diversidad de recuerdos dentro de una sociedad. A través de fragmentos compartidos, de espacios de encuentro, se crea una especie de tejido memorial que entrelaza la memoria individual de Ainhoa con la memoria colectiva.
Conclusión
La poética del habitar se puede entender como una exploración estética y ética sobre la relación entre el sujeto y el espacio que ocupa o habita. No se trata únicamente de la ocupación física de un lugar, sino de cómo las experiencias, emociones y significados vinculados a ese espacio se entrelazan con la identidad y la memoria del habitante. Esta poética se interesa por cómo el sujeto construye un sentido de pertenencia y, al mismo tiempo, transforma y es transformado por el entorno, en un proceso bidireccional que abarca aspectos materiales e intangibles. Habitar el litoral propone una suerte de habitar anfibio: en tierra, pero rodeado por las aguas.
En términos literarios, la poética del habitar se materializa a través de descripciones detalladas del espacio, cargadas de simbolismo que reflejan la subjetividad y los afectos del personaje o de la narradora. El espacio habitado, entonces, es más que un escenario; se convierte en una extensión del ser y en un testimonio de sus historias personales, políticas y emocionales.
En Fiebre de carnaval e “Indicios”, Yuliana Ortiz Ruano articula una poética del habitar que convierte al cuerpo afrodescendiente y el espacio litoral en territorios de resistencia. Este habitar se manifiesta como una práctica poética y política en la que los cuerpos de Ainhoa, Jota y Mirta devienen en territorios en sí mismos, llenos de memorias y afectos que conectan lo afroesmeraldeño con un pasado afrodiaspórico más amplio. La fiesta lejos de sublimar las experiencias traumáticas o violentas, las contraefectúa y las convierte en gestos de resistencia y gozo. La alegría y la comunidad son la única opción para enfrentar un sistema empeñado en el olvido y sometimiento de los cuerpos.
Notas
Una versión preliminar de este artículo fue presentada como ponencia en el II Congreso Desmadres de Literatura Latinoamericana en la Universidad Nacional de San Martín, Buenos Aires, Argentina, el 7 de noviembre de 2024.
Conflicto de intereses: La autora declara no tener conflictos de intereses.
© Derechos de autor: Andrea Torres-Armas, 2025.
© Derechos de autor de la edición: Pucara, 2025.
1 Ñaño/a es un ecuatorianismo proveniente del kichwa para referirse a los hermanos y hermanas; en este caso, sim embargo, se usa para referirse a los tíos y tías.
2 La palabra contagio es, por definición, negativa porque habla de la transmisión de la enfermedad; sin embargo, no encuentro un término con la misma fuerza expresiva para narrar lo que acontece.
Referencias
Benítez Rojo, A. (1998). ¿Existe una estética caribeña? En La isla que se repite (1a ed.). Editorial Casiopea.
Brathwaite, K. (1999). History of the Voice. En Roots (1a ed., p. 259). The University of Michigan Press.
De Certeau, M., Dominique, J., & Reuel, J. (1999). La belleza del muerto. En La cultura popular. Nueva Vsisión.
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